viernes, marzo 31, 2017

Resumen de publicaciones de Marzo de 2017

Artículos
—Breve reseña biográfica a Jules LeBlanc Stewart https://goo.gl/qlTp4g
—Pedro Zubiaur: marino vizcaíno y oficial de Felipe II https://goo.gl/ZzYABX

Ficha de fauna
—Reseñamos al interesante tiburón zorro https://goo.gl/JT02g9

Relatos
—Rescato un conato de relato, que se ha quedado en una microhistoria que he titulado «Náufrago» https://goo.gl/T8J01F

Reseñas
—Recensión a la película «Los vikingos» https://goo.gl/IoxQpX
—Recensión a la novela de Graham Greene «El cónsul honorario» https://goo.gl/C82pBK
—Recensión a «Enigmas sin resolver II», de Iker Jiménez https://goo.gl/t9wud3
—Recensión al manga de Satoshi Kon «Regreso al mar» https://goo.gl/pwwmxS

Lectura de 31 de Marzo de 2017 a las 1200 horas



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31 de Marzo de 2017



miércoles, marzo 29, 2017

Pedro Zubiaur, marino vizcaíno y oficial de Felipe II

Pedro de Zubiaur o Zubiaurre Ibarguren nació en algún momento no determinado del año 1540, en Puebla de Santo Tomás de Bolívar, anteiglesia de Santa María de Zenazurra o Ziortza (Vizcaya); siendo el segundo fruto de la unión entre Don Martín de Zenarruzabeitia, señor de la casa solar de Zubiaur, y Doña Teresa de Ibarguren.

Pedro creció en el seno de una poderosa familia cuya fortuna procedía del flete de navíos mercantes, compuesta por hombres que ocupaban diversos y altos despachos en el Consulado del Mar. Por eso, de chico se embriagó de la pasión por el negocio familiar y la mar, pero también sintió un irresistible ardor que lo empujó a buscar gloria, fortuna y aventura como no se podía esperar de un personaje de su talla en plena era dorada del Imperio español, compaginando empresas puramente mercantiles en el Nuevo Mundo con el real servicio de las armas.

Hacia 1568, a los 28 años de edad, encontramos a Pedro ofreciendo su patrimonio y persona al rey Felipe II, armando dos zabras (fragatas pequeñas de unas 200 toneladas). Es entonces cuando da inicio a una prolija carrera al servicio de la Corona, siéndole encomendada una primera misión, que no es otra que la de llevar caudales al duque de Alba, duramente castigado por todo tipo de carencias en Flandes. Con anterioridad a dicho ofrecimiento, Pedro debió reunir no solo capital, sino también una intachable experiencia como marino para capitanear una flota por tan procelosas aguas, infestadas del enemigo del momento: el Francés.

El joven Zubiaur se enfrentaba a una dura prueba de fuego, a un peligro que podía superar al hombre más avezado. La probabilidad de toparse con barcos hostiles era muy alta, pero, a buen seguro, no sospecharía que a la altura de La Rochelle le saldrían al paso cuarenta bajeles, a los que se enfrentó con bravura, hurtándose de sus perseguidores al ganar puertos ingleses.

En los no siempre pacíficos resguardos de Albión, Zubiaur corrió a entrevistarse con Don Guerán de Espés, embajador de España ante la corte de la reina Isabel I. El diplomático, más sordo que una tapia por lo que se comprobó, aconsejó al vizcaíno que aguardara y refrenara sus impulsos, pues éste quería echarse de nuevo a la mar y alcanzar Flandes cuanto antes. Pedro hizo caso del consejo, pero Londres tenía sus propios planes: las acciones de castigo en las provincias rebeldes habían causado grandes perjuicios a los mercantes ingleses, por lo que, por decreto real, se ordenó el embargo de todos los navíos (se dice que 188 embarcaciones) que enarbolaran enseñas de las coronas hispánicas y estuvieran amarrados en sus dominios.

La medida de embargo no se contentó con los navíos, sino que alcanzó a las dotaciones, más de medio centenar de marineros y oficiales, que acabaron con sus huesos en presidio. Pedro de Zubiaur se contó entre ellos, sufriendo encierro durante un año, tras lo cual consiguió comprar su libertad y la de otros 350 hombres.  Dicho periodo de tiempo no lo malgastó Zubiaur en lamentaciones y llegó a aprender la lengua inglesa, lo cual le vino que ni que pintado a la Corona española, sirviéndose del vizcaíno como embajador para diversas cuestiones ante la corte de Londres y para cuando trató con los rebeldes católicos de Irlanda; además de para copiar ciertos métodos para elevar aguas de los ríos que probó, ya durante sus últimos años de vida, para regar las huertas del duque de Lerma.

El siguiente acto reseñable de la biografía de Pedro de Zubiaur data de 1573, cuando sirve a los representantes de la Casa de Contratación de Sevilla en un viaje a Londres para reclamar una compensación por el ataque dirigido por Francis Drake en el río Chagres contra los españoles, apresando un cargamento del Tesoro del Perú, que estaba siendo trasladado de Panamá a Nombre de Dios; un acto de piratería pues en las fechas del ataque había paz entre España e Inglaterra. La misión de la Casa de Contratación, para su desgracia, acabó siendo un sonoro fracaso.

A partir de 1580 los mares se pusieron algo más que tensos. En aquella se encontraba don Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz, organizando una escuadra para someter a Portugal, tras la muerte de Manuel I, para quien se acabaría coronando como monarca de todas las coronas hispánicas: Felipe II. Entre los hombres a las órdenes del almirante se encontraba Pedro de Zubiaur, de nuevo presto para cualquier hazaña y seguir conservando el favor real. El vizcaíno no dudó a la hora de poner varias naves a disposición de España, aunque una de ellas fuera requisada para cumplir con la misión de poblar el Estrecho de Magallanes, al mando de Diego Flores de Valdés y con la gobernación de Pedro Sarmiento de Gamboa.

Esta aventura militar, que sumó 87 galeras y 30 naos, trajo a Zubiaur más sinsabores que rendimientos, pues perdió la nao Pedro de Çubiaurre, al mando de Ortuño de Bilbao, por los daños sufridos durante el temporal que azotó a la flota durante su partida, los cuales no fueron debidamente reparados. Por si fuera poco, un rico cargamento procedente de las Indias, además de artillería, sería apresado ilegalmente en la Isla Terceira (Azores), ya estando pacíficos los territorios lusos.

En 1581 encontramos de nuevo a Pedro en Londres para ser soliviantado por los ingleses. La única razón de su presencia en la Corte fue la de reclamar, una vez más, restituciones ante la rapiña de Drake en tiempos de paz. El sir robó entonces a la Corona española la nada despreciable cantidad de dos millones de ducados. Los diplomáticos ingleses no estaban dispuestos a abonar más que 400.000 ducados en compensación y los españoles a recibir nada que no fuera igual a la cifra sustraída ilegalmente.

Tras esta misión comienza el interés de Zubiaur por las tumorosas provincias de Flandes, las cuales no fueron otra cosa que un continuo quebradero de cabeza y desazón. El vizcaíno tenía las cosas muy claras sobre el papel, llegando a proponer golpes de mano que, en su firme creencia y capacidad de estratega, podrían haber acabado con la rebelión e, incluso, haber llevado a feliz término los intentos de invasión de la Inglaterra hereje. Empeñando, una vez más, su patrimonio naval, Zubiaur estaba dispuesto a tomar la plaza de Flessinga, en el estuario del río Escalda, para cortar el tráfico mercante del puerto de Amberes. El embajador español ante la Corte inglesa, Bernardino de Mendoza, puso en común al vizcaíno y a Alejandro Farnesio, duque de Parma, para una empresa que contó con la aprobación de Felipe II, pero por la que el noble italiano, como en otras tantas ocasiones, no mostró mucho ánimo.

Las maquinaciones de Zubiaur en Inglaterra disgustaron a la reina Isabel I, que ordenó su inmediato encarcelamiento. A partir de entonces, el marino comienza una gira por varias prisiones inglesas y holandesas que duró cuatro años, siendo una experiencia nada placentera en comparación con la primera vez que probó la cárcel en Albión. La aventura frustrada de Flessinga le costó dos navíos, tres años de preparativos, el despilfarro de diez mil ducados y su salud.

Zubiaur volvería a la acción en Flandes, a las órdenes de Farnesio, preparando las tropas que habrían de cruzar el canal para la invasión de Inglaterra, en apoyo de la Gran Armada, en 1588. Pero de nuevo el destino y las inclemencias se cebaron con los españoles y el vizcaíno demostró su talante y saber de la lengua inglesa para el rescate de cientos de prisioneros. En el puerto de Darmouth, en 1590, consigue reunir más de medio centenar de hombres, supervivientes de la Felicísima Expedición y de otros encuentros en alta mar mal dados, como es el caso de ciento diez marineros capturados, miembros de la dotación de galeones de las Indias, los cuales Zubiaur escondió en sus navíos.

El problema al que el vizcaíno se enfrentó a pretender abandonar Darthmouth fue la artillería que montaban sus naves. Las autoridades exigían su desembarco al considerar que pertenecían a la Corona, pues procedían de galeazas inglesas perdidas en Calais, pero Zubiaur no estaba por la labor, por lo que hizo subir abordo a todos sus hombres y se hicieron a la mar sin autorización. La respuesta inglesa fue el mandar tras ellos cinco galeones que los hostigaron durante un tiempo, pero el 10 de febrero de 1590, los españoles arribarían a La Coruña, quedando a resguardo de cualquier peligro.

Semejante acto no pasó desapercibido ni para el Pueblo ni para la Corte de Felipe II, ganándose Zubiaur, por decreto real, el título de Cabo de Escuadra de Filibotes, pequeños navíos que le permitieron realizar una encomiable actividad de corso, intendencia y escolta en el mar Cantábrico y el golfo de Vizcaya, ganándose repetidamente los laureles en distintos encontronazos que lo convertirían, a mis ojos, es una especie de Blas de Lezo adelantado; aunque bien es cierto que Zubiaur conoció el sabor de la derrota en más de una ocasión, parecía especializarse en combates en minoría, siempre mordiendo alguna presa y asombrando por su arrojo, como el demostrado en abril de 1593, cuando embiste en las aguas del puerto de Blaye a seis navíos ingleses que le cortaban el paso, logrando hundir la nave capitana y quemar la almiranta del enemigo. También es destacable el enfrentamiento que siguió al de Blaye, siendo Zubiaur acosado por más de medio centenar de navíos que zarparon de La Rochelle y Burdeos, logrando arribar a puerto seguro en Pasajes, lo cual se consideró en la época como un milagro del Santo Cristo de Lezo, al que se encomendaron los tripulantes españoles en medio de la persecución.

Las noticias de esta última hazaña llegaron a la Corte, por lo que el rey nombró a Zubiaur General de la Escuadra.

Zubiaur gastaría los próximos años conociendo de primera mano las miserias de los Tercios españoles en Bretaña y Flandes, la desmoralización y las deserciones que causaban el hambre, el clima y la malversación de caudales por parte del maestre de campo Juan de Águila. El vizcaíno siempre abogó en defensa de los derechos de aquellos soldados y marineros, columna vertebral del Imperio, que encontraban la sepultura en húmedas tierras de herejes. Echando nuevamente mano de sus arcas, Zubiaur trató de poner remedio al sufrimiento de los hombres a su mando.

Los ojos de la Monarquía hispánica, tras los sinsabores de las anteriores incursiones sobre Inglaterra, pasaron a fijarse en los católicos irlandeses. Zubiaur participaría de las acciones militares y diplomáticas en Kinsale, a las órdenes de un oficial al que no dudaba de criticar ferozmente en sus continuos informes a la Corte: el salmantino Diego Brochero, quien en 1595 sería nombrado Almirante de la Mar Océano. Los choques entre ambos marinos fueron constantes, más por parte del vizcaíno que por la de su superior, y venían de la época en Bretaña. Brochero forzaba la creación de una escuadra de galeras, pues se había formado en Malta y consideraba dichos navíos como perfectos para un roto y un descosido y lo que se terciara, pero el Atlántico no era lugar para semejantes embarcaciones. Posiblemente Brochero también viera con malos ojos la iniciativa del vasco y lo considerara como una amenaza a sus aspiraciones en la Corte; aún así, Brochero valoraba las virtudes militares de su subalterno, razón por la cual quiso contar con él para el asunto de Kinsale.

El 3 de junio de 1597, Zubiaur es nombrado capitán general de una escuadra de navíos de la Armada, puesto subordinado al capitán general de galeras y del Mar Océano, recibiendo la orden de patrullar entre Ferrol y Cádiz para tranquilidad del tráfico marítimo.

Durante estos últimos años de vida, Zubiaur iría encadenando distintas enfermedades que minaron su salud, lo cual no le impidió en tomar parte de los planes de Felipe III, quien sentía la misma quemazón que su padre por asaltar Inglaterra y devolverla al redil católico. Para ello era necesario partir al auxilio de los irlandeses. Si se tenía a favor la isla Esmeralda y se realizaba con éxito un salto desde Flandes, se cogería a los ingleses por dos frentes en tijera. Sin embargo, una cosa son los cuentos de la lechera y otra la realidad, pues la flota que largó velas el 3 de septiembre de 1601, al mando de Diego Brochero, con Zubiaur como segundo, era pobre, escasa de pertrechos y efectivos; por no añadir que, una vez frente a Irlanda, un nuevo temporal se opuso a los planes de los Hasburgo y separó las naves. Zubiaur llegó a Kinsale con mil soldados, lo cual sumaba un total de tropas expedicionarias muy inferior al que Juan del Águila había prometido a los caudillos irlandeses. Para dar la puntilla, Brochero viró en redondo hacia España y dejó a los españoles sin apoyo naval.

El regreso de la flota fue visto con recelo por la Corona, quien dejó por escrito su malestar por esta decisión tan precipitada y hasta susceptible de tacharse de cobarde. Este espinoso asunto no fue a más pues la demostrada lealtad de Brochero y Zubiaur, así como su hoja de servicios, resultaba ser aval más que suficiente.

El vizcaíno regresó en diciembre a Kinsale con tropas frescas y entabló conversaciones con los caudillos irlandeses gracias a su conocimiento del inglés, a la sombra de unos planes que se fueron fraguando con poco tino, artillándose plazas y disponiéndose tropas sin ton ni son, siendo que el 6 de enero de 1602 las tropas irlandesas serían rechazadas en Kinsale. Los tercios españoles quedaron embolsados con un Juan del Águila sin instrucciones desde la Corte sobre cómo negociar la rendición y abandonado por la flota, que nuevamente había zarpado para España, con Zubiaur al mando y llevando como pasajero al caudillo Hugo O’Donnell.

Nuevamente, Zubiaur es puesto en tela de juicio, junto con el resto de oficiales. Se ordenó constituir una comisión que absolverá a Juan del Águila y a Diego Brochero, pero que condenará al capitán Alonso de Ocampo, comandante de las tropas que arribaron a Kinsale en diciembre, al contador Pedro López de Soto y a Zubiaur, que sufrió arresto domiciliario en la Corte hasta que en mayo de 1605 es absuelto de tres de los cuatro cargos que se le imputaban, llevándose de propina una buena reprimenda.

Tras la restitución real, Zubiaur recibe el mando de una escuadra de ocho naves y 2.400 soldados del tercio del maestre de campo Pedro Sarmiento; corría el año 1605, había paz con Inglaterra tras la muerte de la reina Virgen y todos los ojos se centraron en Flandes. La flota zarpó el 24 de Mayo de Lisboa, encontrándose con el enemigo en el canal de la Mancha, que contaba con una escuadra de 80 navíos. Con una diferencia de 8 a 1, Zubiaur no se arredró y entabló combate con los neerlandeses del almirante Hatwain; con dieciocho navíos echándoles el aliento en las popas, Zubiaur y los suyos alcanzaron Dover, donde su artillería, por extraño que pueda sonar, tronó en auxilio de los españoles. Al parecer, durante la refriega, Zubiaur sufrió herida o se le acentuó alguna dolencia que lo obligó a dictar testamento el 2 de agosto, muriendo a los pocos días.

Sus restos fueron embalsamados y depositados en un ataúd de plomo para ser repatriados, vía Dunkerke, y enterrados en un primer momento en el centro de la nave de la iglesia parroquial de Rentería, junto con los padres de su esposa, María Ruiz de Zurco; luego, en el atrio de la también iglesia parroquial de Irún. Hoy día, el sepulcro de Zubiaur y su mujer se conserva en el museo de San Telmo de Donosti (Guipúzcoa).


Lectura de 29 de Marzo de 2017 a las 1200 horas



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martes, marzo 28, 2017

Guardia de cómic: reseña al manga «Regreso al mar», de Satoshi Kon

Planeta de Agostini, Barcelona, 2013
208 páginas
ISBN: 978-84-15480-77-8
Una fábula moderna que describe nuestra vinculación ancestral con la Naturaleza (algo intrínsecamente japonés) y las consecuencias rupturistas con dichos lazos que devienen del desarrollo urbanístico irracional en la costa

«Regreso al mar» es un tomo editado en España por NORMA y que recopila la historia, del mismo título, publicada semanalmente en la revista de manga Young Magazine. En su momento, fue la primera obra larga para un sufrido y tristemente desaparecido mangaka y director de anime que respondía al nombre de Satoshi Kon; quien, tras su conclusión, acabó con sus huesos en un hospital al haber generado una hepatitis A como consecuencia de su alcoholismo galopante. Como bien afirma en las notas que dedica al tomo, la peor parte del tsunami, que asola la costa de la ficticia Amite al final de la narración, se la lleva el propio autor.

Escrita y dibujada a uña de caballo en 1990, «Regreso al mar» es una fábula moderna que describe nuestra vinculación ancestral con la Naturaleza (algo intrínsecamente japonés) y las consecuencias rupturistas con dichos lazos que devienen del desarrollo urbanístico irracional en la costa (en este último inciso, Satoshi no nos tiene porqué dar lecciones, pues en nuestra tierra estamos más que escarmentados (algunos) tras largos años en los que las playas y arenales han ido dando paso al simple hormigón).

Esta obra se desarrolla en la ficticia localidad costera de Amite y en la llamada Kamijima, la isla de los dioses, cuya principal y humilde fuente de riqueza es la pesca de bajura. Sobre ellas, un consorcio empresarial ha clavado sus golosos ojos con el propósito de convertirlas en un foco de atracción para el turismo y dinamizador de la economía de la comarca. Y todo eso sucede mientras la población es completamente ajena a que en un templo shinto, ubicado en la cima de una empinada escalinata, se guarda un secreto que ha sido custodiado durante siglos: cada sesenta años se recoge y devuelve al mar un huevo de sirena, una extraña esfera que permanece entre los muros del recinto sagrado, oculta a las miradas de los curiosos que habitan o visitan un pueblo, cuya tradición lo vincula a un pacto con el mar y una sirena. 

El huevo que se conserva siempre sumergido en agua salada, el contemporáneo con la historia que cuenta Satoshi, lo recogió el abuelo de Yosuke, el protagonista principal. Sin embargo, los mimos y cuidados para con la extraña reliquia se saltan una generación y Yozo, hijo y padre respectivamente del abuelo y Yosuke, como responsable del templo Amitsu y hombre con peso en la comunidad, tiene planes muy diferentes a los puramente religiosos: quiere que Amite se modernice y cuente con infraestructuras y servicios, algo muy loable (sabremos del porqué de su obsesión cuando se nos relate el fallecimiento de su esposa); pero se ciega ante la irracionalidad desaforada de los promotores urbanísticos que han tomado el control, atentando contra la identidad y el respeto a las tradiciones de las gentes del lugar. Comprobaremos que el texto defiende el desarrollo humano, pero con equilibrio. 

También Satoshi, en menor medida, mete el dedo en otros aspectos muy comunes en los pueblecitos: para ello se sirve de Natsumi, una joven que ha regresado de la ciudad y de la que Yosuke lleva largo tiempo perdidamente enamorado. Ella, en comunión con el monstruoso plan de urbanización, representa, a pesar de todo y de ser una heroína en la narración, a aquellas personas a las que les encanta el pueblo cuando hace sol y durante las cortas semanas de veraneo, pero nada más; los problemas del villorrio no van con ellas. 

Satoshi construye una narración en la que terminan confluyendo elementos de fantasía, cada vez más palpables a medida que avanzamos en la lectura. Sea lo que fuese, lo que hay en el interior de la esfera está vivo y Yosuke comprenderá qué le une al mar que contempla cada mañana y al que respeta y teme; el mismo del que, años atrás, él salió con vida y su madre no.

Debemos apuntar que la narración cuenta con un desarrollo extraño. Puede que esto se deba a los apuros temporales y al estrés que provocó el proyecto. El autor comentó en su día que trató de solventar los errores que observó en frío, para el tomo recopilatorio, modificando líneas de diálogos e, incluso, añadiendo páginas que vistieran mejor al argumento. Quizá la peor parte la encontremos hacia el tramo final, que es una abrupta carrera a trompicones. No logro acertar para qué quiere tanto lío, aún cuando vemos que el autor es muy capaz con las escenas cinéticas. 

No es un relato que depare muchas sorpresas a un lector de mente calenturienta y que sepa al dedillo de qué pie cojean la mayoría de los mangakas; pero, por ello, no desmerece en absoluto esta fábula actual en defensa de un equilibrio entre desarrollo, modernidad, Naturaleza y tradición.  

Lectura de 28 de Marzo de 2017 a las 1200 horas



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jueves, marzo 23, 2017

«Johnny B. Goode», Chuck Berry



Deep down in Louisiana close to New Orleans,
Way back up in the woods among the evergreens
There stood a log cabin made of earth and wood,
Where lived a country boy named Johnny B. Goode
Who never ever learned to read or write so well,
But he could play a guitar just like a ringing a bell.

[Chorus:]
Go Go
Go, Johnny, go, go
Go, Johnny, go, go
Go, Johnny, go, go
Go, Johnny, go, go
Johnny B. Goode

He used to carry his guitar in a gunny sack
Or sit beneath the tree by the railroad track.
Oh, the engineers would see him sitting in the shade,
Strumming with the rhythm that the drivers made.
The people passing by, they would stop and say,
"Oh, my, but that little country boy could play!"

[Chorus]

His mother told him, "Someday you will be a man,
And you will be the leader of a big old band.
Many people coming from miles around
To hear you play your music when the sun go down.
Maybe someday your name will be in lights
Saying 'Johnny B. Goode tonight'."

[Chorus]

Lectura de 23 de Marzo de 2017 a las 1200 horas



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23 de Marzo de 2017




martes, marzo 21, 2017

Guardia de ensayo: «Enigmas sin resolver II», de Iker Jiménez

Editorial EDAF, Fuenlabrada
6ª edición. Marzo de 2001
306 páginas
ISBN: 84-414-0726-6
Bebés con la capacidad de hablar lenguas extrañas, duendes que se cuelan en cocinas, poltergeists por los Madriles, animales extraños que arrasan rebaños de ovejas en plena noche navarra, fuegos espontáneos en pleno 1945, hombres de Iglesia comprometidos con el estudio del enigma de los Ovnis, seres humanos aquejados de terribles malformaciones por las que pudieron se confundidos en su tiempo con entes diabólicos e, incluso, con extraterrestres... Todo esto y más en el segundo trabajo de Iker Jiménez, quien reseña buena parte de los Expedientes X españoles que se dejó en el tintero con «Enigmas sin resolver»

Abigarrado conjunto de casos o desafíos a la lógica, como bien los define Jiménez, que plantean al lector un amplio abanico de interrogantes que engarzan perfectamente con el título de la obra, algo en lo que fallaba estrepitosamente el hermano mayor de este proyecto que se presentaba como saga y que no sé si habrá dado para más en un formato tan reducido como el de papel: bebés con la capacidad de hablar lenguas extrañas, duendes que se cuelan en cocinas, poltergeists por los Madriles, animales extraños que arrasan rebaños de ovejas en plena noche navarra, fuegos espontáneos en pleno 1945, hombres de Iglesia comprometidos con el estudio del enigma de los Ovnis, seres humanos aquejados de terribles malformaciones por las que pudieron se confundidos en su tiempo con entes diabólicos e, incluso, con extraterrestres… 

Una exquisita y variada carta en la que Jiménez, echémoselo en cara con cariño verdadero, es incapaz de separarse de su tema fetiche. Tanto es así que hasta comparte con nosotros sus experiencias de impúber reportero de 11 años, siguiendo la estela de los avistamientos ovni de Vitoria del año 1984. 

«Enigmas sin resolver II» es un libro que cuenta con todo lo bueno y lo malo del primer volumen: sigue destilando ese entusiasmo propio de un hombre con vocación y respeto por lo que hace y hacia todo lo que lo rodea; un tipo escéptico pero que persigue ese esquivo misterio, carga tintas contra los duendes burlones de gabinete y se patea la geografía española en busca de respuestas, aunque tan solo sea capaz de llevarse al coleto más interrogantes. Jiménez termina ebrio de preguntas, pero no por ello sus ganas de seguir haciendo camino merman en absoluto. Me encanta esa crónica sosegada, a tiro de recuerdos y cuaderno de campo, de cientos de kilómetros por carreteras secundarias, de encontronazos con el silencio de temerosos testigos y apáticos funcionarios; pero el texto de esta segunda parte sigue arrastrando la tara del primer trabajo publicado, picado por una viruela de errores ortotipográficos que, aún con las prisas de las reediciones, bien habrían merecido una purga, pues hacen desmerecer el esfuerzo del autor. A esto he de añadir, para cerrar esta crítica negativa, que como lector me he sentido, al llegar a la última página, vacío, sin una mínima satisfacción para mi pecaminosa curiosidad en relación a los temas expuestos. Es como si nos hubieran puesto el bollo de canela en los labios y retirado justo cuando le íbamos a hincar el diente. 

Cierto es que Jiménez hizo mucho durante esa ya distante década de 1990, rascando puertas y memorias, pero el desasosiego por la falta de datos es abrumador y quién sabe si la culpa de todo ello no la tenga el resbaladizo paso del Tiempo, sino la parquedad de páginas. Me explico: el último capítulo está dedicado a los encuentros de varios periodistas y reporteros con el misterio, el absurdo. A priori, es un epígrafe interesantísimo pero que se queda en unas simples pinceladas; en un quiero pero no puedo. Se hace referencia a ciertos nombres propios de los que, esperando uno saber de sus experiencias, luego no se dice ni media palabra. No es que me importara quedarme sin leer el encuentro de Paloma Gómez Borrero con el fantasma de la embajada de España ante el Vaticano, pues me es conocido, pero sí que no se trascribiera un pedacito de entrevista a Miguel de la Cuadra Salcedo, por ejemplo.

En los doce capítulos anteriores, se escribe un punto final precipitado y me da la sensación de haberme topado con unos barcos de papel abandonados, sin tripulación, pero con la comida servida en humeantes platos, en el sollado. ¿Ímpetu de juventud?, ¿abrumadora falta de datos que aún, hoy día, no se ha podido solventar? Sí, pueden ser muchas cosas, incluso la innegociable exigencia de la editorial de entregar un segundo volumen en poco menos de un año, cumpliendo un máximo de caracteres para gastar lo mínimo imprescindible en la imprenta. Pero esto ya son simples especulaciones para matar el tiempo.

Una de cal y otra de arena. El innegable entusiasmo de Jiménez mermado por una edición de censurable calidad —más allá de unos simples y permisibles lapsus calami de recibo en todo tipo de obra, independientemente del autor, fecha y título—, y por una vertiginosa sensación de vacío en el lector.

Aún así, que nadie crea que no he disfrutado leyendo «Enigmas sin resolver II». Lo he hecho y mucho.

Lectura de 21 de Marzo de 2017 a las 1200 horas



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lunes, marzo 20, 2017

«La amiga de Paula», relato breve



Este relato está especialmente dedicado a Paula, hija del Ilustrador de Barcos; por no perderse ni uno solo de los que componen esta floreciente colección y que bien se ha merecido dar nombre a la protagonista de esta pequeña historia.



El sol de la mañana fue cuarteando las apiñadas y pesadas nubes, acumuladas frente al acantilado de Kopek. Una a una fueron siendo abandonadas por un desfallecido viento de tormenta, incapaz de arrastrarlas con sus últimos coletazos y dejándolas a su suerte, que no era otra que terminar desechas en ridículos guiñapos. Largos y oblicuos dedos de renovada claridad acariciaban la superficie de un mar aún convulsionado, proclamando el pronto regreso de las largas y agradables jornadas estivales que quedaban por vivirse aquel año. Aún quedaban bastantes días de Julio y el mes de Agosto entero.

Finalizada la pesadilla, recuperados los colores brillantes y siendo ya la lluvia fría un engorroso recuerdo, la tierra dejó de temblar bajo los cimientos del viejo faro con cada embestida de las olas; las contraventanas de madera no chasqueaban ni daba golpes, pues los terribles y traviesos céfiros habían renunciado a seguir presentando batalla y tan solo suspiraban de impotencia y rabia contra la alta y espigada mole de ladrillo.

Y fue justo la ausencia de ese quejido tempestuoso lo que atrajo la adormilada atención de Paula, aún protegida bajo las sábanas y una socorrida y gruesa manta de viaje, desenterrada del fondo del armario en pleno verano por culpa de la galerna. La niña se fue desperezando sin prisas, algo a lo que se había acostumbrado desde que volviera a vivir con su padre en el faro; desde que comenzaran las vacaciones. A pesar de la oscuridad reinante, Paula sabía que era de día y que la tormenta había capitulado, lo cual le produjo cosquillas en las comisuras de los labios, sonriendo así de oreja a oreja. Se acabaron el encierro obligado y el malhumor sin interrupción de su padre, único vigilante de la luz de Kopek en su nuevo emplazamiento, construido hacía poco más de quince años, en un punto más propicio de la costa.

Paula apartó de sí la manta y abandonó la calidez de su suave refugio para vestirse todo lo deprisa que pudo, aunque no debería costarle gran trabajo: aparte de la ropa interior, tan solo necesitaba su vestido de tirantes, un par de calcetines y sus sandalias, por lo que pronto estuvo lista para deambular por la pequeña casa del farero y asomarse al exterior.

Luego, abrió la ventana y las contraventanas para que la luz entrara libre en la casa.

Junto a su habitación, puerta con puerta, se situaba el dormitorio de su padre. Desde el umbral, sin atreverse a entrar por miedo a provocar algún ruido que lo despertase, Paula encontró a su progenitor durmiendo a pierna suelta, echado a un lado de la cama y dándole la espalda al pasillo. De vez en cuando soltaba algún sonoro ronquido que incitaba en Paula una risa inocente que ahogaba con suma rapidez, llevándose la palma de la mano a la boca.

Sobre la única silla del dormitorio, la ropa impermeable del farero había sido echada de cualquiera manera y, a los pies del mueble, se había formado un charco de agua que hacía brillar las pequeñas y rugosas baldosas de color terroso que cubrían el suelo.

Su padre no había disfrutado de un solo instante de descanso desde que diera comienzo la tormenta, escalando constantemente hasta el cuarto de servicio y la vidriera para comprobar que la luz y el mecanismo no sufrían daños y asomarse al balcón para otear el horizonte. Había vivido a base del café «de la casa», tan fuerte que le arrugaba y encogía el rostro cada vez que lo hundía en la taza.

—Es una gran responsabilidad, Paula —le reprendió su padre un par de noches atrás, con los ojos encendidos por el enojo y el cansancio—. Métetelo en la mollera.

No lograba a dar con la razón de la bronca que le echó entonces su padre, pero Paula ya había asumido, hacía mucho tiempo, que, durante las tormentas, era mejor no llevarle la contraria, sobre todo cuando se ponía algo desagradable sin ser ésa su intención.

Y era duro vivir esos días de tormenta en verano, sin un solo niño en varias leguas a la redonda. Si al menos tuviera algún amigo para pasar el rato…

Con sigilo, Paula avanzó hasta llegar a la pequeña cocina, donde, tras ponerse de  puntillas para abrir las dos pequeñas ventanas y contraventanas allí instaladas, consultó el barómetro colgado de la pared, junto al calendario. Había ido subiendo desde los 734 hasta los 755, de viento-lluvia a variable.

«Inmejorable señal».

Paula se vio entonces acorralada por el hambre y las ganas de desayunar; poco importaba que estuviera en la cocina una vez más sola, sin la compañía de su padre, pues llevaba haciéndolo desde que la tormenta se anunciara, según los partes radiados, como algo cercano al fin del mundo. Pero Paula tenía más ganas, unas ganas inmensas, de subir hasta la luz del faro y ver de nuevo el mundo sin los párpados de madera de las contraventanas, atrancados y asegurados con pestillos. El acceso a la torre del faro se practicaba directa y discretamente desde la cocina y Paula subió con suma cautela los setenta y cinco escalones, altos y estrechísimos que conducían hasta lo más alto; y lo logró, aún con su pequeño y tembloroso cuerpo y enojada consigo misma por no haber crecido aún lo suficiente como para poder levantar las rodillas sin tanto esfuerzo y no tener que ayudarse, de vez en cuando, de su manos.

La subida había que practicarla de una sola tirada, sin descansos, pues, de lo contrario, se corría el peligro de dejarse vencer por el vértigo en ese camino ascendente y en espiral. Cada peldaño era un desafío al que Paula solo podía hacer frente con su pierna derecha, haciendo fuerza hasta que le palpitaron el muslo y el gemelo, a la par que se quedara sin resuello, sintiendo un ardor rugoso en los  pulmones. Podía corretear, saltar y bailar sin parar, durante horas, por las verdes y frondosas colinas que rodeaban el faro, ante la mirada risueña de su padre durante los días de sol, pero subir aquella escalera le superaba, mas era el precio que tenía que pagar por admirar en toda su extensión lo que el anterior farero solía  nombrar como “nuestro reino”.

Por fin, Paula puso el pie en el septuagésimo quinto escalón y descorrió el pestillo de la trampilla que daba al cuarto de servicio. Subió cinco escalones más, abrió la puerta de la vidriera y se asomó al balcón. Fuera, la brisa fresca y juguetona saludó con entusiasmo a la niña, debiendo ésta aferrarse con fuerza a la barandilla que la protegía de una caída asombrosamente larga y mortal de necesidad. El cabello trenzado de Paula, largo y pajizo, revoloteaba al son de la caprichosa corriente de aire que en nada tenía que ver con los vientos de la pasada tormenta.

 Desde allí arriba, a una altura de cincuenta metros por encima del nivel del mar, sumada la del acantilado de Kopek y la de la propia estructura, Paula se maravilló admirando una vez más “nuestro reino”, llegando a discernir, tras las suaves colinas que rodeaban al faro, a resguardo en la ensenada y  con sus casas de tejados rojizos, las lindes del pueblecito de Kopek.

Paula saludaba, con la sonrisa de un prisionero liberado, el avance imparable del sol que desmenuzaba las rezagadas nubes de tormenta. Se dejaba acariciar la piel expuesta por el calor creciente y burbujeante. Pero la sombra demudó su claro e infantil rostro cuando comprendió, o recordó, que la tempestad siempre se cobraba su tributo al haber dado fin a su cólera: los campos deslucían apagados y marchitos, con sus flores arrancadas y barridas de su faz; los bosquecillos cercanos habían sido víctimas del juego perverso de los vientos, y las ramas, partidas, se hallaban diseminadas a los pies de árboles raquíticos y sobre la serpenteante senda que llevaba al pueblo. La playa, a los pies del viejo faro, ya no era blanca, sino gris y cubierta de desechos que el mar había arrastrado hasta la orilla, dejándola sucia y privada de gran parte de su arena, como si un enorme puño se hubiera cerrado sobre la misma con inconmensurable avaricia, justo bajo los cimientos de la estructura, dando un aviso al farero de que, quizá, con el próximo ataque le expulsaría para siempre de aquel codiciado paraje.

Era la devastación de siempre. «Los restos de la juerga», como solía decirle su padre cuando, una vez recobrado de las noches de tormenta y sin dormir, se disponía a limpiar los destrozos. «Debemos mantener la casa limpia, tanto para dentro como para fuera».

Una devastación que no era desconocida para Paula pero que, no por ello, le resultaba agradable de presenciar. 

Paula advirtió que allí abajo había algo extraño. Venciendo en parte el miedo a las alturas que en ocasiones la atenazaba, estiró el cuello y aguzó la vista. Entre los despojos traídos por el mar y entre las heridas abiertas en la playa, a no más de doscientos metros de distancia de la base del faro, una gran masa ennegrecida sobresalía desesperada y en silencio de entre la arena. Paula frunció el ceño y levantó la nariz, echando en falta el no tener a mano los prismáticos de su padre. 

Aquello parecía ser los restos de un barco. Paula advirtió al menos un mástil tronchado. Era enorme, aunque más de la mitad de su eslora seguía bajo el arenal.

Como después de cada tormenta, aún desoyendo las órdenes de su padre de no deambular por entre los despojos hasta que la resaca del mar se desvaneciera, Paula gustaba inspeccionar y hasta coleccionar objetos que abandonaba la marea junto al faro; al igual que hacía los días de tranquilidad. No había que perder las buenas costumbres, aún cuando muchas veces solo se encontrara basura.

«Todo lo que arroja el mar no es de nadie, hija mía». 

Siempre había algo con que maravillarse y sus tesoros favoritos eran los trozos de vidrio pulido durante décadas por las olas. La niña fantaseaba con la idea de que eran obsequios de vasallaje de la tempestad, de nuevo humillada ante el imponente faro.

Pero, si aquella cosa negra era un pecio, quizá podría encontrar un detalle, un tesoro por el que hubiera valido la pena todos los días de ostracismo y aburrimiento dentro de casa, sin otra cosa que escuchar que las maldiciones de su padre y la respuesta a las mismas por parte de un viento hostil.

Sin siquiera haberse percatado de que la visión del pecio había hecho recorrer un hondo escalofrío a lo largo del espinazo y de su temprana mente, Paula debió dejarse llevar por la urgencia de bajar las escaleras casi a trompicones y despertar a su padre para que pidiera ayuda por radio. Sin embargo, la niña se contuvo, sabedora, gracias a su en ocasiones sorprendente madurez, de que las personas que tripularon aquella nave hacía mucho que habían dejado de necesitar auxilio alguno.

Paula quería descender hasta la playa y observar los restos, descubrir algún minúsculo tesoro que añadir a su colección; aquello que le llamara la atención y podría llevar consigo de vuelta a casa, aunque su valor real fuera irrisorio.

Transportada por las alas de un absurdo sentimiento que confundió con la felicidad y olvidando el hambre que le pinchaba el estómago, Paula descendió los setenta y cinco escalones de la torre del faro, sin verse acosada por el vértigo ni por el miedo a tropezar con sus sandalias. Corrió por el pasillo, tras cruzar la cocina, y saltó al exterior por la puerta principal de la casa del faro, que daba la espalda a la torre y al mar.

Paula corrió sintiendo aflorar una risa algo tenebrosa en las entrañas, por la que no se preocupó lo más mínimo. Corrió por el prado y las suaves colinas mientras los bajos de su vestido recogían las últimas gotas de lluvia prendidas en las altas hierbas y sus calcetines se empapaban hasta la perdición. Se estaba jugando un buen resfriado por, simplemente, no darse la vuelta y coger las botas de goma que seguían, estoicas e ignoradas, junto a la puerta principal de la casa que acababa de traspasar.

Corrió y corrió. Llegó a la playa jadeando y esquivando los montículos de algas arrancadas y arrojadas lejos de sí, con despecho y de sus entrañas, por el celoso mar. Corrió aún hundiendo las sandalias en la arena que se adhería con apetito a la lana chorreante de los calcetines.

La niña se detuvo a escasa distancia de la enorme bestia negra, resurgida de la tierra, con las cuadernas a la vista y pobladas por una miríada de seres diminutos que las consumían con suma paciencia. Una honda tristeza hizo presa en su ánimo y clavó la avergonzada mirada justo sobre sus fríos dedos, cubiertos por unos calcetines mojados y una espesa capa de arena.

¿Cuántos años llevaría enterrado aquel barco de madera? ¿Cuándo llegó hasta aquella costa? ¿Cuál sería su nombre? ¿Quiénes serían las últimas personas que lo tripularon y que ya no necesitaban ayuda alguna? Las respuestas a todas estas preguntas también eran tesoros de inconcebible valor para la despierta imaginación y curiosidad de la hija del farero de Kopek.

Con timidez, Paula se acercó al pecio, tanto como para permitirse acariciar lo que quedaba de escobén tras alargar su delgado brazo. El tacto con aquella superficie la horrorizó y apartó los dedos, poseída por un novedoso e inexplicable temor reverencial. Dio un paso hacia atrás y se llevó las manos entrelazadas a la altura del pecho.

Un rayo de sol se centró en aquella posición y proporcionó un poco calor a la chiquilla. El miedo, cualquiera que éste fuese, se desvaneció y Paula bordeó con cautela el pecio, de babor a estribor, para ir recomponiendo en su mente cómo debió ser aquel barco antes de terminar allí. Ya había sentenciado, con infantil serenidad, que debía de ser un bergantín, pero también podría ser una fragata. Podría ser cualquier tipo de buque.

El cielo comenzó a despejarse del todo y el astro a hacerse sentir fuerte y pesado. Una sombra revoloteó desde las alturas para tomar posesión de la escoria.

«¿Por qué no está el lugar infestado de gaviotas dando cuenta del manjar adherido durante años sobre las maderas del pecio?», pensó Paula, desconcertada antes de alzar la mirada para encontrarse con los descoloridos ojos de una niña que le resultaba ser desconocida, subida a los restos del supuesto bergantín.

Paula se sobresaltó, pero rápido se recompuso, como era natural en ella, aun sin dejar de mantener entrelazadas las manos contra el pecho. 

La niña que se encontraba sobre el pecio, de cuclillas, tenía el pelo moreno y liso, cortado por la altura de la barbilla. Su rostro estaba tiznado por lo que parecía ser hollín, tan negro como los restos exhumados del barco. Su vestido, muy parecido al de Paula, estaba sucio y raído. Su minúscula boca daba al conjunto una firma de desdicha insoportable.

Paula reunió un poco más de valor aquella mañana, de ese perdido entre las matas cuando salió rauda por la puerta de la casita del faro con dirección a la playa, y se dirigió a la misteriosa niña con un hilo de voz:

—Hola.

La mirada descolorida de la extraña niña no se apartó un solo instante de la de Paula, incomodándola a ésta última de forma inenarrable. 

—Hola —repitió Paula, queriéndolo hacer con algo más de seguridad.

De nuevo, no hubo respuesta.

—¿Sabes que no responder a un saludo es de mala educación? —reprendió la hija del farero, de repente ofendida y sobrada de pedantería que pronto rebajó.

Si antes no hubo respuesta por parte de la niña del pecio, ahora la cosa no varió lo más mínimo. 

—Yo me llamo Paula —se presentó Paula, imprimiendo amabilidad a sus palabras y, por supuesto no dándose por vencida—. Tú, ¿cómo te llamas?

—Me llamo Araceli —respondió la niña de cuclillas sobre el pecio.

«¡Aleluya! Así debían de sentirse los aventureros cuando llegaban a tierras desconocidas y trataban de hacerse comprender», pensó Paula, embargándola una alegría que no estaba justificada.

—Hola Araceli.

—Hola.

—No deberías estar ahí subida, Araceli.

—¿Por qué no?

—Es peligroso.

Araceli no movía ni un solo músculo de su cuerpo y hablaba apenas sin abrir la boca.

—No es peligroso, Paula. Conozco muy bien este barco. Fue mi casa y aún no he encontrado en él lo que estoy buscando.

«¡¿Qué dice?! No debe estar en sus cabales», pensó Paula, recitando palabra por palabra una de las frases favoritas de su padre.

Araceli se reincorporó y caminó sobre los restos con asombrosa facilidad, ausente, como si Paula le resultara tan interesante como una mota de polvo. Paula comprobó que aquella niña era más baja que ella, aunque bien podría ser de su misma edad.

—Oye —insistió Paula con timidez, abochornada porque su estómago acababa de soltar un leve rugido que solo ella había escuchado, aunque no lo creyera así—. ¿Has desayunado? Yo no. Vivo en el faro. Si quieres…

Araceli giró la cabeza hacia Paula y ésta sintió cómo se le erizaban los pelos de la nuca. La niña bajó de los restos, posando sus pies desnudos en la arena.

—Tengo mucha hambre —confesó Araceli, quieta y con los brazos pegados al cuerpo, a corta distancia de Paula. La niña trató de sonreír a su anfitriona, pero enseguida cesó en el empeño y se sumió en una muda melancolía—. Pero he de volver pronto. Aún no he encontrado lo que ando buscando.

Ambas chicas hicieron el camino de regreso al faro en silencio. Araceli era terriblemente lenta subiendo el acantilado y las colinas, aunque a Paula le daba igual: se podía comprobar que estaba contenta como unas castañuelas si uno se molestaba en estudiar sus pasos saltarines, aunque ella ni se daba cuenta de ello. Aún siendo con aquella extravagante niña, Paula parecía haber encontrado a alguien con quien jugar, una amiga. Era algo en aquel  lugar.

A unas decenas de metros del faro, Paula comprobó que se había dejado la puerta principal de la casa abierta de par en par, señal inequívoca de la censurable emoción que la embargó cuando descubrió el pecio salido de entre las arenas de la playa. Soltó una carcajada y compartió tal descuido con su nueva amiga, Araceli, pero ésta caminaba tan solo, con las manos cruzadas sobre el estómago.

«Qué chica ésta…».

Pero enseguida Paula se compadeció.

«Estará muerta de hambre y de frío. Está descalza…».

Paula se había olvidado por completo de sus calcetines, encharcados de agua, y de los sucios bajos de su vestido de verano.

Antes de pisar la sombra que proyectaba la torre del faro, Araceli se detuvo en seco; alzó el mentón, abrió su pequeña boca y se abandonó al arrobamiento. 

—No reconozco este lugar —murmuró la niña—, pero, si tan solo si hubiera estado aquí cuando ocurrió todo…

Paula volvió a fruncir el ceño.

—Vamos dentro —invitó Paula, casi tirando de Araceli.

Ambas muchachas quedaron a la sombra del faro y entraron en la casa, siendo Paula seguida por la tímida Araceli. Recorrieron el estrecho pasillo y dejaron atrás el dormitorio del farero, que seguía sumido en sus sueños. En la blanca cocina, sirviéndose de una silla como improvisada escalera, Paula fue abriendo armarios y sacando todo lo necesario para acallar los rugidos de dos estómagos jóvenes y hambrientos. Leche, que vertió en un par de cuencos, pan cortado en rebanadas, mermelada y miel. Paula sirvió con generosidad a su invitada y también para ella misma.

Araceli se sentó en la silla del farero por orden de Paula, mientras ésta última ocupaba la que daba la espalda al pasillo y comenzó a comer con ganas y a hablar también, muy alto, acompañando sus palabras con sonoras carcajadas.

Araceli no contestaba, pero escuchaba todo lo que Paula le contaba.

Cuando Paula iba por su tercera rebanada de pan con miel, una corriente de aire le traspasó la espalda, erizándole todo el vello, precediendo a la irrupción de su padre en la cocina, legañoso, despeinado y ajustándose los tirantes.

—Ah, eres tú, papá —dijo con alegría Paula al darse la vuelta en su silla.

—¿A qué vienen tantas risas, hija? —preguntó el hombre mientras bostezaba y trataba de encontrar las palabras con las que interrogar a Paula acerca del festín que había organizado en la mesa redonda de la cocina.

—Le estaba contando a Araceli, mi nueva amiga, mis aventuras de cuando llegué al pueblo el año pasado —informó Paula, excitada—. La he invitado a desayunar y a sentarse en tu silla, si no te importa, papá.

El farero miró a su hija con la frente surcada de arrugas de preocupación y sudor seco.

—Pero, ¿qué estás diciendo, Paula? Aquí no hay nadie más que tú.

La niña palideció. Su última rebanada se quedó a las puertas de su boca cubierta por pegajosa miel. Se giró hacia Araceli y donde ésta había estado sentada hasta ese mismo instante, sobre la silla y el mantel, tan solo quedó un montón de arena fina y blanca de la playa de Kopek. 

Durante los siguientes días, varios hombres del pueblo se acercaron hasta el faro para inspeccionar el pecio que había encontrado Paula. Poco después llegaron un par de periodistas con grandes cámaras fotográficas, metidos como sardinas dentro de un minúsculo coche color azul pálido, quienes regresaron a la gran ciudad con la noticia de que habían sido descubiertos los restos de un velero y que, supuestamente, era el Húngaro, que había desaparecido hacía treinta años, durante una de las grandes tormentas de verano de Kopek, con su capitán, su esposa Marta y su hija, Araceli, a bordo.

Paula no quiso prestar oídos a los periódicos que su padre leía en voz alta y que dedicaban espacio a la noticia del hallazgo del pecio. La niña tan solo subía a lo alto del faro y, en silencio, se quedaba durante horas contemplando los restos ennegrecidos del navío.



FIN

Lectura de 20 de Marzo de 2017 a las 1200 horas



  • Barómetro: 757,5 (Variable). Encapotado
  • Termómetro: 15º
  • Higrómetro: 50%

20 de Marzo de 2017



jueves, marzo 16, 2017

«Like A Song», U2



Like a song I have to sing
I sing it for you
Like the words I have to bring
I bring it for you

And in leather, lace, and chains
We stake our claim
Revolution once again
No I won't...
I won't wear it on my sleeve
I can see through this expression
And you know I don't believe
Too young to be told
Exactly who are you
Tonight
Tomorrow's
Too late

And we love to wear a badge, a uniform
And we love to fly a flag
But I won't...let others live in hell
As we divide against each other
And we fight amongst ourselves
Too set in our ways to try to rearrange
Too right to be wrong, in this rebel song
Let the bells ring out
Let the bells ring out
Is there nothing left
Is there, is there nothing
Is there nothing left
Is honesty what you want

A generation without name, ripped and torn
Nothing to lose, nothing to gain
Nothing at all
And if you can't help yourself
Well take a look around you
When others need your time
You say it's time to go...it's your time
Angry words won't stop the fight
Two wrongs won't make it right
A new heart is what I need
Oh God, make it bleed
Is there nothing left...

Lectura de 16 de Marzo de 2017 a las 1200 horas



  • Barómetro: 758(Variable). Estelas de vapor
  • Termómetro: 15º
  • Higrómetro: 53%

16 de Marzo de 2017



miércoles, marzo 15, 2017

Ficha de fauna: tiburón zorro


Tiburón pelágico (Alopias Pelagicus)


Reino: Animalia
Filo: Chordata
Clase: Chondrichthyes
Orden: Lamniformes
Familia: Alopiidae
Género: Alopias

En mi afán de profundizar en estas fichas de fauna, hacía tiempo que tenía en mente tratar el amplio mundo de los tiburones, unos seres prehistóricos, auténticos fósiles vivientes, cuyas mandíbulas han provocado más de una pesadilla y de una mancha en los pantalones gracias al amigo Spielberg; además de ganarse una mala fama bastante infundada.

Por cuestiones de mera curiosidad, hoy trato al conocido como tiburón zorro.

El tiburón zorro, independientemente de su especie (común, pelágico y de ojos grandes), parece tener muchas partes de su cuerpo, que puede llegar a pesar 500 kilos, bastante desproporcionadas: está provisto de dos globos oculares de un tamaño tal que le permite la visión a grandes profundidades, además de anchas aletas pectorales y una exagerada aleta caudal (en contraste con su diminuta boca).

Su hábitat natural es el mar abierto en aquellas zonas cálidas del planeta, donde puede hacer uso de su especial fisonomía para desplazarse a gran velocidad por los abismos (pudiendo descender hasta los 550 m. de profundidad), aunque se suelen encontrar ejemplares jóvenes en los arrecifes de coral cercanos a la costa, enclaves adecuados para la caza, siempre surtidos de presas.

Su forma de alimentarse en muy interesante, pues se sirve de la aleta caudal, con la que guía a las asustadas presas, las agrupa y golpea, aturdiéndolas. Su boca es pequeña, provista de diminutos pero fuertes dientes con forma de gancho, por la que trasiegan peces, octópodos, crustáceos y aves marinas que nadan tan tranquilas por la superficie.

Su reproducción no es menos fascinante. La hembra está provista de dos úteros donde se desarrollan los hijos en sacos individuales, siendo lo más común que dé a luz dos pequeños tiburones (aunque ha llegado a verse parir cuatro ejemplares). Ponen varios huevos, pero siendo las crías oofagas, la más grande y desarrollada, cuando termina de alimentarse de la yema, se dedica a devorar a sus desprevenidos y débiles hermanos dentro del útero.


Lectura de 15 de Marzo de 2017 a las 1200 horas



  • Barómetro: 759,5 (Variable). Despejado
  • Termómetro: 14º
  • Higrómetro: 52%

15 de Marzo de 2017



martes, marzo 14, 2017

Guardia de literatura: reseña a «El cónsul honorario», de Graham Greene

Biblioteca El Mundo
Medios Estratégicos de Información
Actua SAT. 2003
320 páginas
ISBN: 84-96142-53-1
Greene discute con sus personajes acerca de Dios y el Mal, sobre lo que es el verdadero amor y la humanidad. Discusiones quizá demasiado profundas, enfangadas en diálogos casi interminables, pero que no cansan

Se afirma, o al menos así lo hace el prologuista de la edición que he disfrutado, Juan Tebar, que en todas las obras de Greene se desarrolla una historia de amor entre un protagonista masculino y una mujer, que no tiene porqué ser menor protagonista que aquel. Para mí, que tan solo he leído de este autor el título que ahora reseño, pero que he visionado un par de adaptaciones al cine de su obra literaria, tal aserto, quizá por pura ignorancia, no me parece acertado: es indiscutible la existencia de una relación sexual-sentimental, pero lo que he observado como rutina argumental en Greene es el vínculo entre los dos protagonistas masculinos, una especie de enemistad íntima que los lleva a compartir vida, mujer y hasta muerte. Aprecio en «El cónsul honorario» no pocas similitudes con «El americano impasible»; en esta ocasión, habrá una disputa entre un hombre maduro, Charley Fortnum, el cónsul honorario, y otro joven, el doctor Eduardo Plarr, por una chica que personifica un país, la exprostituta Clara.

Llegué hasta esta novela de la forma acostumbrada: deambulando por los pasillos de la biblioteca en busca de material con el que cargar hasta el río y dejar que la tarde se extinguiera entre las páginas de un libro. El título sobre el que llevaba días dándole vueltas en mis giros sobre la almohada había sido prestado a otro usuario tan solo unas horas antes de que yo corriera, febril y sudoroso, hasta las dependencias públicas. Como un tigre recién capturado, yendo y viniendo en su jaula, arañé el suelo con mis garras. Gruñí y acabé ante la balda de la que rescaté unas semanas atrás «El viejo y el mar», de Ernest Hemingway. Decidí retroceder en el abecedario hasta que tropecé con el nombre familiar de Graham Greene. Había unos pocos títulos entre los que escoger, pero la practicidad me aconsejó llevarme conmigo uno de los volúmenes más ligeros. Con decisión, arranqué «El cónsul honorario» de su sueño de polvo y olvido y me convenció su sinopsis, no por resultarme atractiva, sino porque daba a conocer el dato de que Greene trasladada detalles de sus sueños al papel, algo que yo también hago o pretendo hacer con mis relatos e historias.

No tenía idea de a qué me enfrentaba, pero la lectura de esta obra no me resultó ser tan pesada como se me advertía desde el mismo prólogo, pues la escritura al detalle es un estilo que trato de hacer mío en mis textos y por lo que, generalmente, no suelo gustar entre aquellos que solo son capaces de engullir con placentera voracidad libritos generosos en ridículos capítulos de hoja y media, tan de moda en los últimos tiempos: consumo rápido, sin tiempo para masticar y paladear recursos literarios; ver más que leer y punto pelota. Por supuesto, Greene no es de nuestra época; pertenece a aquella en la que se construía Literatura con firmes cimientos que perdurarían durante siglos, no frágiles castillos de naipes levantados sobre astillas, coronados con pendones de bestsellers, reyes de la Nada más Absoluta.

La narración que Greene despliega es vigorosa, ansiando retratar, con su particular hiperrealismo, las escenas que se forman entre líneas y los personajes que se asoman tras cada página. Los diálogos son largos y profundos, no propios de enclenques y famélicos niños-autores que infestan las praderas de la imaginación. Aunque podríamos subrayar, en el aspecto negativo de la obra, la constante burla del anglosajón sobre el pasional sudamericano, que se llega a confundir con pura y banal flema británica («un inglés nunca cometería un crimen pasional», o algo así llega a afirmar Eduardo Plarr); un intento del autor por dar a entender la particular idiosincrasia del Cono Sur que los de Albión (y otros puntos geográficos) nunca serán capaces de comprender, siquiera superficialmente. Así encontramos tres ingleses en la obra: el viejo y displicente Humpfries, el frío Plarr y el alcohólico pero sincero Fortnum; cada uno un espécimen de su raza en un mundo que les es del todo ajeno.

En el texto también apreciamos un ejercicio interno de comparación entre personajes reales y los de ficción que pululan en los capítulos y que Greene conoció durante su época argentina. Jorge Julio Saavedra es la personificación de muchos autores literarios sudamericanos, entregados pero demasiado pedantes para ganarse el aplauso del respetable y la crítica más allá de con ópera prima, cayendo bien rápido en desgracia y en el fondo de la letrina de la indiferencia. Un personaje patético a pesar de su lustroso traje de corte inglés, que se une elegantemente al grupo de secuestradores aficionados que confunden a Fortnum con el embajador norteamericano: un sacerdote que ha colgado los hábitos y se ha convertido en criminal, un poeta asesino al que le han arrancado varios dedos y un variopinto grupillo de almas perdidas.

Con todos ellos, Greene discute acerca de Dios y el Mal , sobre lo que es el verdadero amor y la humanidad. Discusiones quizá demasiado profundas, enfangadas en diálogos casi interminables, pero que no cansan.