La decimoquinta temporada del programa de televisión conducido por Íker Jiménez,
Cuarto Milenio, arrancó con fuerza con una emisión en directo y un tema que marcó época en la Historia reciente del crimen nacional: el secuestro, violación, tortura y asesinato de Miriam García, Toñi Gómez y Desirée Hernández en 1992, las conocidas como
“Niñas de Alcacer”. Hechos que acontecieron cuando yo contaba once años, lo cual justifica que mis recuerdos de aquella sean fragmentarios e, incluso, erróneos. Sí me acuerdo bien de que todo que acabó como un culebrón donde campaban a sus anchas la más vergonzante fantasía y el más bajo morbo en las bocas de muchos adultos y en las fértiles mentes de los prepúberes entre los que me encontraba. Aquellos eran tiempos en los que el terror (y la chabacanería) se retransmitía sin filtros por televisión.
Por supuesto, no guardo el impacto propio de quien hubiera vivido esos instantes con madurez y conocimiento, pero sé que cuando se nombra Alcacer todo gira sobre un solo eje.
Jiménez arrancó con fuerza (y hasta con cuarenta y cinco minutos de reloj sin cortes publicitarios), aunque a mí si no me ponen OVNIs de por medio como que me pongo a otras cosas (gustos y disgustos). Se brindaba al espectador la posibilidad de interactuar con el programa por medio una encuesta harto simple de tan solo dos opciones, lo cual me hizo fruncir el ceño en ésta mi “primera vez”. Yo fui uno de los contados que clicó a contra corriente; fui uno de esos raros que votó por la versión oficial como la correcta en vez de por la “alternativa”, esa que es un cajón de sastre donde caben las más alocadas teorías, la cerrazón embrutecida, el sinsentido y, por supuesto, las medias verdades o las verdades enteras sin pruebas que las sustenten.
Voté en tal sentido condicionado por mi pericia. Me he vuelto cínico y poco amigo de las soluciones fáciles que suelen procurar las teorías de la conspiración, siempre rodeadas de gritos, focos, sofocos y colorido circense. No cierro mi mente a la posibilidad (o certeza) de que en los crímenes de Alcacer participaran terceros a los que no se ha podido identificar, pero no puedo unirme al coro griego y vociferante que tiembla de placer acusador al meter con calzador el elemento perturbador, al típico y tópico “poderoso”, al potentado, al terrateniente, al señorito, al tipo en la sombra, a quien sea a unos escalones por encima (mira que le tenemos tirria), reencarnación del mal absoluto, el único que, por su posición y condición, puede poseer y desarrollar una conducta sexual anormal y asesina. Ricos, políticos, gente de la alta sociedad, etc., como si el amable vecino de enfrente, ya esté cubierto de títulos o con mono de trabajo, no pudiera ser un depredador de niños o un monstruo de otra categoría; como si dentro de todo Dr. Jekyll no pudiera caber un Mr. Hyde.
La propia sociedad, en su retorcida espiral de comportamiento, se pone en el caso de Alcacer (de nuevo) la venda y tira a matar hacia “poderosos” sin nombre como único medio posible de defensa psicológica ante un acto tan brutal.
—Esto lo ha tenido que hacer gente diferente al común de nosotros —aulla la muchedumbre.
Y, ¿qué hay más diferente al común que ese arquetipo de “poderoso”, el supuesto responsable de todos los males de la Humanidad?
Es como si un par de demonios barriobajeros, anormales de cabo a rabo, no fueran capaces de cometer atrocidades, algo que chirría con nuestros recientes sinsabores con los escándalos de las constantes manadas de violadores. Que yo sepa, entre ellos no había potentados o nombres propios con contactos en el cielo y en el infierno.
Trazar un círculo protector está muy bien. No lo niego. Pero no podemos ser tan simplistas, tan dados a los ingredientes que nutren pasteles como el de la xenofobia, por ejemplo, pues todo lo malo nace, como pústulas, de esos extraños al común. No podemos ser todos tan blancos.
Habrá quién, llegado a este punto del artículo, me espetará, con mayor o menor saliva, mi ceguera supuestamente interesada ante las patas cojas de la instrucción judicial, de los vacíos y errores… y de esa mano negra que quiere echar tierra por encima del caso, incluso por medio de juego sucio contra los padres de las menores asesinadas. Y a ello opongo mi experiencia como miembro activo del sistema legal, que es donde está el quid de la cuestión y donde no cabe la ilustración de “barra de bar”.
Hace tiempo se agotó mi paciencia ante el desfile de clientes que braman ante el malfuncionamiento de la Administración de Justicia. Digo que se me agotó porque algunos supuestos son de todo menos razonables. Muchas personas emplean el rápido recurso de la “mano negra” o “intereses en la sombra” que justifican tal o cual retraso, resolución, decisión, etc. Los hay que acusan al ministro del ramo de estar acosándoles pues no quiere que su caso se resuelva e impone que los jueces suspendan vistas por motivos falsos de enfermedad, etc. Es un ejemplo burdo, pero real, ante el que solo puedes poner cara de circunstancias. Pero no se puede confundir el “normal” malfuncionamiento de la Administración de Justicia con esas teorías en tinieblas que justifican absolutamente todo lo negativo de la existencia.
La Administración de Justicia española, tan formulista y decimonónica ella, como cualquier área del desarrollo laboral humano, está formaba por profesionales y chapuzas. Y como en cualquier otro ámbito, hay excelentes y serios profesionales y hay chapuceros negligentes y vagos, siendo que los aciertos y logros de unos quedan lastrados por los fallos voluntarios o involuntarios de los otros. Como en botica, hay quienes no dan, no quieren o no pueden (temporal o permanentemente) la talla; y en una instrucción como la del caso Alcacer se tuvo que dar la misma conjugación, más si cabe con una presión mediática impenitente y constante.
La conspiración que defiende el Sr. Fernando García, padre de Miriam, con todos los respetos que su persona y dolor merecen, no tiene porqué encerrar tejemanejes a nivel nacional para ocultar la identidad de unos supuestos verdaderos culpables que se embozan tras el dinero y la influencia. La conspiración, si existe, puede tener una respuesta como la que sigue: se está protegiendo la propia línea de investigación, así como a los miembros de la Policía judicial que participaron en la misma. La presión de los medios de información y la sociedad tuvo que ser de tal magnitud que no me extrañaría nada que en muchos autos y diligencias judiciales se crearan aberraciones contrarias al art. 24 CE y a la Ley de Enjuiciamiento criminal, algo que llevaría a la injustificable posibilidad de tener que retroceder hasta la casilla de salida. No hablo del tipo de errores que llevan a acusar a inocentes o a meros colaboradores dejando correr a los autores como liebres.
Quizá, si se sigue hurgando en la mierda, eso mismo que se le ha advertido al Sr. García, podría aflorar una coyuntura en las que los condenados tuvieran que ser reparados aún cuando toda prueba apuntase en su dirección, anulándose el procedimiento y la investigación, lo cual conllevaría a desechar cuanto hubiera en su contra.
¿Suena chapucero todo esto? Sí, pero creedme que en casos de delitos graves (homicidios, contra la salud pública, agresiones sexuales, etc.), un solo error en la instrucción, una sola vulneración del procedimiento puede hacer ganar la libertad al culpable más flagrante. Ese único detalle, esa aguja en el pajar, es lo que buscan los abogados más avispados y ahí es donde, a mi entender, podría estar la conspiración.
Deberíamos hacer un ejercicio de reflexión y dejar de ver los toros desde la barrera y opinar del torero. Ir más allá de la simpleza de los “hombres de negro”. Quizá deberíamos aprender de una vez que el coco puede ser de nuestra misma condición.