A raíz de estar empeñado en la lectura de la novela «Nosotros», de Yevgueni Zamiatin, me he dejado enfangar por los prólogos de la edición de Salamandra de mayo de 2023. Enfangar hasta más allá de la cintura porque ha sido un error abrir con tres espadas de la ciencia-ficción, separados por décadas de distancia y mucho más, que destripan y descuartizan sin pudor la trama de un título adelantado a su tiempo.
Tres espadas que son, por orden de parrilla, Margaret Atwood, George Orwell y Úrsula K. Le Guin. Y el nombre propio que me sirve de subterfugio para levantar esta columna de opinión es el de la autora de «La mano izquierda de la oscuridad». Le Guin, en un artículo escrito durante los años 1970, donde se pierde entre Invierno y los Cerros de Úbeda, da cabida a sus reflexiones sobre la censura del mercado literario y el sometimiento de los autores a la misma, colocando a Zamiatin como ejemplo a seguir al haber sido un escritor perseguido por el régimen zarista y, luego, por el soviético (a pesar de haber sido un ferviente bolchevique), un verdadero represaliado, aunque mentar al autor ruso no sea más que una muesca en el texto. Tanto es así que Le Guin, con su siempre delicada prosa, cuela una exhortación feminista a pie de página que subrayé para, ahora, dar candela. Dice así: “Por supuesto, el problema con nuestra libertad estriba en «quiénes» somos. Por poner un ejemplo, la libertad que nos legaron «los hombres justos» en gran parte fue la libertad de los hombres, no de las mujeres. Por fortuna, la libertad tiene propensión a distanciarse de la exclusividad, a trasladarse hacia la mutualidad; como todos los tiranos saben, cuando mayor libertad hay, más libertad quiere la gente. En el plano histórico, el sufragio femenino no se hubiera conseguido sin la previa existencia del sufragio masculino. Y a medida que prosigue la lucha feminista emprendida por las mujeres justas del siglo pasado, encaminada a obtener y mantener nuestras propias libertades, los hombres también van a encontrarse liberados en paralelo”.
Debemos recordar que el artículo, que lleva por título «Cuando Stalin se te mete en el alma», se firmó en la década de 1970 (entre 1973 y 1977), debiendo atenernos a esa fracción temporal.
Para alguien como yo, un hombre en la cuarentena en plenos años 2020, lo más destacable es la frase “Y a medida que prosigue la lucha feminista emprendida por las mujeres justas del siglo pasado, encaminada a obtener y mantener nuestras propias libertades, los hombres también van a encontrarse liberados en paralelo”.
Sin duda, las mujeres han ido conquistando derechos a remolque de los hombres. El ejemplo que da Le Guin sobre el sufragio es sobradamente gráfico y comprensible, pues es un derecho bastante reciente incluso para los hombres. Pero no estoy seguro de haber entendido el sentido de lo que quiere expresar Le Guin con esa frase de cierre y si coincide con lo que se ha formado en mi mente, pues no estaría muy de acuerdo con ella. Pero, claro, esto lo escribió en 1973 y 1977, y aún estábamos lejos del año 2023 donde la inversión en la carrera de derechos es bien diferente: si por un lado las mujeres han ganado derechos y libertades, los hombres los han perdido, cuando no son ambos géneros los que han extraviado artículos básicos.
No voy a reproducir aquí el caos de críticas y defensas sobre el devenir, deriva o destino final del feminismo español en los últimos tiempos, sino una serie de puntos sobre los que he estado cavilando durante un buen rato.
Como abogado adscrito al Turno de Oficio, en el último año me ha tocado conocer y llevar los casos de tres hombres denunciados por violencia de género. Mi opinión sobre estos tres individuos me la voy a ahorrar, pues no es de la incumbencia de nadie, pero durante esas intervenciones he podido sentir el miedo, y no es el miedo al que estamos acostumbrados todos.
Está el miedo de los agentes de Policía, cuya responsabilidad en los acontecimientos ha crecido de forma febril. Van con pies de plomo rematados con zapatos de hormigón y se sienten incapaces (como en otros tantos supuestos de cariz criminal), de dispensar una protección real a la supuesta víctima más allá de la de correr con los grilletes abiertos y el corazón en la garganta.
Luego está el miedo de los juzgados transformado en una ira propia de Juno, para cuyos responsables más vale cien hombres inocentes tras los barrotes que un culpable suelto si se dan las circunstancias favorables: es decir, si la supuesta víctima comparece y se ratifica en su denuncia, y si el ministerio fiscal recomienda otra cosa que no sea el sobreseimiento provisional.
Por ello está justificado el miedo de los hombres. Como me he expresado antes, no voy a compartir aquí mi opinión sobre aquellos tres que traté de defender como mejor pude, pero sí puedo decir que supuraban miedo por cuanto cualquier acción vista con malos ojos los llevaba esposados al fondo de una celda en el sótano de la comisaría más cercana y, luego, a los calabozos del juzgado de guardia. Cualquier acción que bien podría ser bien un malentendido o una mera suposición o prejuicio por parte de un testigo.
Tres fueron y los tres obtuvieron el sobreseimiento provisional porque así lo propiciaron, por el momento, sus supuestas víctimas. Pero, por este santo con extraña devoción, dos madres con sendos hijos bajo la carga de acusaciones graves de violencia de género ya me han susurrado que los hombres hemos perdido el derecho a la presunción de inocencia. Aun no sabiendo (ni queriendo saber) nada de sus casos, me lo soltaron así, a bocajarro, aunque yo ya estaba fogueado y sabía de ese pedacito perdido en mi cartilla de derechos fundamentales. Una de estas señoras, además, me confió que era feminista convencida y que llevaba décadas de lucha continuada por la igualdad de derechos y que ahora veía cómo su nuera, con mala fe y peores artes, se servía de las armas defensivas dispuestas legal y legítimamente solo para vengarse de un hombre al que aborrece tras haber quedado varias veces embarazada de él (y Dios sabrá qué más). Aún con falsedades, fácil le fue ganarse una orden de alejamiento, una pulsera y un botón del pánico, así como tener atado con correa al juez donde lleva el divorcio y las medidas.
Esta madre, con más pena que rabia —aunque la medida de los líquidos resulta casi paritaria—, se lamentaba pues su objetivo era y es la defensa de las mujeres y la igualdad con respecto a los hombres, pero no la creación de un sistema legal bastardo donde el abuso no se diferencia de la legitimidad.
Es de recibo que esta señora, prácticamente coetánea de Úrsula K. Le Guin, suscribiera eso de que a medida que las mujeres ganaran libertades, los hombres se sentirían más liberados. Pero eso sucedería en los años 1970, no hoy día.