Nuestro mundo siempre ha estado,
está y estará, sembrado de tragedias que desazonan nuestros corazones de forma
continua. Es difícil llegar a comprender su sentido y finalidad. Hacernos más
fuertes o recordarnos algo innato como es la empatía... Yo, al menos, no soy
capaz de vislumbrar nada entre esta niebla de sentimientos.
Este pasado fin de semana hemos
podido percibir los efectos amortiguados de una nueva tragedia. Una vez más en
los EEUU y con armas de por medio, cuando a Adam Lanza no se le ocurre mejor
idea que descerrajar más de un centenar de balas, por medio de un subfusil,
para acabar con la vida de 27 personas, entre las cuales 20 eran niños de muy
corta edad.
Estos son unos hechos que superan
marcas de sufrimiento, sobre todo cuando ha ocurrido en una localidad de
limitadas dimensiones y en unas fechas como las que están a punto de señalarse
en el calendario.
No queriendo perder la ocasión de
mostrar mis condolencias por las familias, he de confesar que una de las
principales razones por la que escribo este artículo es la de unirme a la
eterna lucha de voces respecto al descontrol armamentístico civil que sufre los
Estados Unidos gracias a la Segunda enmienda de su Carta Magna.
Dicha enmienda, tan antigua como
la propia Constitución en sí, dota al pueblo del derecho inalienable de portar
armas para su defensa. Es una clara actuación legal que obedece a su tiempo, en
una guerra revolucionaria en la que las Trece colonias rebeldes carecían de un
ejército regular, siendo, a fin de cuentas, un frente formado por hombres y
mujeres de todos los estamentos.
Además de la lucha de
independencia, con una fuerte base civil para combatir contra los leales al rey
Jorge y “para mantenerlo alejado”, se pensó en la delicada situación en la que
se encontrarían los Estados una vez obtenida su liberación. Aunque el país no
era, ni por asomo, tan grande como lo acabó siendo a finales del siguiente
siglo y en la actualidad, se encontraba inexplorado e incontrolado en buena parte,
con el problema de la inestabilidad política que acarreaba su simple presencia
con sus vecinos franceses al norte y españoles al Sur, por no contar la natural existencia de los nativos americanos.
Dicho derecho a portar y a
defenderse por la fuerza se extiende hasta al propio juramento de fidelidad a
la Nación, debiendo ejercerse contra enemigo extranjero y doméstico, lo cual
parece haber obtenido una nueva dimensión desde el 11-S.
Si tan sólo nos preocupamos en
acudir a las estadísticas de muertes por causa de arma de fuego, incidentes y
accidentes metidos en el mismo saco, se arroja una media total de 30.000 al
año. Y estamos hablando de un país seguro y en paz (la amenaza terrorista,
aunque superior en los EEUU, es connatural a todo Occidente y a sus aliados,
siendo nuestro país un triste veterano sin necesitar la intervención
islamista).
En la estadística de este año
2012, incluimos 27 en un solo día.
Siendo la aprobación de la Segunda enmienda de finales del
s. XVIII, su efectividad en el pueblo norteamericano no ha causado problemas
reseñables hasta fechas recientes, a pesar de ser una nación muy proclive a los
conflictos armados (Guerra de Independencia, Angloamericana, contra México,
Secesión, Indias, 1898, I y II Guerra Mundial, Corea, Vietnam, Irak y la actual
a nivel global contra el terrorismo (sin contar otras intervenciones de menor
entidad en comparación)), aunque solo se vio invadida en un sola ocasión.
Durante largas décadas el derecho
a portar armas, con sus distintas y paupérrimas regulaciones internas por
estados, permitía al padre (lo más normal) poseer armas de fuego para
proteger a su familia en territorios abiertamente hostiles y salvajes, con
presencia de peligros materializados en incursiones indias, bandas criminales,
renegados, desertores y, por descontado, animales del bosque con gustos nada
vegetarianos. Una vez alcanzada la estabilidad interna del país, el derecho
pasó a ser natural de aquellas zonas rurales y del centro americano como
utensilio de caza, pero, con el fin de la II Guerra Mundial y el crecimiento de
las ciudades y el aumento de la peligrosidad en las calles, resurgió el miedo
hacia lo que vagaba en la oscuridad al otro lado del cristal, en callejones y a
la salida infecta de cualquier garito. Esto sucede en los años ‘60 del pasado
siglo y va creciendo exponencialmente. Se considera en muchos lugares del país
lo más normal portar un revolver en la cintura, bien oculto, como en otros
tantos no. Sin embargo, debemos detener nuestra mirada y análisis en la
explosión industrial que sufren las empresas armamentísticas.
Puedo ver hasta lógico que
alguien vaya a una armería de su pueblo y se compre un revolver, pero lo que es
irracional es “disfrutar” de imágenes de centros comerciales en los que en
mostradores donde vas tú a ver las últimas novedades en smartphones en el
Carrefour, ellos tienen un arsenal que ya lo quisieran para ellos muchos de los
cuarteles militares de nuestro país. Salvo armamento pesado, parece que el
ciudadano de a pie tiene el derecho a adquirir y empuñar desde una simple
pistola hasta un fusil de francotirador, pasando por subfusiles de asalto y
otros de diversa índole para los cuales hace falta no un mero aprendizaje de
libro de instrucciones, sino formación militar para un manejo seguro.
Sin duda ahí radica gran parte
del problema. No estamos en el s. XVIII en el que la escopeta de caza, única
arma de la casa, es una herramienta, sino en el s. XXI en el que el vecino de
enfrente puede tener en el armario de su salón más armas que un campamento de
entrenamiento de Al Qaeda, sin que nadie le haya cuestionado absolutamente nada
de nada.
Es demencial y muchos tipos
trajeteados, en despachos de las últimas plantas de grandes edificios de
oficinas, se frotan las manos antes de coger su copa de coñac.
Un tipo entra en la sección de
armería del super de su ciudad y con tener la mayoría de edad y pasar un
cuestionario, lo mismo se compra una Smith & Wesson M&P, de seis balas,
que un AK-47 o un Armalite para reventar el culo a indefensas ardillas con
cargadores de 25 y tiro rápido.
Así no es sólo normal que haya
tantos casos de muerte por armas de fuego, sino hechos como los vividos en
Newtown, con un tarado que coge el subfusil de asalto de su mami, le reviente
la sesera, y gasta la mañana ejecutando niños.
Cuando hablamos de armas y los
Estados Unidos, la gran mayoría lo hace con la sonrisa bobalicona y engreída,
tachando a todos los yankis de idiotas, hermanos del pantano y endogámicos,
burlándonos de un pueblo formado de cientos de pueblos que nunca ha contado con
la ayuda de nadie y que no ha tenido otro remedio que el protegerse asimismo y
hacerse el gallo del corral porque nadie se iba a molestar en salvarles el
pellejo. Nuestra óptica, para tildarlos de paletos (aunque en muchos casos no
es errada), es la propia de un “blanquito” que ve lo de los demás como
inferior. Pero lo que sí es censurable y ahora parece que más voces se suman,
es la falta de regulación común y control sobre el armamento en poder civil
(facilitado por la voracidad empresarial), algo que ya intentó Bill Clinton
durante su mandato y que parece que ha necesitado la sangre de Newtown para que
se traten de tomar cartas en asunto. ¿Quedará de nuevo en agua de borrajas?
Algo me dice que lo más seguro. Pero mientras la Segunda enmienda no se regule
de forma precisa con reglamentos comunes a todos los estados de Unión,
impidiendo el acceso de cualquier persona a material diseñado para su uso
plenamente militar y limitando su posesión, así como controlando efectivamente
la misma, no se comenzarán a sentar unos cimientos para evitar que cualquier
perturbado u oportunista, decida coronarse como rey de la portada del periódico
del día.
Fue un error dejar la enmienda de
defensa nacional dormir durante décadas y no controlar los grupúsculos
paramilitares y separatistas que descansan a la sombra de organizaciones como
la NRA, los cuales, amparándose en su derecho, serían capaces de alzarse en
armas y abiertamente contra cualquier invasor y hasta contra el Gobierno
federal (antes del atentado contra el World Trade Center, la preocupación de los
Departamentos de Seguridad Nacional era la posibilidad más que certera de una
guerra civil). También el permitir que empresas con contratos militares provean
sin límite de armas de gran potencial a cualquiera que pague con una tarjeta de
crédito.
El peso del tiempo será lo que
impida remover una parte de su cultura revolucionaria y colonial y cuanto más
se tarde, más polvo se asentará sobre el mismo. La costra de la sangre lastrará
más.
Mi más sentido pésame a esas
pobres familias.
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