Dedicarse a destripar la obra de un amigo nunca ha resultado ser tarea grata ni fácil. No creo que la experiencia de años te permita, al final, suavizar el compromiso que asumes de forma voluntaria y gratuita, sin pretender ser otro más que eleva a su colega a los altares por quedar bien o por no dañarle. El perfil objetivo debería triunfar sobre todos estos miedos y el decoro y la amabilidad mal entendida.
En literatura, el peloteo condescendiente solo sirve para hacer cosquillitas en el vientre a los “dioses falsos” de las estanterías que, aunque lo último que hayan escrito sea pura mierda, hay que alabarlos por que en un día de su Pasado crearon algo maravilloso y su único nombre vende decenas de miles de ejemplares. Archifamosos cuyas palabras van a misa y que, más o menos, son como esos gurús de la modo que, vestidos como payasos, dicen cómo tenemos que ir los demás a la calle.
El mundo nuestro es así de extraño y repelente.
Por ésta y otras razones, voy a reseñar este pequeño libro de mi amigo David J. Skinner como si no le conociera de nada. Seguro que él lo preferirá así.
Y antes de comenzar, leamos la sinopsis de la contraportada: “Cuatros terribles crímenes, sin relación aparente entre ellos excepto las piezas de ajedrez encontradas en todos los escenarios, harán que tres personas completamente distintas, cada una con su propia motivación, se vean inmersas en una trama más retorcida de lo que podrían haber imaginado.
Andrés Núñez, un inspector de la policía ex alcohólico, se encontrará absorbido por el caso, mientras lucha contra sus propios demonios.
Fernando Roca, el comisario al cargo dentro de la Brigada de Homicidios de la Policía Judicial, deberá encontrar al culpable antes de que sus superiores decidan usarle como cabeza de turco.
Carlos Sanz, periodista y fotógrafo, estará dispuesto a hacer cualquier cosa para obtener el reconocimiento que, tras muchos años de profesión, está finalmente consiguiendo gracias a los recientes asesinatos.
¿Serán capaces entre todos de descubrir al asesino y detener los horribles crímenes? Y, ¿qué precio deberán pagar para hacerlo?”
Lo primero que te puede llamar la atención en esta novela de parca extensión (92 páginas) es la motivación de los tres protagonistas, vinculados entre sí más de lo que les gustaría. Buscan la feliz resolución y acabar con los crímenes que angustian su ciudad, pero no para calmar a la sociedad, sino por puro egoísmo. No nos encontramos tampoco con un Sherlock Holmes que resuelve asesinatos como si de un juego se tratara (bien podría haber algún Watson retratando estas cortas historias de Skinner). Nos podría resultar censurable la motivación del detective inglés, pero pronto veremos que hay deseos ocultos, muy simples, que pueden terminar por aparentar ser monstruosos.
Aunque suponemos que la ciudad en la que se desarrolla la trama es Madrid, David ha tenido el acierto de no mentarlo y de describir nada conocido o generalizado para que el lector construya su propia ciudad del modo en que se le antoje a la imaginación. Así no pierde el tiempo en explicaciones del escenario más allá de lo puramente necesario.
En esta ciudad “imaginaria”, los cuerpos se van amontonando junto a piezas de ajedrez, las cuales dan título a los capítulos, con una breve descripción técnica que esconde al lector más de lo que parece.
El inspector Núñez se ve con el agua al cuello, cuando no a la altura de la nariz cuando añade alcohol, con unos casos que, aunque relacionados, no tienen una vinculación más allá del modus operandi. Sobre él está el comisario Roca, un tipo bastante incompetente y que perderá por el camino cosas mucho más importantes que un posible ascenso si logra detener al asesino. Y orbitando sobre ambos, jugando a dos (y tres) bandas, el fotógrafo Carlos Sanz, un tipo que sabe demasiado y que es más avispado que toda la Brigada de Homicidios de la Policía, el cual genera en el lector una extraña atracción, esperando el momento de su nueva reaparición.
Desde escenas de crímenes a antros de toxicómanos, pasando por despachos de la Jefatura, corremos junto a Núñez en la resolución de unos crímenes que, a cada paso, se nublan más y más hasta que llega el curioso desenlace en el que el más inteligente resulta ser el más necio.
Yo echo en falta una extensión mayor al relato. Las 92 páginas terminan antojándoseme muy pocas aunque, de facto, han sido más que suficientes para crear, desarrollar y dar fin a la historia. Quizá algo más de profundidad en los personajes y en la tensión, junto a una mayor dedicación a los diálogos, en mi opinión, habría aportado mayor peso y profundidad a un argumento que no está nada mal. Pero bien es cierto que las historias de crímenes no son nada dadas al estiramiento innecesario, y para ellos podemos derivarnos a las joyas de Arthur Conan Doyle o Agatha Christie. Ese cierto vacío que se deja, a buen seguro, será llenado en futuras aventuras.
En literatura, el peloteo condescendiente solo sirve para hacer cosquillitas en el vientre a los “dioses falsos” de las estanterías que, aunque lo último que hayan escrito sea pura mierda, hay que alabarlos por que en un día de su Pasado crearon algo maravilloso y su único nombre vende decenas de miles de ejemplares. Archifamosos cuyas palabras van a misa y que, más o menos, son como esos gurús de la modo que, vestidos como payasos, dicen cómo tenemos que ir los demás a la calle.
El mundo nuestro es así de extraño y repelente.
Por ésta y otras razones, voy a reseñar este pequeño libro de mi amigo David J. Skinner como si no le conociera de nada. Seguro que él lo preferirá así.
Y antes de comenzar, leamos la sinopsis de la contraportada: “Cuatros terribles crímenes, sin relación aparente entre ellos excepto las piezas de ajedrez encontradas en todos los escenarios, harán que tres personas completamente distintas, cada una con su propia motivación, se vean inmersas en una trama más retorcida de lo que podrían haber imaginado.
Andrés Núñez, un inspector de la policía ex alcohólico, se encontrará absorbido por el caso, mientras lucha contra sus propios demonios.
Fernando Roca, el comisario al cargo dentro de la Brigada de Homicidios de la Policía Judicial, deberá encontrar al culpable antes de que sus superiores decidan usarle como cabeza de turco.
Carlos Sanz, periodista y fotógrafo, estará dispuesto a hacer cualquier cosa para obtener el reconocimiento que, tras muchos años de profesión, está finalmente consiguiendo gracias a los recientes asesinatos.
¿Serán capaces entre todos de descubrir al asesino y detener los horribles crímenes? Y, ¿qué precio deberán pagar para hacerlo?”
Lo primero que te puede llamar la atención en esta novela de parca extensión (92 páginas) es la motivación de los tres protagonistas, vinculados entre sí más de lo que les gustaría. Buscan la feliz resolución y acabar con los crímenes que angustian su ciudad, pero no para calmar a la sociedad, sino por puro egoísmo. No nos encontramos tampoco con un Sherlock Holmes que resuelve asesinatos como si de un juego se tratara (bien podría haber algún Watson retratando estas cortas historias de Skinner). Nos podría resultar censurable la motivación del detective inglés, pero pronto veremos que hay deseos ocultos, muy simples, que pueden terminar por aparentar ser monstruosos.
Aunque suponemos que la ciudad en la que se desarrolla la trama es Madrid, David ha tenido el acierto de no mentarlo y de describir nada conocido o generalizado para que el lector construya su propia ciudad del modo en que se le antoje a la imaginación. Así no pierde el tiempo en explicaciones del escenario más allá de lo puramente necesario.
En esta ciudad “imaginaria”, los cuerpos se van amontonando junto a piezas de ajedrez, las cuales dan título a los capítulos, con una breve descripción técnica que esconde al lector más de lo que parece.
El inspector Núñez se ve con el agua al cuello, cuando no a la altura de la nariz cuando añade alcohol, con unos casos que, aunque relacionados, no tienen una vinculación más allá del modus operandi. Sobre él está el comisario Roca, un tipo bastante incompetente y que perderá por el camino cosas mucho más importantes que un posible ascenso si logra detener al asesino. Y orbitando sobre ambos, jugando a dos (y tres) bandas, el fotógrafo Carlos Sanz, un tipo que sabe demasiado y que es más avispado que toda la Brigada de Homicidios de la Policía, el cual genera en el lector una extraña atracción, esperando el momento de su nueva reaparición.
Desde escenas de crímenes a antros de toxicómanos, pasando por despachos de la Jefatura, corremos junto a Núñez en la resolución de unos crímenes que, a cada paso, se nublan más y más hasta que llega el curioso desenlace en el que el más inteligente resulta ser el más necio.
Yo echo en falta una extensión mayor al relato. Las 92 páginas terminan antojándoseme muy pocas aunque, de facto, han sido más que suficientes para crear, desarrollar y dar fin a la historia. Quizá algo más de profundidad en los personajes y en la tensión, junto a una mayor dedicación a los diálogos, en mi opinión, habría aportado mayor peso y profundidad a un argumento que no está nada mal. Pero bien es cierto que las historias de crímenes no son nada dadas al estiramiento innecesario, y para ellos podemos derivarnos a las joyas de Arthur Conan Doyle o Agatha Christie. Ese cierto vacío que se deja, a buen seguro, será llenado en futuras aventuras.
Gracias por la reseña, Javier. He de reconocer que esta ciudad, y alguno de los personajes que la pueblan, volverán a aparecer en futuros libros. Y no será dentro de mucho...
ResponderEliminarA mandar!
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