Con el canto épico de “La Eneida”, Publio Virgilio Marón quiso
asentar, en la lírica y en las mentes de los romanos, un origen divino y glorioso
de la Ciudad Eterna, así como de las influyentes y nobles familias de aquel
entonces. Para ello no dudó en embarcarse en una aventura hacia el remoto Pasado y, tomando como punto de partida los versos de Homero, hacer una versión
paralela de los avatares de la ruina de Troya: el pérfido (para los teucros,
claro está) Ulises.
Con la entrada en la ciudad de
Príamo del caballo que portaba la traición griega, comienza la propia odisea de
Eneas, junto a su padre, hijo, amigos y refugiados a lo largo del Mediterráneo,
en busca de cumplir los designios del dios Júpiter de crear una nueva y
milenaria Troya en los campos ausonios. Sobre las no siempre tranquilas aguas
del Mare Nostrum, Eneas y sus compañeros de peripecias, con encuentros con
harpías y un Polifemo ya ciego, se ven más perdidos que un pulpo en un garaje,
no sabiendo encontrar la península itálica, lo cual nos hace sospechar de la
escasa pericia o conocimiento náutico cierto que había más allá de las islas
griegas.
Tras dejar inmolarse a su gusto a
la que llamó esposa, a Dido, reina de Cartago, Eneas regresa a la isla de
Sicilia, donde descansan, en sagrado sepulcro, las cenizas de su padre, Anquises.
Las naves troyanas fondean en los puertos un año después de su fallecimiento y
siete desde la ruina de Troya; siendo sus tripulantes totalmente ajenos a la
maldición de la monarca tiria que dará pie a la enemistad, hasta el aniquilamiento,
que surgiría entre la ciudad libia y Roma.
Sicilia era una tierra favorable
a los troyanos, ya que era el reino de Erix, leal a Ilión y regida por aquel
entonces por el anciano dardanio Acestes, el cual acoge gozoso a los desahuciados.
El hijo de Anquises quiere honrar
la memoria de su padre y de los manes de Troya con unos juegos muy bellamente
descritos por Virgilio.
La primera prueba, que es la que
voy a transcribir en prosa, es una regata entre cuatro galeras, origen, sin
duda, de nuestras competiciones de traineras.
Así cantó Virgilio de forma
vibrante:
“Llegó por fin el esperado día,
los caballos del sol habían traído, brillante y pura, la novena aurora. El
anuncio de los juegos y el nombre del ilustre Acestes sacaron de sus moradas a
los pueblos comarcanos: una alegre muchedumbre cubría la ribera. Todos fueron a
ver a los troyanos, y algunos dispuestos a batallar. Primeramente se expusieron
a todas las miradas, en medio de la arena, los premios destinados a los
vencedores; trípodes sagrados, verdes coronas, palmas, armas, vestiduras de
púrpura, un talento de oro y otro de plata. Al fin, desde una elevación, la
trompeta dio la señal del inicio.
Cuatro galeras de pesados remos,
escogidas iguales en velocidad de entre todas, comenzaron el certamen. Mnesteo,
que un día será italiano y dará su nombre a los Memmios, condujo con sus
incansables remeros la rápida Ballena. Gyas regía la colosal Quimera,
masa enorme, semejante a una ciudad, a la que empujaban tres filas de dardanios
jóvenes, y salió afuera la triple fila de remos. Sergesto, de quien trajo su
nombre la familia Sergia, se embarcó en el vasto Centauro; y a bordo de
la azulada Escila estaba Cloanto, el primero de tu linaje, noble
Cluencio.
A lo lejos, en el mar, se elevaba
enfrente de la ribera espumosa un risco que solía quedar cubierto bajo un
remolino de irritadas olas, cuando tempestuoso viento velaba los astros.
Silenciosa durante la calma, alzada por encima de la onda inmóvil su dilatada
cima, en donde los mergos gustaban reposar al sol. Allí Eneas mandó hincar una
rama de frondosa encina, límite de la regata, meta propuesta a los
contendientes, que habrían de doblarla en amplio semicírculo para volver al
puerto.
La suerte decidió la colocación
de las galeras. De pie en la popa, los capitanes resplandecieron de púrpura y
oro. La juventud que los acompañaba, coronada de álamo, con torsos desnudos
brillantes del aceite, se sentó a lo largo de los bancos y, tenidos los brazos
a los remos, esperó atenta la señal; los corazones saltaron en los pechos
agitados por el temor y el impaciente deseo de gloria. Al fin el clarín sonoro
dio la señal de partir. Todos inmediatamente se lanzaron de sus sitios; el aire
resonó con los clamores de los marineros y la onda se cubrió de espuma con los
esfuerzos de los robustos brazos. Los navíos la cortaron en surcos iguales,
todo el mar se abrió y se desgarró al golpe de los remos y a la embestida del
espolón armado de un triple diente. Menos rápidos en la carrera de carros, los
caballos devoraban el espacio cuando salieron impetuosamente de la valla; menos
ardorosos los conductores iban azotando el tiro con las flotantes riendas, y
látigo en alto, se doblaban sobre la lanza. A los murmullos y los aplausos de
los espectadores, que alentaban a los nautas con sus votos, resonaba todo el
bosque; las voces rodaban en la cercana playa, repetía el eco de las colinas
los gritos.
Adelantándose a todos arrancó
Gyas, aclamado por la muchedumbre, volando primero sobre las ondas. Con mejores
remeros, pero retardado por el peso de su navío, lo siguió Cloanto de cerca.
Detrás iban, en igual línea, la Ballena y el Centauro,
esforzándose por tomar la delantera. A veces precedía la Ballena; otras,
la dejaba atrás el enorme Centauro; a veces las dos galeras marchaban
iguales y con sus largas quillas surcaban emparejadas la amarga onda.
Ya se aproximaban a la roca y
alcanzaban la meta cuando Gyas, que seguía siendo el primero, gritó a su piloto
Menetes:
-¿A dónde vas torciendo tanto a
la derecha? Endereza el rumbo, acércate a la orilla y deja que la extremidad de
los remos roce, por la izquierda, la roca; la alta mar para los otros.
Pero temiendo los escollos
ocultos, Menetes desvió la proa de la meta.
De nuevo gritó Gyas:
-¿A dónde quieres ir? ¡Acércate a
la roca, Menetes!
Giró de pronto y vio que Cloanto
lo estaba alcanzando e iba a pasarlo. Cloanto se interpuso entre la galera de
Gyas y los escollos sonantes, se deslizó junto a la roca, dejó atrás a su
adversario, hasta entonces vencedor; dobló la meta y, ya sin peligro, navegó en
plena mar. Entonces vivo dolor encendió las entrañas de Gyas y las lágrimas
brotaron de los ojos del joven; olvidando su propia dignidad y el respeto
debido a los compañeros, precipitó desde la alta popa en las olas al tímido
Menetes, tomó él mismo el timón, convirtiéndose en piloto, excitó a los remeros
y volvió la caña del lado de la orilla. El anciano y pesado Menetes logró salir
a flor de agua desde el fondo del abismo; nadó hacia la roca, no obstante el
peso de su ropa mojada; trepó a la cima y se sentó en seco. Los teucros reían
al verlo caer y debatirse en el agua; no ríen menos cuando lo ven vomitar la
amarga onda.
Aquí una alegre esperanza animó a
los dos últimos, Sergesto y Mnesteo; la de adelantarse a Gyas, que había
perdido instantes. Sergesto pasó y se aproximó a la roca, pero su quilla sólo
llevó de ventaja la mitad de su longitud; el espolón de su rival, la Ballena,
rozó el flanco del Centauro. Mnesteo, recorriendo su nave, arengó a los
remeros.
-¡Fuerza, fuerza a los remos,
compañeros de Héctor, que yo elegí para mí en los últimos días de Troya!
Ocasión es ésta de mostrar nuevamente el vigor y el ánimo que los hicieron
arrastrar las sirtes de Getulia, las olas del jónico mar y las rápidas
corrientes del cabo Maleo. No aspiro al primer puesto, Mnesto no lucha ya por
la victoria. ¡No obstante, si fuera posible!… Pero, ¡oh, Neptuno!, triunfe
quien te plazca… No pasemos, al menos, la vergüenza de llegar últimos. Amigos,
librémonos de ese oprobio y considerémonos con ello vencedores.
Echaron todos el resto de su
empuje y se dejaron caer sobre los remos; la popa de bronce retembló y se
levantó al hincarse las paladas en el mar. Jadearon los marineros; agitaron sus
miembros y sus labios se secaron; el sudor bañaba todo su cuerpo. Un accidente
les dio el éxito deseado. Mientras que, arrebatado por su ardor, Sergesto
dirigía su proa a los peñascos para ceñir la vuelta, en el angosto espacio en
que se aventuró, encalló el desgraciado contra los salientes de los bajíos.
Retemblaron las rocas y se quebraron los remos contra las agudas puntas donde
la rota proa quedó allí colgada. Los marineros se levantaron gritando y se
detuvieron a recoger con garfios de hierro y madera los restos flotantes de los
remos. Entre tanto, Mnesteo, jubiloso y enardecido por este azar favorable,
invocó a los vientos y, merced a éstos y a los remeros que redoblaron sus
esfuerzos, bañó el mar sin obstáculos y voló por las tendidas aguas. Como una
paloma súbitamente ahuyentada de la pena que habita, del sombrío hueco en donde
anida, emprende el vuelo hacia la campiña y asustada primero bate ruidosamente
por el sereno éter, surca rápida el fluido azul moviendo apenas las veloces
alas. Así voló Mnesteo, así avanzó la Ballena, cortando las ondas
vecinas a la roca, así iba empujada por su propio arranque. Primero Mnesteo
dejó atrás a Sergesto, que luchó contra los salientes del escollo, implorando
auxilio en vano e intentando avanzar con los quebrados remos; después alcanzó a
Gyas y a la enorme Quimera que, navegando sin piloto, perdió ventaja.
Sólo a Cloanto le faltó vencer,
quien ya estaba casi en el fin. Mnesteo iba a él, y apelando a todo el resto de
sus fuerzas subió de punto al clamoreo; entonces, todos los testigos alentaron
su persecución y en el aire resonaron ruidosas aclamaciones. Los unos, como si
la victoria les perteneciese, se rebelaron ante la idea de perder un honor ya
conquistado y estaban prontos a dar la vida por conseguir el lauro. Enardeció a
los otros la esperanza en el éxito; podían porque creían poder. Y acaso las dos
galeras, llegando emparejadas, habrían compartido la victoria, si tendiendo
Cloanto ambas manos al Ponto, no se hubiese ganado con esta súplica a los
inmortales:
-¡Oh, dioses, que dominan en el
mar y cuyo imperio surco, yo prometo inmolar con alegría un toro blanco en la
ribera, al pie de sus altares; yo echaré sus entrañas a las amargas olas y
verteré en ellas consagrados vinos!
Dijo, y desde lo más profundo de
las aguas oyó su voz todo el coro de las nereidas y de Forco, y la virgen
Panopea. El mismo padre Portuno empujó con su mano poderosa el navío, el cual,
más rápido que el noto o que la alada flecha, voló hacia la playa y entró
victorioso en el puerto.
Entonces el hijo de Anquises, después
de llamar por sus nombres a todos los combatientes, proclamó por la sonante voz
del heraldo a Cloanto vencedor y le ciñó el verde laurel a las sienes. Dio a
cada nave tres toros a elegir, vino y un pesado talento de plata. Añadió, para
los capitanes, particulares distinciones. Para el vencedor una clámide de oro
de ancho bordado, en la que serpenteaba en doble orla la púrpura de Melibea.
Ésta representaba en el tejido el rapto del joven príncipe, Ganímedes, cuando
en las selvas del Ida, armado de un venablo, fatigaba en la carrera a los
ágiles ciervos, fogoso y jadeante; de súbito el ave portadora del rayo de
Júpiter caía sobre él desde la cima del monte, lo atrapaba con sus corvas
garras y lo remontaba en los aires; sus ancianos servidores tendían en vano los
brazos al cielo y los perros emitían furiosos ladridos que prolongaban las
auras. El que por su esfuerzo había obtenido el segundo lugar recibió una
coraza de brillantes mallas de triple red de oro; el mismo héroe se la había
quitado a Demoleo cuando lo venció a orillas del rápido Simois al pie de los
altos muros de Ilión, se la entregó a Mnesteo para que le sirviera de adorno y
de defensa en los combates. Los esclavos Fegeo y Sagaris apenas podían llevar
en sus robustos hombros su tremenda pesadumbre; aunque Demoleo, cubierto con
ella, corría persiguiendo a los troyanos en fuga. En fin, el tercero recibió
dos fuentes de bronce y copas de plata ornadas con figuras en relieve de
exquisita labor.
Ya estaban dados todos los
premios y, orgullosos con sus trofeos, se retiraban los vencedores, ceñidas a
las sienes vendas de púrpura, cuando, habiéndose desprendido con gran trabajo
del funesto escollo, perdidos los remos, volvió sin gloria la nave de Sergesto,
humillada y provocando risotadas. Cual serpiente sorprendida en medio de la
calzada, a la que rueda broncínea ha partido por la mitad o a la que un
caminante hirió con una piedra, dejándola quebrantada y próxima a morir; en
vano, para emprender la fuga, se retuerce en amplios repliegues; tremenda en parte,
encendidos los ojos, alza silbando la orgullosa cabeza; pero la otra, privada
de movimiento por la herida, retiene pegado al suelo al animal, que se agota en
inútiles esfuerzos por poner en juego sus tofos anillos. Así con el resto de
sus remos se arrastraba la galera de Sergesto. Sin embargo, desplegó las velas
y entró en el puerto a favor del viento que las hinchaba. Eneas dio a Sergesto
la prometida recompensa, contento porque se había salvado la nave y habían
vuelto sus compañeros. Era una esclava cretense, Foloe, hábil en los trabajos
de Minerva y madre de dos gemelos que a sus pechos criaba.”
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