jueves, marzo 21, 2013

21 de Marzo de 2013

CUARTO PODER


MANUEL MARTORELL | 21 DE MARZO DE 2013

El décimo aniversario de la invasión angloamericana de Irak es una buena ocasión para recordar los horrores de una guerra que, probablemente, provocó en España el mayor movimiento popular contra un conflicto internacional. Sin embargo, haríamos un flaco favor a la opinión pública si, tras estos diez años, nos limitáramos a repetir los razonamientos contra aquella agresión, sin analizar las posiciones que se mantuvieron ante la guerra, incluso reconociendo los errores cometidos al valorar la situación de Irak.

En primer lugar, habría que reconocer que, sobre todo en los primeros años de la guerra, se extendieron una serie de tópicos que deformaban la realidad de este castigado país. Así lo pude comprobar en junio de 2003 durante la entrevista que mantuve en su sede central, instalada en la plaza Al Andalus de Bagdad, con varios dirigentes del Partido Comunista de Irak. Contra la opinión que se había extendido ampliamente en España, no era cierto que la mayoría de los iraquíes apoyaran la resistencia armada contra las fuerzas de ocupación.

La persecución sin piedad de la oposición, las ejecuciones colectivas de sus cuadros y militantes, el genocidio kurdo y la sangrienta represión de los chiíes, enterrados por miles en fosas comunes, había dejado tal huella en la población que los llamamientos al patriotismo del Baath frente a los ocupantes no podían borrar tan fácilmente.

Como ocurría con este tradicional partido, el más antiguo de Irak, la mayor parte de las organizaciones políticas, incluso opuestas a la invasión, preferían aprovechar la coyuntura para instaurar unas reglas de funcionamiento democrático. Pese a ello y durante muchos meses, los titulares de la prensa española seguían difundiendo la idea de que “la violencia se extendía por todo Irak” y de que este país se estaba convirtiendo en el nuevo Vietnam para Estados Unidos porque el pueblo iraquí en su conjunto se había levantado en armas contra el invasor.

El apoyo a la Resistencia nunca fue la única ecuación posible como tampoco era cierto que se combatiera a las tropas de ocupación “a lo largo y ancho del país”, como también se solía decir. En muchas ciudades chiíes importantes, como Kut, Amara, Nasiriya o Diwaniya, las acciones de violencia fueron esporádicas, mientras que en la región kurda –un tercio del “Irak útil”- el clima de estabilidad ha sido la tónica durante toda la década.

Hoy hay que reconocer igualmente que se sobrevaloró el apoyo popular a los grupos armados, de la misma forma que se convertía, de forma burda, a las organizaciones que los rechazaban en marionetas de Estados Unidos. Demasiadas veces y demasiado ligeramente se utilizó la expresión “Gobierno títere” para referirse a quienes sustituyeron provisionalmente en el poder al régimen de Sadam.

Tal consigna intentaba ridiculizarles y les negaba autonomía de acción pese a que tomaron una serie de decisiones contrarias a los intereses de Washington: formación de una asamblea de partidos en vez del “consejo de notables” propuesto por Paul Bremer, rechazo al despliegue de tropas turcas anunciado a bombo y platillo por Ankara y Washington, adopción de un modelo político federal, aproximación a la República Islámica de Irán o exclusión de Ayad Alawi, “el hombre de la CIA”, para ocupar la Presidencia del país.

Desde algunas posiciones de izquierda se llegó a hacer una verdadera caricatura de la correlación de fuerzas dentro de Irak, dividiendo esquemática y simplificadamente el país entre antinorteamericanos y colaboracionistas. Y se tardó demasiado tiempo en comprobar que, dentro de lo que genéricamente se denominaba Resistencia, tomaban fuerza grupos yihadistas dispuestos a extender de forma indiscriminada el terror y la violencia sectaria.

Los primeros atentados con decenas de civiles muertos causaron consternación y sorpresa, pero la realidad es que esa forma de actuar ya era conocida entre los tristemente famosos Fedayines de Sadam (voluntarios internacionales que acudieron en defensa del régimen iraquí) y entre otros grupos que, como Jund al Islam (Soldados del Islam), derivarían en la organización mesopotámica de Al Qaeda.

Su grado de crueldad fue tal que para el año 2006 la mayor parte de las víctimas civiles eran consecuencia de estos atentados y no debido a los combates con las tropas norteamericanas. De hecho, se creó la paradójica situación de que buena parte de quienes se habían levantado en armas se echaron en brazos de EEUU, asumiendo las labores de limpieza que los norteamericanos no podían realizar en el Triángulo Suní.

Pero tal vez el mayor error de valoración que se cometió hace diez años fue no reconocer que Irak, desde su fundación, era un país desestructurado, creado artificialmente de acuerdo con los intereses imperiales de Inglaterra y gobernado por una minoría dominante a costa de la mayoría de la población. El latente enfrentamiento entre suníes, kurdos y chiíes, como está ocurriendo también en Siria, solo necesitaba la ocasión adecuada para aflorar con su real y dramática dimensión.

Como ha ocurrido en otros conflictos de Oriente Medio y de los países musulmanes en general, desde ciertos sectores de la izquierda española se afrontó la compleja situación de Irak con valores preestablecidos que impedían una adecuada comprensión de la realidad. Mientras otros países sustituían la presencia militar por la colaboración diplomática y económica, nuestra política exterior –gubernamental o no gubernamental- se ha mantenido anclada en posiciones hace tiempo rebasadas por los acontecimientos. Las consecuencias, a la vista están: como casi siempre, nos quedamos sin interlocutores y vamos a la zaga de lo que hacen los demás.

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