Resulta asombroso cómo te puede asaltar un claro pensamiento, uno de
esos que se te quedan fijos en el centro de la frente durante medio día. Hoy he
sufrido ese ataque, otro de tantos que se suelen producir mientras estás aseándote.
Sí, no es broma. Es como si la intimidad del baño y el silencio únicamente
interrumpido por el paso del agua, liberara la llave del cajón de los recuerdos
y de ideas que están ahí, tal cual.
Como quien no quiere la cosa, acabas llegando a la conclusión de que,
una vez superada esa barrera que supone la entrada en la madurez (cada cual que
la marque donde le venga en gana, lo mismo me da que si en la entrepierna o en
la cabeza, a gusto del consumidor, oiga), dejando atrás la etapa de infancia y
adolescencia, la época de las “sinpreocupaciones” diría yo, ¡cuántas horas he
desperdiciado en completas tonterías! Uno se pone a pensar en frío y hasta le
dan ganas de llorar por haber malgastado su tiempo de forma tan estúpida e
irracional. Se podría resumir que “mirando al techo”, en una postura que la
marmota en invierno hace algo más de provecho que tú, en bobadas que tenían su necia
lógica entonces y que ahora no fue más que matar segundos.
Sí, dan ganas de llorar.
La mente es vaga de por sí, pero la mía, por si fuera poco, no deja de
traerme ideas, como la naranja silvestre que casi cae encima de mi cabeza esta
mañana. ¡BONG! Sin embargo, me siento a la mesa, delante de la pantalla y es
imposible. Picoteo e Internet, esa bendición que resulta una abominación al
final, me consume. No soy capaz de concentrarme y “pierdo el tiempo” que podría
dedicar a terminar de una vez lo que tengo entre manos, de todo tipo de curro.
Sé que siempre rondo el mismo tema. Hay que organizarse. Tengo tantas
cosas en la cabeza que temo que el cerebro huya por mis oídos.
Cualquiera que me oiga hablar me verá con mil proyectos brotando de mis
labios, pero, al final… ¿qué pasa con todo?
Algo ha de cambiar.
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