lunes, junio 10, 2013

Historia de la vida del Buscón, de Francisco de Quevedo


Cuando hablamos de Francisco de Quevedo, al inmediato se nos materializa la imagen de un rostro serio enmarcado tras sus anteojos, con sonetos en ristre y con espada presta a ser desenvainada al más mínimo gesto de ofensa en cualquier inmundo callejón de la corte. Es lógico tener tal “memoria colectiva” sobre el bueno de don Francisco. Y es a él, en parte, al que debemos mucho del conocimiento a pie de calle del llamado Siglo de Oro, para lo cual no duda en utilizar la prosa e inmortalizar a Pablos, Pablicos, el Buscón, el prototipo de aprovechado con el que nos pasearemos delante de una galería pictórica o literaria de individuos a cada cual menos recomendable. Al que firma la presente, las páginas de la vida del Buscón no crean sino congoja al ver que los mismos pícaros y sinvergüenzas, vagos y pretenciosos había en una época de despabilavelas como en la de los Iphones. Seguimos con gente que trata de reírse de todo y de todos, como quien presume de lo que no tiene, provisto de ropas hechas a pedazos y que no tienen ni para un plato de sopa... Resulta inquietante el simple hecho de que al salir a la calle puedas poner rostro actual a algunos de los compinches del bueno de Pablos.

La obra, una novela picaresca de cuya autoría nunca Quevedo dio confirmación aunque resultase indudable, casi un “roadbook” a modo de homenaje irónico a la estructura de El Quijote, sufre de varios sobresaltos en su calidad de divertimento. Para mí la primera mitad es la más entretenida. Toda ella es descarnada, pero las risas son mayores en sus inicios, a pesar de que el catálogo de hambrientos y ladrones es desolador. Quizá sea más entretenida porque Pablos sigue siendo un pringado y diana de palos, agresiones éstas que relata con especial salero.

Exagera en no pocas ocasiones, alcanzando cotas sangrantes, más allá de lo meramente grotesco.

Como siempre sucede con estos títulos, el lector se ha de hacer, a la fuerza, con una edición comentada por la profusión de palabras y expresiones en desuso que para nada guardan un significado cercano a lo que una persona del s. XXI pueda creer o imaginar; y como botón de muestra tan solo nos tenemos que dirigir a la introducción escrita por el propio d. Francisco: a ver, ¿cuántos de vosotros sabéis qué se supone que es “vivir a la droga”? De poco os servirán esas ajadas clases de literatura del instituto. Ya no sois ningunos jovencitos.

En su apartado estructural, la división de sus capítulos es un tanto inconsistente. Algunos son muy extensos, mientras que otros ocupan poco más que un suspiro. Sin duda el empleo de “descansos” hubiera sido la mejor opción, pero ahora resulta un tanto gratuito andarse con estas chiquilladas con un genio de la escritura.

Ameno y divertido, a la par que recomendable para todo aquel que quiera tener una visión a pie de calle de esa España.

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