lunes, julio 08, 2013

Comparto algo con Stephen King

No, no os emocionéis al creer que me he hecho de oro con mis libros y que contáis con la amistad de un multimillonario aburrido. Para nada. No os llevéis a engaño.

Quizá lo más acercado sea el escaso atractivo físico, pero no me refiero a eso tampoco.

¡Dejad ya de mataros neuronas en tan bizantino intento y, simplemente, seguir leyendo! ¡Joé!

En una de mis continuas divagaciones diarias, algunas de las cuales terminan por emborronar algunas cuartillas de papel por medio de un bolígrafo azul, se me cruzó cierta escena de la novela Tommyknockers, y descubrí nuestra estrecha relación. El que él, Stephen King, escribiera algo así no fue un mero azar: sufre de la misma frustración que yo (y muchos otros). ¿A qué me estoy refiriendo? Bien, la protagonista es una joven escritora de novelas de vaqueros que responde al nombre de Bobby Anderson que tras el (¿feliz?) descubrimiento de parte de una nave espacial en sus tierras, con unos simpáticos bichillos en su interior, crea una máquina de escribir telequinética que trascribe sus pensamientos, incluso cuando duerme, lo cual le permite firmar la mejor obra que haya salido de la cornucopia de su imaginación hasta aquel mismo instante. Un libro de tomo y lomo, de premio, vamos. De los que se agotarían en los estantes de las librerías.

No me cabe la menor duda de que a King le encantaría inventar o que alguien lo hiciera por él ese aparato, eso sí, sin tener que sufrir los efectos secundarios de que tus genitales se conviertan en unos juguetones tentáculos.

Cualquiera que se haya iniciado en este mundo de la literatura, desde el Lado Sufrido, ha vivido ese relampagazo, esa escena maravillosa, cargada de trepidantes diálogos, de léxico expresivo y apasionante, de... Que se desarrolla sola en el metro o delante del espejo del cuarto de baño.

Sí, seguro que ellos, tú mismo, compartes este anhelo secreto con King. Sabéis a qué me refiero, porque luego, cuando te poner delante del bloc de notas o de la pantalla de ordenador para registrar lo que ha brotado libre y majestuosamente de tu voluble imaginación hace unos minutos o, incluso, segundos... Lo que termina enguarrando la página con tinta o con bits de información es... ¡UNA PUTA MIERDA! Sí, no hay otra forma de expresarlo. Relees lo que has “copiado” de tu mente y te preguntas que cómo te atreves a autodenominarte “escritor”. BASURA, BASURA, BASURA... Aquel instante de grandiosa inspiración, de palabras que florecen solas en la fértil oscuridad de tu frente, simplemente se marchitan. No son más que flores de camelia de escasos instantes de vida que, tras enamorar en la rama, caen al suelo pudriéndose de inmediato.

Yo también quiero la máquina de Bobby Anderson, pero... ¿Si se hiciera realidad ya no tendría gracia escribir? En la actualidad casi cualquiera puede escribir... ¿Se prostituiría el arte? Un poco exagerado.

Pero, dejémonos de estúpidas preguntas y vayamos al grano, joder. 

El vivir eso es frustrante y odioso, penoso, amargo, espantoso, nauseabundo y, al final, puramente humano.

El remedio consistirá en divagar delante del PC o del cuaderno, y no cuando te estás cepillando los dientes, pero las musas son así de cabronas...

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