Título original: Ôritsu Uchûgun: Oneamisu no Tsubasa (Royal Space Force: The Wings of Honnêamise) (Starquest). Japón. 1987. 121 Min. Género: ciencia-ficción, animación. Color. Director: Hiroyki Yamaga. Guión: Hiroyuki Yamaga, Hiroshi Onogi, Mary Mason y Kevin Seymour.
Por un campo nevado corre un muchacho. Su meta es alcanzar la costa para admirar a un portaaviones navegando por un mar azotado por el invierno. Tras verlo, nuestra mente ya nos pone en sobreaviso de que estamos accediendo a una ucronía. El navío es claramente una evolución del real Akagi de la Armada imperial nipona durante la segunda guerra mundial, del que está despegando una variante del Kyushu J7W1 Shinden, un aparato bastante común en este tipo de producciones del género. Pero esa escena contiene una narración en off por parte de ese muchacho, del protagonista principal, Shitotsugh Lhadatt, que nos deja algo descuadrados. Éste nos dice que siempre quiso formar parte, sin éxito, de la Fuerza aérea, pero nos confiesa que llegó a ser piloto. No pudo acceder por su baja calificación en su graduación y, sin embargo, terminó formando parte, por dicha razón, de la Fuerza real espacial.
Con semejante comienzo, bien podríamos exclamar un sonoro WTF!
Superados los títulos iniciales de crédito, nos encontramos en una versión diferente a la Tierra, no en una ucronía. En este planeta se ha vivido una evolución similar por parte del ser humano, pero cuya civilización, en el momento que retrata la cinta, ha alcanzado una evolución hacia una sociedad tecnológica “dieselpunk”, con pequeños toques medievales y ochenteros (que para algo es una producción de 1987).
En esta Tierra hay dos países enfrentados que parecen ser los únicos que existen, como si fueran, más bien, dos bloques: el Reino de Honnêamise y la República, y en medio está Lhadatt, oficial de la Fuerza real espacial, un cuerpo menospreciado por ser casi de broma, compuesto por elementos rechazados por otros ejércitos y que defiende un imposible como es el lanzar un hombre al espacio. Lhadatt, junto a sus compañeros, ven la vida pasar con resignación, incluso ante las muertes de sus camaradas en artefactos que acaban explotando sin que parezca importarle a nadie. Siendo objeto de constantes burlas, disfrutan de peleas y alcohol, además de sexo, entre las calles de la ciudad, noche tras noche, sin llegar a creer nunca en aquello a lo que se deben.
El protagonista es el más indisciplinado de todos, quizá por creerse el más inútil, pero todo cambia cuando conoce a Mitsuki Yayoi, una chica extremadamente religiosa con la que mantendrá una relación afectiva bastante errática en la que los intentos de él por comprenderla chocan con la fe inquebrantable y, en ocasiones, ilógica de ésta. Gracias a Mitsuki, Lhadatt se presentará como voluntario para ser el primer hombre en el espacio. Es el único que lo hace, sorprendiendo a sus camaradas, que lo tildan de loco y temerario, y a sus propios superiores, que siempre lo han considerado como poco menos que imbécil.
El proyecto avanza, pero no es más que una treta del Reino para iniciar una nueva guerra, sin embargo...
El mundo que se nos presenta en Royal Space Force es harto interesante, ya que fusiona el dieselpunk con la carrera espacial en su vertiente más conocida. La inclusión de la religión puede causar una especie de quemazón al principio, ya que es complicado su encaje, pero luego nos daremos cuenta de que es parte sustancial del elemento filosófico de la cinta, así como de los motivos finales del protagonista. Se pretende dar una réplica a la famosa frase de Yuri Gagarin de “Aquí no hay dios alguno”, con un revelación casi divina de Lhadatt sobre la Humanidad.
El avance de la sociedad por medio la guerra, algo histórico y científicamente probado, supone otra parte fundamental de la narración, siendo el culmen la conquista del espacio. ¿Supone que ya no tendría que haber más conflictos al haberse alcanzado la cima de la evolución tecnológica y social? Puede que esa sea la cuestión y que ya solo nos queda rezar para ser perdonados por haber “robado” el fuego del conocimiento.
Como parece habitual en muchos protagonistas de Anime de esta época, Lhadatt es el tipo que acaba enfrentándose a su destino a pesar de que acabe haciendo el payaso la mitad del tiempo, como si fuera una especie de son Goku astronauta. Pero su personalidad da cabida a un matiz oscuro que no termina de convencer, como cuando trata de violar a Mitsuki, escena en la que se cubre la necesidad de ofrecer una violencia que no se ha visto hasta entonces en la cinta y de satisfacer el gozo nipón por ver un buen par de tetas.
Es una película que pasó con mucha pena y nada de gloria por las salas de proyección, aunque acabó siendo de culto, llegándose a barajar la posibilidad de realizar una segunda parte, proyecto que se abandonó en 1992. Yo, en particular, no creo que necesite de segundas partes, aunque bien podrían haber creado una especie de franquicia.
Mítica en su último tercio, a pesar de que su banda sonora es más propia de un videojuego arcade, es un anime fundamental para cualquier aficionado.
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