miércoles, mayo 27, 2015

En busca de la Morss Piscis


El joven Urrutia, uno de los guardiamarinas a bordo de la fragata Gorgona para más señas, se detuvo, aburrido, ante la amura de estribor, cerca de la serviola; apoyó los codos en la borda, la barbilla en los puños cerrados y suspiró. Quería darle la espalda a la actividad que de desarrollaba a bordo del navío, la cual no tenía mucho interés para él, pero su problema, por llamarlo de alguna manera, lo tenía delante y debajo. Le dolían las piernas; todavía no se habían acostumbrado al reducido espacio del barco, aún cuando ya se habían agotado varias semanas de navegación y no había cosa que deseara más en la vida que bajar a tierra, estirar los miembros hasta desencajarlos y sin tocar con otro hombre, cabos o mamparos; pero era el oficial de guardia y tenía que quedarse en cubierta.

La fragata había fondeado en medio de una pequeña bahía, escondida en un punto indeterminado al Oeste de la isla que avistaron el día anterior. Varias anclas se hundieron el suelo arenoso y aseguraban la quietud del buque, reteniéndolo ante los bajíos y la raquítica playa de fina y blanca arena a donde llegaban tímidas las olas para solo morir. 

Aun no siendo muy altos, los acantilados eran escarpados y negros, asemejando las fauces petrificadas de alguna bestia antediluviana cerrándose sobre los incautos que se habían atrevido a interrumpir su milenario descanso. La lengua de arena era el cebo del depredador, rodeada de una floresta extraña y enrevesada. Sobre el húmedo piso de conchas, que cedía ante su peso, se fueron acumulando las lanchas y chinchorros, cargados con todos los barriles destinados a la necesaria aguada. Un arroyo venía a morir justo a aquella playa, por lo que el trabajo no tenía por qué intranquilizar tanto a los hombres, lo mismo si eran curtidos marineros que experimentados oficiales.

El joven guardiamarina centró su atención en sus afortunados compañeros en tierra. Por mucha preocupación que les causara haber fondeado en aquella extraña bahía, estiraban con placer las piernas. Nada entorpecían sus pasos el leve mareo propio de aquellos que abandonan el vaivén de la mar tras una larga travesía, y eso acrecentó el dolor en las extremidades del sufrido muchacho.  La envidia le podía, corroyéndole las entrañas aún más por aquellos que formaban parte de la partida que se había organizado para explorar el corazón de la isla y arrancarle a aquella avara roca las frutas y verduras comestibles que atesoraba; buscar un remedio para paliar los efectos del escorbuto que comenzaba a hacerse patente en el sollado.

Los hombres en la playa asemejaban atareadas hormiguitas con las que el frustrado y aburrido guardiamarina jugaba a perseguirlas desde la distancia con el dedo índice. De esta forma se percató de que había tres motas negras que se alejaban de un chinchorro, cargadas con todo tipo de aparejos, y que llegaron a los límites de la playa. En contra de toda lógica, comenzaron a escalar el acantilado No le hacía falta catalejo alguno para determinar la identidad de aquellos tres notas discordantes en la sinfonía de la playa: el cirujano Florián era quien encabezaba aquella extraña expedición y el culpable de la plaga que, por suerte, tan solo había contaminado a Juvenal, el guardiamarina más joven a bordo de la Gorgona, y a Coronados, un gaviero tonto pero con suerte. Los tres habían hecho piña con una afición casi malsana por el estudio de la fauna y flora; aunque el líder de la manada tan solo estaba interesado en reescribir correctamente las enciclopedias y los bestiarios y desterrar aquello que había introducido la superstición y la estupidez, aquello alterado con las narraciones de los marineros que seguían el vaivén de las olas en puertos y tabernas gracias a los efluvios del alcohol.

Las gaviotas del lugar, muy distintas a aquellas que el guardiamarina Urrutia había visto antes, se echaron a volar, enojadas ante la invasión orquestada por el cirujano Florián. El oficial de guardia se deshizo en carcajadas cuando la mota más grande, el desgarbado matasanos sin duda, tropezó y se cayó sobre su trasero, quedándose espatarrado, pero ileso, rodeado de afiladas rocas cubiertas de nidos y excrementos.

Una de las aviesas aves, que giraban en círculos sobre sus cabezas y que habían llenado el aire con sus horrendos graznidos, comenzó a atacar al cirujano y a sus acompañantes. Pronto se supo la razón, aunque para ello Urrutia tuvo que tirar de catalejo: se habían hecho con su polluelo. Era amor de madre. Sin embargo, de poco le sirvió a la pobre al no poder esquivar el varazo que Coronados le zampó, quebrándole un ala. Sin pretenderlo, habían conseguido la segunda captura del día para ser registrada en el cuaderno de notas de Florián, a la que acompañaría los dibujos de Juvenal, que se había descubierto como un virtuoso a los lápices, enriqueciendo aquella misión científica extraoficial.

El cómo Coronados se libró del estorbo de la gaviota a quién habían birlado el polluelo desagradó a Urrutia, quien volvió el rostro y a interesarse por las tareas a bordo de la fragata, ordenando que se dispusiera la verga para el izado de los barriles de la aguada. Por ello no pudo y no quiso dar cuenta de cómo el trío de naturalistas desaparecía tras coronar el acantilado.

Aún dolorido y con los calzones arruinados por culpa de los excrementos de gaviota que acabarían secándose y adhiriéndose a la tela, haciéndose uno con ella, Florián se sentía dichoso. Se había hecho con un polluelo de una especie que le resultaba familiar, pero que tenía unas características diferenciadoras a todo lo que había visto hasta entonces, y un ejemplar adulto que, por desgracia, el bruto de Coronados le había destrozado un ala. Ambos especímenes fueron enjaulados y “amenizaron” la ascensión con sus chillidos de terror, desesperadas ante el destino incierto que se cernía sobre ellos, pues no sabían ni comprenderían que el cirujano estaba dispuesto a cuidar de ambos mientras los estudiaba en su angosta camareta. Pero tales cuitas tendrían que esperar, ya que Florian quería saber qué había más allá del acantilado; comprobar si lo que había visto Juvenal el día anterior tenía algo de lógica y realidad. Ambos habían estado oteando la costa y percibido movimiento, pero el pequeño guardiamarina fue el que pegó un salto, casi metiéndose el catalejo por el ojo.

—¡Morss Piscis!

Juvenal se había obsesionado con uno de los pocos libros que cargaba Florián consigo en aquel viaje: una versión moderna del “Historia naturae maxime peregrinae”, escrito en 1635 por el jesuita Juan Eusebio Nieremberg. Lo que no sabía el oficial y compañero de expedición es que el cirujano estaba empeñado en hallar los verdaderos animales que inspiraron tales descripciones para tachar al autor y sus fuentes de fantasiosos quijotes. Y en aquellos pensamientos se concentró Florián mientras terminaba la ascensión del acantilado.

—¿Cree que son sirenas, señor Florián?

Esa y no otra fue la estúpida pregunta de Coronados, cargado hasta los topes con todos los pertrechos pesados. No podría haber realizado otra más ideal para sacar a Florian de sus casillas y de su concentración a medida que iba saltando de piedra en piedra.

—No, Coronados, no lo creo, pero pronto lo sabremos —respondió el cirujano con aspereza. La mención simple a las sirenas le irritaba, pues parecía que los marineros no vieran otra cosa maravillosa en la mar que mujeres con cola de pez. Pero, aún con su incipiente formación científica, no se atrevía a contradecir a aquellos que aseguraban haber tenido un encuentro con tan atractivos y peligrosos seres, pues nada hacía pensar en si eran reales o fantasías.

—Eres un estúpido, Coronados, son Morss Piscis —sentenció el altivo Juvenal.

Florián hizo un alto en el camino ya que le faltaba el aire y se sentía mareado. Le hubiera gustado hacer callar a Juvenal, pero, sí, Coronados era un estúpido.

—Maldita… No, no es por vosotros. —Y en cuanto recuperó aliento, continuó—: Hasta el pasado siglo no viajaban naturalistas a bordo de nuestros navíos. Eran viejos y decrépitos sabios que se limitaban a trascribir e interpretar, desde la comodidad y calor de sus bibliotecas, los subjetivos relatos de los marinos. Hay quien ha escrito libros sobre aves sin haber visto jamás un solo espécimen y, lo peor, es que a día de hoy sigue ocurriendo. ¡A día de hoy, a 27 de mayo de 1815! Es algo imperdonable, pero que hace prevalecer los cuentos de viejas.

El cirujano advirtió cierta sombra de tristeza en la tiznada faz de Coronados que duró lo mismo que tardaron sus reproches en enfriarse y, abandonados y mudos, caerse por entre los huecos de la rocas.

—¿Qué clase de científicos son esos mentecatos? —Florián no pudo refrenar un último impulso de desprecio hacia aquellos colegas anclados en los bestiarios medievales, ajenos a los avances de la Enciclopedia.

—Encontraremos Morss Piscis —repitió Juvenal—. Sé lo que vi ayer.

—¿En serio? —Florián se relajó—. No hay duda de que a donde nos encaminamos tiene toda la pinta de ser un buen lugar para encontrar tales bestias.

Y hacia aquel lugar, a la sombra del acantilado, continuaron, pasando por alto nidos y otros animales. Coronaron la cima y comprobaron que la isla caía en una pendiente suave y negra, calva de vegetación, para dar fin en el mar, en una playa de guijarros sobre la que varias formas grises descansaban al sol.

—Coronados, por favor, el catalejo. —La amabilidad con la que el cirujano se dirigió a su sirviente turbó a éste último, quien desde chico se había acostumbrado a recibir varazos y vejaciones por su escaso seso y por su desfigurado rostro, tan digno de estudio como cualquier planta o animal extraño que atrajera la atención de Florián.

El pobre Coronados atendió al requerimiento con aprecio, rebuscando con desesperación en la mochila de cuero. Cuando halló el tubo de bronce se lo entregó a su amo, quien se relamía los labios.

—No puede haber sido tan fácil —musitó Juvenal.

Sí. Parecía ser lo que buscaban, pero lo que llegaba aumentado por la lente y el espejo interno del aparato no parecía corresponder con el dibujo de la obra de Nieremberg. Las formas y tamaños eran semejantes, mas no parecían tan exóticos y maravillosos aquellos seres.

Cuando Juvenal tuvo entre sus manos el catalejo se sintió decepcionado.

—Espero que las gaviotas que hemos capturado sean algo más que simples gaviotas —dijo entre dientes el oficial.


Como en otras tantas ocasiones, me he dejado llevar por la imaginación a la hora de escribir este artículo. La figura que corona la página 257 del tratado o bestiario escrito por el jesuita español Juan Eusebio Nieremberg (1595-1658), se negaba a que me limitara a traducir del latín al castellano los apuntes referentes a ella y lo poco que hay más allá, extorsionando mi voluntad, la cual rindió sin pelear. El descubrimiento fortuito por mi parte de un ser mítico como la Morss Piscis —que se ha venido a identificar científicamente, según la interpretación del naturalista suizo Conrado Gessner (1516-1565), con la morsa (Odobenus rosmarus)—, ha alentado mi pluma para que volviera a fantasear con barcos de vela fondeados ante costas desconocidas.

Los apuntes que he ido tomando a lo largo de la tranquila, escasa y somera investigación los podéis encontrar a lo largo del propio relato, no siendo una invención mía el aserto acerca de la ausencia de naturalistas a bordo de los buques de las distintas naciones que navegaban por todo lo ancho del mundo hasta que se inician las grandes expediciones científicas en el s. XVIII; ausencia que se siguieron dando en fechas posteriores, ya que la obra que os he referido varias veces en este blog, “Narrative of the Expedition of an American Squadron to the China Seas and Japan” , en cuanto a su sección de ornitología, corrió a cargo de un hombre que ni siquiera formó parte de la misión: John Cassin. 

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