miércoles, septiembre 09, 2015

Bocazas de 1898


Se considera un hecho indiscutible que la guerra hispano-estadounidense de 1898 fue la primera conflagración impulsada por las calderas del Cuarto Poder: la prensa escrita. La gota que colmó el vaso fue la voladura del crucero americano Maine, acontecida el 15 de Febrero y que causó más de doscientas bajas mortales entre la tripulación. Pero la presencia de dicho navío en La Habana, puerto al que se había autoinvitado él solito, fue, en sí, la penúltima gota de una tensión creciente entre dos naciones.

Ese conflicto supuso el debacle final para el otrora Imperio español en el que no se ponía el sol y un corto pero buen comienzo para los yanquis en su recto camino para encumbrarse en los primeros puestos de las superpotencias mundiales, algo que conseguiría a finales de 1918. Lo que menos sabe la gente es que esa confrontación bien pudo acabar siendo conocida como la primera guerra mundial.

Cuando llegaron los telegramas dando noticia del drama del Maine, al amarillista William Randolph Hearst no le tembló la mano a la hora de publicar en su periódico, el New York Journal, un titular y un artículo con los que daba por sentado que lo que era para muchos y fue en realidad, un accidente, fue, en cambio, un acto de guerra cobarde perpetrado por el “enemigo”. Su inteligencia le llevó a omitir toda referencia expresa al reino de España, pero para cualquier hijo de vecino estaba más que clara la identidad de ese enemigo: el público norteamericano en general dio por hecho que la voladura del crucero Maine fue un atentado perpetrado por elementos hostiles españoles que suponía una declaración de guerra en toda regla, y la acusación, más abajo, de que se produjo por una mina submarina española, ya encarrilaba hasta al más privado de índice cefálico.

Incluso el New York Journal ofrecía una recompensa de 50.000 $ a quien lograra detener y entregar a la Justicia al culpable de tal acción.

El empeño por expulsar cualquier bandera europea del continente americano era algo muy propio de la clase adinerada y política más intransigente de los EEUU, la cual seguía la Doctrina Monroe con el mismo fervor con el que entonaba los cánticos religiosos protestantes cada domingo en su iglesia. La Unión era un país formado a golpe de inmigración, por ciudadanos de cientos de países de los que, literalmente, habían sido expulsados; era algo nuevo y diferente y que se sabía dueño de su propio futuro, que ya se auguraba como brillante.

Curiosamente, Washington, durante los primeros meses del conflicto colonial, en 1895, adoptó una postura neutral y favorable a los intereses españoles, para, más tarde y con la entrada en juego del presidente MacKinley, tensar la cuerda no poniendo freno alguno a que ciertos medios periodísticos se dedicaran a satanizar a todo aquello que oliera a «producto ibérico» y a que partidas privadas de contrabando (filibusteros) campasen a sus anchas por sus costas, partiendo desde Cayo Hueso con el único fin de aprovisionar a los mambíses. Esto último fue lo que más calentó los ánimos, pues la Armada española había dispuesto una red de guardacostas, no del todo eficaz, pero que, de vez en cuando, cazaba a «inocentes» yanquis abordo de barcos bien surtidos de armas y alimento con destino a un comercio ilegal de guerra. España actuaba conforme al Derecho Internacional reprimiendo tales líneas de contrabando, pero para los norteamericanos de pie, debidamente manipulados por ciertos medios, veían, en esos actos legales de policía de los guardacostas de la Cuba española, verdaderos y ofensivos actos violentos contra la soberanía de los Estados Unidos y contra, lo más importante (aunque en realidad importar importaba más bien poco): la libertad del pueblo cubano.

Sin embargo, ¿solo había bocazas en los periódicos de los Estados Unidos?

Como en los inciertos días que nos tocan vivir, esos mismos en los que éste que escribe, con vistas de lo que se pueda avecinar, ya practica con el brazo en alto «el saludo de la mano prensil» (que lo mismo me da la palma extendida que el puño cerrado), había bocazas por todos lados en ese 1898 y España no iba a ser la excepción. Las barbaridades que escuchamos y leemos día sí y otro también, exabruptos que reproducen los telediarios y los periódicos, extraídos de grabaciones de todo tipo —aunque, últimamente, brillan con intensidad las perlas que se esconden en los bajíos de Twitter—, eran también cosa fácil de encontrar por entonces, hace más de un siglo. Como botón de muestra vale un artículo publicado en La Correspondencia Militar, a 26 de Enero, con motivo de la incómoda estancia del Maine en La Habana. En dicha columna se nos hace constar la perturbadora falta de acción del gobierno de Madrid ante lo que se entienden como continuas provocaciones por parte de los Estados Unidos de América en las aguas del Caribe y las reclamaciones de MacKinley, quien  pregonaba, como si tal cosa, el indulto para los (a este lado) traidores separatistas cubanos.

La presencia del Maine en La Habana se entendía como una más humillación para España y la demostración de que en Washington se tenía constancia de que el gabinete español era débil; temiéndose, incluso, que dicho crucero pudiera protagonizar un golpe de mano en Cuba (lo mismo temieron los americanos ante la presencia del crucero acorazado Vizcaya en el puerto de Nueva York entre los día 19 y 25 de Febrero).

Del artículo destaca la que se podría considerar como una barbaridad, muy alejada de la diplomacia, si la entendemos en términos amarillistas al estilo Hearst:

«Ahora bien; ya que los gobernantes no se preocupan de la actitud provocativa de los Estados Unidos; ya que permiten que los buques de esta República invadan nuestros puertos; ya que consienten que la saliva de los yankees llegue hasta nuestra historia; ya que autorizan con su indiferentismo que el pabellón español, después de los triunfos conseguidos, esté a punto de ser pisoteado; ya que todo esto se tolera, se impone que las fuerzas vivas de la Nación protesten, no con el motín perturbador ni con la algarada sediciosa, sino con seriedad, con entereza, en forma adecuada para que nuestros buques de guerra salgan inmediatamente con dirección a la Habana a sepultar en el fondo del mar el cargamento de vergüenzas que con destino a España conduce a su bordo el Maine».

Cierto es que cuando uno escribe sobre cuestiones del tipo que sea, ha de medir muy seriamente sus palabras. Entonces aún se hacía lo propio, no como ahora, que gana quien más riegue el contrario con sus esputos. Sin embargo, la fuerza primera del párrafo y el mensaje final, aunque apaciguado, ¿podría permitir considerar que los militares españoles estaban buscando una excusa para lanzarse a una guerra ya perdida de antemano? ¿Podría incitar a alguien a hacer saltar por los aires al Maine? ¿Fueron artículos como estos, escritos a este lado del océano, los que sirvieron de base a Hearst y a Joseph Pulitzer para escribir sus beligerantes artículos y justificarlos? ¿Los propios reporters españoles sirvieron en bandeja una confesión falsa?

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