Al volver las aguas a su cauce natural llega el momento rehuido por casi todos: el de construir reflexiones objetivas y desapasionadas sobre cualquier tema que nos haya atribulado (o no) hasta entonces, importando bien poco la gravedad que éste tenga o haya tenido. Es una regla de oro aplicable a todas las discusiones de la vida, sobre todo cuando no tienes porqué participar de ellas.
Ahora que el otoño se ha desplomado sobre nuestras cabezas y espaldas, y los cielos grises y los paisajes arbolados teñidos en sangre hacen olvidar cualquier calentón propio de la época de estío y, para algunos también, de hastío, es cuando estos asuntos se convierten en triviales y estacionarios hasta que les toque renacer de sus plumas incineradas el próximo verano.
Rutina abotargada de cosechas y cultivos también para la lengua y la garganta.
Hace ya unas semanas que nos hemos olvidado, por fin, del Torneo del Toro de la Vega 2015, con sus polémicas y enfrentamientos; todo diversión reseñada un mínimo de tres veces al día por cualquiera de nuestros dispositivos rectangulares favoritos. Cantinela ininterrumpida mientras los meses estivales seguían vivitos y coleando: gritos y pancartas, puños en alto y cruce de salivazos.
Por suerte y por regla de tres, ¡loadas matemáticas!, ya no queda ni rastro de toda aquella civilizada y televisada batalla campal. Ahora hemos decidido tiranizarnos con otros temas más adustos y propios de degenerados sexuales que se ponen con unos señoritos sentaditos en corro, con corbata apretada y pensamiento único y totalitario en bocas que se derriten de gusto pronunciando el poco comprendido término Democracia. No sé si os habéis dado cuenta, pero parece que la peña ya no sale de marcha o ve una película: se queda de viernes a domingo noche, ambos inclusive, bien quietecita y pasmada ante la pléyade de programas de politiqueo y arreglamundos en una interminable caricatura de la caricatura.
Respecto a los toros, que vienen y van como las hojas del calendario, he llegado a una conclusión propia y exclusiva (de quien me lea dependerá si es excluyente o no, aunque bien poco me importa): No me gustan nada los festejos taurinos; en particular, el de la Vega me parece una salvajada y las corridas en general, pues, además de ser un espectáculo que me desagrada, me resultan aburridas. Tirando de acervo socio-cultural general y a nivel global: «para gustos, los colores».
Pero una cosa es meridiana: A pesar de que no me gusten los festejos taurinos, mucha menos gracia me hace ver a esos autoproclamados antitaurinos enseñadientes («que es lo que les jode») que denuncian la violencia por medio de la violencia. En todas y cada una de las ocasiones que estos individuos, amiguitos del torito, han tenido el gusto de cruzarse con mi persona, terminan transformándose, por arte y gracia de mi raciocinio, en pequeñas ratas sabiondas y amarillas, rematadas con un collar de perlas al cuello y voz aguda de la conciencia: Se convierten en un ejército unidisciplinar de Lisas Simpsons en el capítulo en el que la hija mediana de Homer y Marge toma la firme decisión de adoptar el vegetarianismo como único (y correcto) medio de alimentarse, pues se cree así superior moral e intelectualmente al resto de su familia y a todos aquellos que no piensen como ella (episodio 133, temporada 7, por si alguien se lo ha perdido, cosa que dudo). La pequeña Lisa pretende imponer su concepto y punto, sirviéndole en bandeja al guionista una metáfora y crítica perfectas sobre la extorsión totalitaria por medio de la fuerza inmediata y no por medio del ejemplo, medida ésta última más costosa y lenta, además de permisiva con las fugas al carecer de un férreo control.
Y la legión antitaurina de Lisas Simpsons no duda, pues los necesita con urgencia, en nutrirse de superiores y monjas laicas por mucho que se corrobore, en un trato cercano con ellos, que a algunos de sus integrantes (a semejanza que ocurre en otras organizaciones de «haz el bien, pero mira con quién»), los animales les traen un poco al pairo mientras se configuren como medio o canal perfecto para dirigir su rabia como vulgo hacia aquellos que consideran untermenschen morales. Denuncian la tortura y la violencia contra ciertos animales, pero no dudan en emplear métodos que afectan a otros animales («Liberemos a los visones de las granjas y soltémoslos en el bosque; da igual que la mitad muera atropellada en la carretera y la otra mitad se convierta en una especie invasora»).
Es digno de comentar que conozco a cierto individuo de los que gustan demasiado estar en primera fila de la manifa, rimando tortura con cultura, ¡qué poeta está hecho el tío! Muy simpático él, se viste para la ocasión con una camiseta en la que muestra a un toro ensangrentado y deformado (sí, deformado), pues la tela de polyester a duras penas comprime sus lorzas de digno defensor y devorador de cerdos (todo se pega); pero no duda ni un solo instante, en cualquier momento del día y del año, sin necesidad de concentración antitaurina alguna, en ofrecerte un par de hostias bien dadas si no haces lo que te dice y ordena, siendo que todo su lenguaje corporal es digno de estudio e inclusión en un libro de texto sobre el comportamiento humano, pues es hiperviolento.
La cuestión no es anodina en sí y hasta me causa cierto rumor intelectual en las bajas frecuencias del pensamiento cuando presencio delante mí las formaciones aguerridas de individuos que tienen como meta común (supongo que única también), la de acabar con los festejos taurinos en este país (y aquí es donde incidiré más adelante), restándoles poco o nada de sueño la posibilidad de llevar a la extinción a otra raza bóvida más que pacía tan mansamente en nuestro territorio (sí, habéis leído bien: otra más), pues los toros de lidia no son aptos para explotación (aunque tampoco es que a muchos de estos amiguetes les vaya mucho la carne y no les preocupa, cuando se impongan como idea-religión vegetariana (o vegana) única, la ejecución de un holocausto digno del empacho del dios pagano más sangriento y goloso, pues o serán los rumiantes o seremos nosotros quien se alcen con el control y degustación total de las praderas y los antiguos bosques reducidos a huertas). Como tampoco les importará erradicar de nuestras mentes algo que está intrínsecamente unido a una novedosa cuestión de moda supuestamente considerada como new age: La recuperación de las tradiciones populares anteriores al cristianismo. Como esto de marear un toro y trincharlo no es muy hippie, bien merece el desprecio más profundo, dando lo mismo que los enfrentamientos con bóvidos formen parte de la cultura general de todos los países ribereños o con contacto con el mar Mediterráneo (adoración y ritualística relacionada con el toro se constata desde puntos tan dispares como son los asentamientos castrexos del norte de Galicia hasta las cuencas de los ríos Tigris y Eúfrates)), siendo que las corridas de toros, en las que el animal representa a la oscuridad y el hombre a la luz que vence al mal (de ahí el traje de luces), no son más que la extensión natural y vigente de un culto que conservamos desde la Edad del Bronce.
Al final de cuentas, como esto de los toros es algo casposo y español, siendo lo peor esto último, pues muchos de estos legitimistas de la prohibición por tener algo que hacer, no son otra cosa que simplones iconoclastas y supuestos nacionalistas que esconden, bajo sus nada disimulados ropajes, puñales ponzoñosos con los que acabar con todo aquello que apeste a rojigualda. Las corridas de toros como son españoladas hay que erradicarlas; los correbous, como es algo catalán, hay que conservarlo, al igual que otros festejos que me conozco, propios de ciertas zonas nacionalistas en los que los bichitos no lo pasan nada bien, pero: «¡Que coño! Es nuestra tradición ante-Maketania».
De todo este menú de polémica cíclica de plato único (hasta que no tengamos otra cosa con la que perder nuestro precioso y no preciado tiempo, y calmar de paso nuestra mala conciencia (a semejanza de darle trabajo (limosna) a un refugiado sirio por la suerte de ser zancadilleado por la tele, dejando a nuestros remordimientos de niños bien de Occidente con la tripa llena y una sonrisa bobalicona en la cara mientras hay 400.000 personas más por ahí vagando sin rumbo fijo), lo que peor sabor de boca me deja es que estamos comenzando a dar por válida la defensa coercitiva de ideas e ideologías a golpe de berreo, amenaza y mamporro. Estamos a centímetros de ver de nuevo camisas pardas en las calles, aunque las nuestras no recen con nombres germanos. Nos parece ya hasta normal y cotidiano, y no tenemos ni el valor ni las ganas de objetar nada, pues, ¿de qué serviría? No se habla más claro, se grita más alto; es una turba revoltosa y violenta que ya se cree con legitimidad democrática para prohibir ciertos actos de la vida: son corridas de toros, algo que no nos importa, pero, ¿qué pasará cuando marquen un objetivo más alto? Prohibir esto, prohibir lo otro. Prohibir, prohibir, prohibir. Una democracia de prohibiciones y regulada hasta el absurdo pues, al parecer, en la actualidad vivimos en una dictadura de derechos que no interesan a algunos. Bien podrían mañana pretender (ya me gustaría verlo) prohibir el fútbol al cántico de: «¡Acabemos con el circo del pueblo!». Y es que cualquier corriente (religión, ideas políticas propias, etc.) que despiste al torpe y estúpido ciudadano de lo correcto (la felicidad impuesta), permitiéndole pensar como individuo singular, va en contra de la consecución de la meta final del supuesto líder proletario (pues es de salón y sus acólitos unos descerebrados), que no sabe lo que es un fábrica y no ha dado golpe en toda su puta vida.
«Camaradas, apañeros y demás, atención. Repitamos a coro y ojo con que alguien desafine: Como a nosotros no nos gusta y somos moralmente superiores a ti, vamos a erradicarlo y tú te callas. Venga. ¡Una vez más!».
Nadamos con soltura y regocijo en una angosta pecera infestada dictadorzuelos de pacotilla en potencia, algo que no causa sorpresa si echamos la mirada hacia atrás en los libros de Historia; es algo inherente a nuestro ADN de monos analfabetos y demócratas, defensores de la pluralidad «siempre que pienses lo mismo que yo».
Hay muchas cosas que me disgustan y me callo; sé que otros no piensan igual yo y no me creo infalible.
Me gustaría vivir en un mundo sin corridas de toros (o que éstas no finalizasen con un animal abatido sobre la arena), pero odiaría a muerte si tuviera que vivir en una sociedad en la que se hubiera logrado algo semejante a base de golpe sobre la mesa.
Para poner punto a este post, producto del tedio y de no ser capaz de divagar hacia los campos de la ficción en un día como hoy, deciros que soy más de los minutos finales del capítulo de Los Simpsons ya referido y de la filosofía de Apú:
—Como la canción de Paul: «Vive Y Deja Vivir».
—No. No. Era «Vive Y Deja Morir» —corrigió Paul McCartney.
—¡Qué más da! Tenía ritmo —sentenció Apú.
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