lunes, noviembre 23, 2015

¿Auténticos y desvividos defensores de la Naturaleza?

Hace unos días tan solo, apareció publicada en la prensa una noticia en la que se alertaba que la Comunidad autónoma de Galicia era, en relación al total del Estado, la que menos reciclaba

No pasé del titular; no lo leí; es más, sé del mismo por el boca a boca. Es algo demasiado habitual en los últimos tiempos en los que devoramos titulares como animales que se contentan con las cáscaras de los frutos. 

Pero ésta era una noticia muy significativa cuando nos levantamos y nos acostamos a diario poniendo el grito en el cielo por los índices de CO2 que emiten ciertos motores de la Volkswagen o por la boina injustamente nacionalizada como madrileña (pues no es exclusiva de esta ciudad), y que la sobrevuela durante los anticiclones. Significativa pues sobresale de entre los montones que forman el vertedero ético e hipócrita que es nuestro comportamiento como sociedad; ese mismo que nos sirve de escenario para representar el drama doloroso de lágrimas de cocodrilo producidas por la contaminación global, aunque no tanto para sentir empatía con el sufrimiento que causan nuestros propios caprichos contaminantes y consumistas a un simple obrero chino que ensambla las piezas del más novedoso y, por tanto, más ansiado smartphone, ese mismo por el que estamos dispuestos a dilapidar el 100% del salario de un mes. Nos indignamos al calorcito y brillo alegre del televisor aun sufriendo los males de la Tierra a una escala infinitesimal en relación con los chinos, los congoleños… 

Es tan bonito abrir la boca y quejarse para repetir por lo bajini la oración “virgencita, que me quede como estoy”…

Cuando aterricé en Galicia hace más de diez años, un titular de tal calado me habría, ciertamente, impactado. Ésta es una comunidad muy vinculada al sector primario, muy castigada por los incendios (difícil de olvidar el verano de 2006) y las mareas negras que cubrieron buena parte del litoral en más de una desastrosa ocasión. Es decir, una comunidad dependiente de una ordenada y respetuosa explotación de su tierra y su costa. Términos como «medio ambiente» y «reciclaje» deberían ser algo más que palabros sin sentido en un diccionario que nadie abre, algo más, por ejemplo, que la eterna, hipócrita y desfasada cruzada por erradicar de la ría de Pontevedra la papelera de ENCE, la única industria en el área (aparte de la BRILAT), y que se sustenta tan solo en cuestiones de olfato (nos hemos hecho tan finos como los barceloneses en cuestiones de olor a mierda), aunque cualquiera con más de cincuenta años a la chepa te dice que ahora no huele nada en comparación con lo que echaba entonces.

Sin embargo, pasados los meses y los años, el titular me parece tan ajustado a la realidad como un guante de seda a una delicada mano; incuestionable y sólido más allá de la simple valoración estadística. A decir verdad, no tardé mucho en ser testigo presencial de una serie de actos humanos que me dejaron ya atónito, sin necesidad alguna de que un avispado y aburrido periodista del 2015 trajera el tema a la palestra gracias a una noticia de efímera duración y que, probablemente, tan solo recuerde éste que os escribe.

Ahora bien, no quiero que nadie piense que procedo de un lugar en el que todos vamos a misa donde el contenedor de reciclaje. Allí había mastuerzos de los buenos, pero también acababa de abandonar una zona hiperindustrializada.

Cierto es que podemos afirmar que la vinculación rural del territorio gallego supondría una efectiva pero no cuantificable reducción del reciclado, pues se tiende a una reutilización de materiales para mantener ese tipo de vida (y no me estoy refiriendo al uso de somieres viejos como verjas para cerrar fincas); sin embargo, nada puede justificar comportamientos tan ofensivos como los que paso a relatar y que, a buen seguro, habéis presenciado vosotros mismos allá donde viváis. Esto no es feudo exclusivo de gallegos, ni mucho menos; pero, quizá, revoloteando a vuestro alrededor como torpes y cansinas moscas, no haya nadie pregonando a suave grito de megáfono “A defensa da terriña”.

Comienzo con una historia que me tocó muy de cerca pues la protagoniza una persona conocida y de antipático recuerdo. Este individuo, tratando una vez más de hallar las formas más insospechadas y absurdas de alimentar su propio ego y superioridad moral, se plantó un buen día delante de mí, muy orgulloso, anunciando a quien tuviera oídos ociosos o sin tapones, que se había gastado 60,00 € en comprar un cubo con varios compartimentos que distinguían entre basura orgánica, vidrio, papel y plásticos; de esos que te ocupan, con toda tranquilidad, una superficie de dos metros cuadrados. Hasta aquí, nada del otro mundo o digno de subrayar, sobre todo tras un discurso tan sentido como hueco en defensa de la Naturaleza que brotó con soltura por su enorme y pestilente bocaza. Nada como un banal gesto material y capitalista ante el mostrador de un bazar chino para demostrar que uno es superior moralmente al resto de los mortales.

La pregunta que se le formuló a continuación no estaba de más, creedme. Puede sonar estúpida, sí, pero dadme un poco de margen para que os hagáis perfecta y clara imagen de la persona en cuestión:

—¿Y vas a usar el cubo?

¿Cómo se nos ocurrió hacer tal cuestión? Pues porque nos conocíamos el percal.

—No. Claro que no —respondió con el mismo brillo orgulloso en la mirada que llevaba paseando toda la mañana—. Va a ir todo a la basura, que el contenedor de reciclaje me queda lejos de casa. ¿Para qué me voy a molestar?

¿Para qué? Para nada, es obvio. Vamos. 60,00 € para presumir y demostrar que se es idiota es un precio necesario y justo que hay que abonar sin quejarse.

Otra buena historia, que me marcó y que merece su huequecito en este post, sucedió entre las paredes de mi despacho, teniendo enfrente mío a una buena mujer cuyo nombre soy incapaz ahora de recordad, aunque tampoco es que esté haciendo esfuerzo alguno por salir de la duda. Torpeza mía. 

La señora acudió con la loable intención de contratar nuestros servicios justo cuando los rescoldos del verano de 2006 terminaron de enfriarse. Por aquella, la Consellería de Medio Ambiente de la Xunta pagaba a tocateja, sin preguntar quién y por qué, cualquier reclamación de daños al patrimonio ganadero, arborícola y agrícola que se presentara en el Registro. Todavía vivíamos en la ingravidez económica del país de Jauja y el dinero fluía a chorro, sin control alguno; todo fuera para contentar al paisano afectado o afectadísimo por los incendios que arrasaron la comunidad sin tregua durante los largos meses estivales.

Eran tiempos en los que había que agotar presupuestos aprobados («no vaya a ser que para el año que viene nos den menos») y que fomentaban una clase social muy característica de estafadorzuelos, cuyas consecuencias llegan hasta nuestros días, pagando justos por pecadores. En realidad, no era una fenómeno exclusivo de la Administración pública, pues un ejemplo muy claro de esto que digo lo veíamos en el campo civil y en las reclamaciones a seguros: antes se pagaba y punto; ni se molestaban en enviar a peritos, ni discutían el importe de facturas de reparación o informes médicos claramente interesados. Pero ahora todo es diferente: la simpatía de los agentes o corredores de seguros y de las campañas publicitarias se agota a la hora de contratar pues, cuando llega el momento de comunicar un siniestro, del tipo que sea, todo son pegas y la tónica es una nada encubierta acusación generalizada hacia la víctima o afectado de que es un estafador.

En aquellos años de los 2000, la década prodigiosa en la que nos creímos ricos, guapos y sobrados de paquete, la Administración se creía otro tanto. ¿Qué crisis? Las consejerías eran dirigidas por alegres funcionarios que aprobaban y firmaban con un sello de caucho mientras hubiera dinero suficiente en los bolsillos de los contribuyentes; qué más daba a dónde iba ese parné amasado a golpe de impuestos. Todo era poco para indemnizar a los perjudicados o no de tanto desastre ecológico. No importaba si en una parcela de cien metros cuadrados crecieran supuestamente quinientos palillos humeantes que, antes del paso del fuego, eran tan anchos como sequoyas milenarias. Tantos árboles, tanto dinero por cada uno y todos contentos, sobre todo el electorado

—Dios mío, es imposible, pero no importa, Manolo, amigo mío. Y, te lo digo yo y no vayas a ponerle oídos a otros, ¿eh?, no me jodas: ¡eso de que todos los jodidos protestan, pero de que no todos los que protestan están jodidos es ciencia-ficción! Dichosos aquellos que crean sin haber visto. Seamos católicos, romanos y apostólicos practicantes al menos para eso y nada más.

Como iba diciendo, la buena señora quería que le rellenáramos y presentáramos la pertinente instancia para reclamar los daños sufridos por pérdida total en varias parcelas en las que, por obra del espíritu santo, medraban con gloria divina robles centenarios (uno se pasea por los montes y se harta de ver pinos y eucaliptos, y aún estoy esperando la ocasión de admirar esos olivares que se dice que hay por esos lares de Dios). Cargando los bisoños sistemas de Google Earth y SIGPAC, no podía hacer otra cosa, delante de la pantalla del ordenador y de la señora, que arquear las cejas en un evidente gesto de interrogación, pues no veía por ningún lado esos ciento y pico robles de más de cien años en las parcelas indicadas, a no ser que estuvieran montados unos encima de los otros, embalados en cajas y colocados con carretilla elevadora en algún almacén de Ikea. Es más, teniendo a mano la superficie registrada de las fincas, era imposible físicamente tal profusión arborícola. 

Pareciéndome todo aquello un disparate, redacté la instancia, uní la documentación obrante y lo llevé todo a la Xunta. ¿Quién soy yo para discutir? Y la cosa debió salir bien, pues no se supo nada más de la señora.

Resultó que nuestra cliente era una más de esos listos que paseaban sus carnes ante los organismos administrativos aquellos días y que se forraron, en su injusta medida, gracias a la desgracia del fuego, que siempre está ahí, en el verano gallego y nacional, por dos motivos bien concretos: primero, joder al personal y, segundo, lucrarse. Hay quien lo conseguía gracias a ese «daño colateral», pues al paisanaje le solivianta cualquier estrago en su terrón de tierra, por mucho que ésta no sea mayor que la que cabe en una maceta, pero se tranquiliza siempre y cuando algún bobo toque el arpa y abone el metro cuadrado a precio de oro (he llegado a ver supuestos en los que se reclamaban, con venas marcadas en el cuello, la cantidad de 6.000 € por metro de una tierra que apenas valía un par de euros).

Pero esos tiempos pasaron a mejor vida y hoy se ve todo con lupa; los criterios administrativos han cambiado hacia una mayor fiscalización, con la activación de medios y medidas de prevención (no por ello más eficaces), y aquella cliente olvidada será uno más entre esos que se plantan a lo Chanquete ante la Xunta, ahora que los obligan a tener sus fincas limpias de residuos biológicas y respetando los controles antiincendios. Bueno, quizá no, que de todo hay en este mundo de Dios.

Descendiendo un peldaño en la escala y regresando al territorio semiurbano de Pontevedra, me veo en la obligación de haceros partícipes de otro acto cotidiano que aconteció durante el transcurso de una gris y lluviosa tarde de otoño, de esas que buscas como un poseso el cobijo de un techo y una estufa para secarte los calcetines. Vamos, un día en un mundo plomizo que tiene prisa por desaparecer por la alcantarilla.

De una papelería-librería vi salir a un hombre cargado con una voluminosa cantidad de cajas de embalaje, ya plegadas. Habían cumplido su cometido, así que sobraba su presencia dentro del establecimiento. Frente al escaparate y puerta se posicionan una digna y colorida colección de contenedores que cubren todas las necesidades humanas al respecto. Es más, el azul de cartón es el más cercano y los de basura los más alejados. Lo lógico y ético habría sido que aquel tipo, bajo la inmisericorde lluvia y desprovisto de cualquier tipo de prenda hidrófuga, hubiera corrido hasta el contenedor de reciclaje de cartón… Pero no lo hizo. Anduvo unos metros más para arrojarlo todo el de la basura. ¡Ole sus huevos!

No sé en qué momento de mi transcurso vital de mi historia en esta ciudad sucedió tal hecho, pero sí sé que resquebrajó la figura del gallego comprometido con la Naturaleza hasta el punto de que colapsara tal idea dentro de mi cerebro. Quizá debería haber encabezado con esta historia este corto compendio de horrores en cuatro actos, pero ya es tarde para modificarlo.

Para terminar, vuelvo a trasladaros a otra tarde de mi vida. Tranquilos que no caía del cielo ni una sola gota. 

Al llegar a la altura de un portal casi me atropella un chaval de unos dieciocho años, cargado con bolsas de residuos, camino también de los contenedores. Antes de que este sujeto abandonara la sombra del voladizo del edificio, el videoportero chisporroteó nervioso, transmitiendo la voz de otro joven.

—¡Ey! Tira los cartones y los plásticos a su contenedor.

Era una petición simple y fácil de cumplir, pues se advertía que se habían separado en casa los diferentes residuos; pero el cargado y arrogante porteador, con mejores cosas que hacer (por lo visto), replicó de mala manera:

—Y una miera. Va todo a la basura.

Me entraron ganas de aplaudirle con toda la ironía (que no es poca) que puedo destilar. Sí, señor. Debía ser familiar del protagonista de la primera historia de este recopilatorio de microcuentos, porque no puede haber otra explicación.

Y hasta aquí tengo ganas de contaros batallitas, pues no solo se me han acabado los ejemplos preciosistas que dan debida muestra del género humano más vulgar, sino porque ya os he robado demasiado tiempo con unas fruslerías que dan vómito. A buen seguro, todos habéis sido testigos de desfachateces de igual o mayor tamaño, pasados ya cuarenta años desde que Jacques Cousteau o Ziggy Stardust alertaran de que nuestro mundo se iba por el sumidero; en un planeta un 40% más contaminado (y subiendo) que hace cien años y en el que la solidaridad y respeto hacia nosotros mismos y las generaciones venideras son inexistentes.

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