No hay muchas actividades asequibles que se puedan hacer la tarde de un sábado de otoño en la ciudad de Pontevedra. Puede que lo más socorrido para espantar el aburrimiento más abrumador de entre los pliegues de tu conciencia, sin tener que abandonarnos al eco grave de nuestras pisadas entre las paredes blancas de un museo, sea el cruzar con sigilo felino las puertas de las librerías diseminadas por la urbe y acariciar los lomos de los nuevos lanzamientos, aún no llamándote especialmente la atención ni sus portadas ni sus sinopsis.
Un sábado en cuestión, ese mismo que quiero recordar mediante estas líneas y compartir con todos vosotros o, al menos, con los que queráis seguir leyendo (no tengo por qué señalizarlo en el calendario, como tampoco he de clavar un chincheta en el mapa para marcar el lugar donde transcurre la acción); resultó obvio que el universo, la casualidad o cualquier otra fuerza que escapa al control de los simples y simplones mortales, permitió que mis oídos recogieran una corta conversación (más bien, monólogo) entre una crispada (y creída) joven, de unos veinticinco años, y su «comprensivo» novio, quien tan solo buscaba, con sus torpes e interesados gestos y balbuceos, aflojar un poco más la goma de las bragas de su amada (todo tiene una lectura y un por qué, amigos).
Resulta abominable llegar a la convicción irrefutable de que hasta las librerías han dejado de ser refugios en los que pasar el rato entre menudos amigos que te reciban, tantas veces lo necesites, con las tapas abiertas. Tal vez es que me estoy convirtiendo en un bicho raro, cada vez más exigente y difícil de contentar; en un amante egoísta.
La esperanza que suponía salvar las puertas de la librería, especie de salvación para hacer más llevadero un sábado deambulando por calles y callejuelas con los bolsillos tan solo cubiertos de polvo, pronto quedó reducida a la nada. Pasé por delante de varias estanterías sin éxito y acabé deteniéndome donde, a priori, debería pasar de largo, como es la minúscula sección infantil. Por mucho que me pese y por escaso pelo que me quede, esta zona me es particularmente árida pues no me veo convirtiéndome en un estudiante aplicado que busca recibir a cambio un churumbel, aunque sea cocinado y enlatado al estilo Dahl.
Entre cuentos variados y la enciclopedia actualizada de Lego, me guiñó, muy coqueta ella, la reciente edición de Harry Potter y la Piedra filosofal, en formato apaisado y plagada por sus seres y lugares mágicos, trasladados al papel con la fuerza y belleza de la acuarela. Confieso que en un recodo de mis deseos por formalizar brilló el de leerlo o leérselo a ese vástago que no es todavía ni polvo de estrellas. Supongo que todo esto es el producto de la debilidad propia de un sábado aburrido y oscuro.
Pues bien, allí me encontraba yo, pasando las hojas y accionando los músculos de la sonrisa, ajeno a lo que me rodeaba, cuando dos manchas de color indefinido se colaron por entre un vértice de mi visión. Sobran las presentaciones, pues ya sabéis que se corresponden con los novietes que he mencionado hace unos párrafos.
Hurgando entre libros de dispares y alejadas disciplinas al que tenía yo entre las manos, el quejumbroso acento de la muchacha se coló por entre el Callejón Diagón y el camastro de Fluffy. Por mucho que me obstinara, nunca sería capaz de negarlo de forma convincente: aquel soliloquio, cuyo único público acabó siendo escuchado por su novio y, de rebote, por vuestro servidor, me resultaba familiar hasta la más vergonzosa extenuación. La chica hacía pasar un libro no más grande que un programa de fiestas de pueblo de una mano a otra. Su tono enojado fue ganando enteros, provocando que yo girara imperceptiblemente la cabeza para que mi pabellón auditivo recogiera cada una de las palabras que me venían de una distancia no más lejana que la que marca un metro en el sistema decimal.
—¡Mira este libro! —casi ordenó la muchacha a su chico-lapa—. Unas cincuenta páginas y con letra a 17 y lo publican. Y yo, que escribo más, que creo historias más elaboradas, no me publica nadie o tengo que poner yo la pasta.
Disculpadme, pues no es una trascripción literal. No tenía lápiz y papel a mano, pero lo que he escrito atesora todo el espíritu de sus palabras. Incluso si se las leyera a su sufrido novio, causarían en él la idéntica necesidad de dedicar a su damisela un par de palabras aduladoras y no muy rebuscadas que acariciaran el orgullo de la moza hasta llevarla al punto de ebullición.
Reconozco que yo también he sido, soy y seré, de los que se indignan en sus paseos entre estanterías al hallar ejemplares por los que cuesta dar con la razón que justifique tal derroche de dinero, celulosa y tinta. Otros muchos opinarán lo mismo de mis obras, pero supongo que el quejido de esta triste y agitada muchacha es el propio de todos aquellos que vivimos en las distintas plantas de nuestro particular nº 13 de la rue del Percebe del escritor: en esa zona baldía llamada «soy un don Nadie (todavía)». Poco importa lo que hagas ni no consigues hacerte leer, esa es la cuestión.
Pero, mientras se desarrollaba esta típica escenita, tuve tiempo (un destello, no más) para contemplar la portada del libro «criminal». No pude distinguir el título, pero sí reconocí a su autor y fue entonces cuando algo se manifestó en mi interior, exigiéndome perder el tiempo y escribir esta columna encabezada con un término en mayúsculas y tan sonoro como es el de «pedante».
Todos tenemos muy a mano ese derecho, socorrido, pueril y manipulable de quejarnos como el que más, de señalar con el dedo el origen externo de todos nuestros problemas y/o desgracias. Es connatural a todos los monos calvos con cerebro en vías de involucionar, escritores incluidos. De ahí que deba «poner la puntilla» a mi irritada y soliviantada compañera, esa misma que terminó arrojando el librito en cuestión contra la estantería con repulsión elevada a la enésima potencia; un ejemplar, pequeño y ridículo, sí, pero que estaba firmado por Milan Kundera.
Una cosa es protestar ante los vómitos literarios de autoría atribuida a individuos que no saben leer y, mucho menos, escribir; y otra bien distinta es demostrar a los oídos de cualquier extraño, que por casualidad deambula a un metro de distancia, la ausencia total y vergonzosa de cultura literaria, que lo mismo puede producir indignación que una descontrolada, socorrida y agradecida carcajada durante las últimas horas de un día que termina pasando sin pena ni gloria.
Querida compañera, allá donde te halles, procura entender que tu lengua y tu pluma hacen prácticamente lo mismo: transformar el pensamiento en material público. Sé que no me vas a leer; o puede que sí me leas pero ni te sientas aludida, ¿quién sabe?, pero aquí dejo mi mensaje para ti, con todo el cariño. Tómatelo como te venga en gana y extrae tus propias conclusiones.
No hay comentarios:
Publicar un comentario