lunes, febrero 29, 2016

«¿Has conocido a alguien que se haya suicidado?»

La pregunta cayó sobre mi ya algo tibio café como un jarro de agua fría, dejándolo del todo repugnante. De igual modo cayó sobre mis hombros. 

El bar se encontraba atestado de gente y hacía un calor sofocante.

Me quedé boquiabierto y estático, esperando acertar con el resorte neuronal que me permitiera dar con el chiste oculto entre interrogantes. Mi amiga me formuló semejante cuestión sin que advirtiera yo en su acento ápice alguno del tímido aplomo del desconocido que se acerca a otro para pedirle la hora; tampoco (menos aún), del matiz divertido de quien te hace caer en la cuenta de si llevas o no a mano un preservativo cuando ya te has bajado algo más que los pantalones.

Mi respuesta fue un aborto de carcajada, débil y entrecortada. Perplejidad retardada y digna de enmarcar para que fuera admirada por adormilados y desesperantes estudiantes de primaria en una excursión al museo.

Acto seguido, conseguí balbucear unas palabras (o eso creo que hice):

—¿A qué te estás refiriendo?

En la inmaculada sábana que suele ser mi frente, se sucedía una larga selección de escenas de películas sin título, con hombres ahorcados que arrojaban su sombra sobre la tierra y los vivos, y de mujeres agonizantes, sumergidas en agua caliente y con las venas abiertas.

—Suicidio virtual —me aclaró mi amiga mientras arrugaba la nariz, gesto comprensible hasta para mí. Desde aquella mañana yo había pasado en su escala fraternal de ser un tonto simpático a un estúpido rematado. «Estaba clarísimo a qué se estaba refiriendo».

Me eché hacia atrás en la incómoda silla que me había tocado en suerte e hice oídos sordos a las quejas de mis omóplatos.

Mi silencio aburría a mi amiga y ésta dejó de perder el tiempo conmigo, apartando sus ojos de corteza de roble viejo de mi careto pasmado. Tenía cosas mejores que hacer, como roer con desidia su ración de bizcocho. Y es que la chica es así, me he dado cuenta hace tiempo.

Yo, por mi parte, comprobando que me quedaba solo en una mesa para dos, me concentré en analizar el paisaje urbano que me rodeaba, acompañado por el hilo musical y mental de las dos palabras del día reproducidas en bucle: «suicidio virtual». Todo el mundo se postraba ante su smartphone; cabezas gachas y largos y finos cuellos, ideales para que el hacha cayera y terminara otra bonita función pública de decapitación. 

«Smartphone». La primera vez que escuché semejante palabreja tecnológica fue viendo el primer capítulo de la primera temporada de la serie de televisión «Sherlock». No hace tanto de aquella.

Todos los clientes del bar interrumpían constantemente sus importantísimas y banales conversaciones con el tipo o la tipa de enfrente para atender a las llamadas del Whatsapp y responder a golpe de pulgar angustiado y sonrisa salvaje con otras importantísimas y banales líneas de pensamientos. Si me hubiera preocupado en cronometrarles, podría incluso haber obtenido una media que me permitiera escribir un artículo científico al respecto (bien pobre, en fin) y que quedaría ahí, para la posteridad y para que nadie lo leyera.

Incluso mi amiga se había puesto a desgastar la pantalla de su dichoso teléfono. La ración de bizcocho, que había picoteado tras mi balbuceo, quedó a medio acabar (y así se quedaría para cuando la camarera recogiera el platillo, para regocijo de los animales que hurgan entre los restos de nuestra decadencia). 

Todos allí ventilaban y lanzaban al éter hasta el más mínimo e idiota de los secretos de sus vidas; los veía transformados en libros impúdicamente abiertos de piernas, inconscientemente dispuestos a que un depravado (o mil) les follasen hasta dejarles en carne viva el coño o el culo o ambos. Habían tomado una pastilla que ni Alicia se habría atrevido a olfatear y se habían transformado en fachadas que daban a patios no tan interiores, cubiertos de orines de humedad y tenderos de trapos grises y secreciones.

Si mi amiga me hubiera otorgado el privilegio (¡oh, diosa!) de esperar, de darme un segundo o dos para componer una respuesta a su pregunta, podría bien (si hubiera sido lo suficientemente rápido y locuaz) haber escuchado una bien rotunda como la que sigue: 

—Sí, he conocido a gente que se ha suicidado virtualmente, que ha borrado todo su Pasado (¡ilusos!) de las redes sociales y que han eliminado sus viejas cuentas de correo electrónico. Gente de la que solo obtengo como señal una respuesta de fallo dado por el sistema cada vez que les mando una felicitación en copia de carbón oculta.

Obviamente, yo no significo nada para esos perdidos y puede que se diera la misma situación en la dirección inversa, pues si me acuerdo de ellos se debe a la irrupción ocasional, pesarosa y nada bienvenida, de  ecos preñados de aburrimiento que no se merecen la generosidad por nuestra parte de ser confundidos con la nostalgia. Y me resulta hasta grotesco comprobar que esos suicidios se han dado en gente a la que recuerdo pegada a Internet como Cyrano a su nariz; que se rascaban el fondo de las talegas en tiempos legendarios para pagar la tarifa ADSL de 24 horas; que abrían en canal las torres de sus pcs para colocarles tantos ventiladores como el aparato podía soportar.

Pero, ¿qué extraño suceso pudo haberles convencido para protagonizar semejante espantá moderna y de cara a la pantalla del monitor? ¿Fue la toma de conciencia de su desnudez, de pronto adquirida tras saborear hasta las heces el fruto del árbol? ¿Vivir la experiencia de asistir a una entrevista de trabajo en la que a la mesa del entrevistador le temblaran las patas ante el peso del expediente que habían recopilado de sus personas, directamente extraído de un muro de Facebook? Son tantas las preguntas que ya se me engarrota la mano solo de sopesar la necesidad o no de trascribirlas aquí, pues el cerebro no duele.

Preguntas que son, a su vez, razones que les tutelaron para tomar semejante decisión autolítica y virtual, sin siquiera dejar una nota de suicidio (qué falta de tacto hacia los demás), y que me son tan desconocidas como carentes de interés, al fin y al cabo.

Yo ya pululaba por la Red, muy por la superficie (algunas cosas no cambian nunca) hacia el año 1999, ganándome a pulso el adjetivo de rarito por tener una cuenta de correo electrónico (no os imaginaríais ahora el acalorado bochorno que me granjeó el que la pandilla se enterara de que administraba una web en un servidor ahora tristemente desaparecido). Pero las redes sociales siempre me dieron un poco por saco y hasta que no me dieron una soberana paliza con ellas («si no puedes con ellos, únete», es lo que dicen), no pasé el trámite de la inscripción, tanto de Facebook como de Twitter, herramientas que nunca consideré como de trabajo y que, a decir verdad, me suponen más bien una distracción del todo intolerable, a pesar de su lado bueno, con el que he podido contactar con gente con mis mismas aficiones y hasta con amigos de otros tiempos.

Haciendo mía una línea de diálogo de un capítulo digno de recuerdo de «El asombroso mundo de Gumball»:

—¡Internet no está atacando con su arma más poderosa!... La pérdida de tiempo.

Ahora trato de atarme en corto con esta tecnología y emplearla tan solo a fines laborales, y cierto es que está siendo duro.

Durante largos meses y años, en los momentos de oscuridad, sopesé seriamente el unirme al club silente e inerte de los fantasmas virtuales; desaparecer con una última frase que fuera capaz de llegar a la altura del betún a la última línea de diálogo del replicante Roy Batty. 

Incluso le llegó la hora crucial a este querido blog.

No había lugar para mí y mis inquietudes, y tampoco sabía qué estaba haciendo. Las redes sociales se convirtieron derrelictos de foros y chats que tantos sinsabores me causaron; pero me di cuenta de que la necesidad de que mis textos llegaran todo lo lejos posible, el convencimiento de que no podía encerrarme, eran superiores a los mohínos perjuicios que me causan.

Consideré que las RRSS no son mi fachada asquerosa de trapos zarandeados por el viento. Mi vida íntima y sosa sigue estando ahí, solo para mí. No me he suicidado virtualmente porque no hay necesidad de ello. Quizá mi excesivo celo ha sido mi salvación, aunque siempre ha habido momentos de debilidad, ésa es la verdad.

Dando a mi café por perdido de forma irremediable, lo aparté de mí, haciendo que el platillo chocara con el del acompañamiento dulce de aquel segundo desayuno. El tintineo musical rescató del fondo de sus pensamientos privados y compartidos a galope de pulgar a la mujer que estaba sentada en la misma mesa, delante de mí.

—Y tú, ¿vas a suicidarte virtualmente? —pregunté con demasiada inocencia.

Me quedé un largo rato esperando su respuesta.

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