lunes, febrero 22, 2016

«La sirena de Harald» (primera parte)

Harald Assler no tenía motivo alguno, que se supiera, que lo impulsara a regresar al pueblo que lo había visto nacer y hacerse un hombre: Ranerström. En cierto sentido, había que reconocer que el muchacho tuvo el valor de hacerlo o, sería lo más apropiado decir, que fue un verdadero estúpido por poner de nuevo el pie en aquellas tristes calles de casas pintadas de rojo apagado, encaramadas sobre un acantilado gris y rocoso, expuestas a un impío mar y constantemente azotadas por el viento del Norte. 

Harald no tenía razón para regresar. No. No había por qué. En el pueblo no le esperaba nadie: ni padres, hermanos, mujer o hijos; o eso creían todos. Tampoco tenía futuro alguno allí. Podría haberse quedado en Inglaterra o haber emigrado a Canadá o Alaska; se podría haber ido a la mismísima Australia. Era libre y el mundo más pequeño que nunca.

Los habitantes de Ranerström no le guardaban rencor o alguna cuenta pendiente que ajustar con el único hijo de Björn Assler; simplemente Harald era un recuerdo vivo, con carne sobre los huesos, de la terrible desgracia que se había cebado con la pequeña localidad pesquera que se obstinaba en permanecer en los mapas de la costa noruega: Harald fue el único chico de Ranerström que partió a la guerra y sobrevivió a ella.

Aunque nadie se atrevía a decirlo en voz alta, Harald no era bienvenido. Tan solo sería una sombra que despertara el dolor.

Era mejor que no volviera.

Una noche de 1942 llegó a puerto una embarcación extraña con unos hombres aún más extraños a bordo. Tan solo estaban un poco necesitados de un poco de ayuda: pasar unas horas a cobijo de miradas aviesas y del enemigo, hasta que fueran rescatados a la madrugada siguiente.

A pesar del enorme peligro que asumían los habitantes de Ranerström, todos aceptaron auxiliar a aquellos marineros que resultaron ser comandos británicos. Fue una suerte que nadie en el pueblo fuera partidario de Vidkun Quisling ni simpatizante del invasor alemán, pues el silencio sepulcral permitió que las horas transcurrieran serenas y sin sobresaltos hasta que un sospechoso pesquero, con un nombre conocido de antemano, apareció a la altura del faro.

Pero aquellos comandos británicos no se contentaron con la abierta hospitalidad de Ranerström: abusando de la bondad de sus anfitriones, se llevaron consigo a Inglaterra a todos los hombres entre 17 y 30 años que se presentaron voluntarios. Nadie se quedó en casa para que le considerasen un cobarde. 

No fue consuelo para los padres el hecho de que sus hijos lucharían por liberar a Noruega; al fin y al cabo, acabarían vistiendo uniformes ingleses y dando sus vidas en tierras extrañas.

Entre aquellos chicos risueños se encontraba Harald, quien había enterrado a su padre, meses atrás. Se dejó llevar por la excitación de su juventud, olvidando la cabaña en la que había terminado conviviendo con el silencio y todos sus recuerdos. 

Tan solo no se olvidó de ella; sería imposible cometer tal descuido, pero tenía que partir y luchar. Ella tenía que comprenderlo y así se lo hizo saber con gestos.

El pueblo estuvo en vilo desde la partida de sus hijos hasta que el farero pudo sintonizar la BBC en su vieja radio y escuchar un programa especial de anuncios, en el que se nombró a todos y cada uno de los chicos por sus sobrenombres y diminutivos familiares, finalizando el mensaje indicando que «todos habían llegado a tiempo a su cita con la reina».

Una vez en Inglaterra, los acontecimientos se desarrollaron demasiado deprisa para los jóvenes de Ranerström, a la misma velocidad a la que fueron cayendo como moscas bajo el fuego enemigo. Al final, tan solo quedó con vida Harald. 

Un oficial de la Real Marina noruega se entrevistó personalmente con Harald para informarle de que, de entre los hombres alistados y provenientes de Ranerström, tan solo quedaba él con vida. 

«Dar ese tipo de noticias debería estar prohibido», pensó con amargura Harald cuando el oficial se marchó.

Todos muertos, podridos y deshechos, menos Harald Assler. Esa era la única verdad.

El muchacho sabía qué encontraría a su regreso. No habría alcalde alguno, vestido de gala y emperifollado como un pavo, esperándole en el muelle, acompañado de una banda de música que se desviviera por no desafinar y de todas las chicas guapas de la aldea, con las mejillas encendidas como amapolas. El yermo gris de aquel pedazo de costa nórdica le esperaba frío y hostil, del mismo tono e intensidad que la mirada de aquellos que habían perdido a sus seres queridos y que lo reconocerían nada más bajar al muelle.

Los ancianos buscarían en su figura, en sus movimientos, en todo, cualquier atisbo que prendiera la vana esperanza de encontrar a sus hijos desaparecidos, regresando con el petate en el hombro. Pero no había cabida para vanos deseos. Las chicas acelerarían el paso en cuanto se cruzaran con él, apretando los dientes y dedicándole recelosas miradas por encima del hombro.

—Es un cobarde que habrá puesto a otros delante de él como escudo. Por eso está vivo, el muy…

—Podría ser muchas cosas horribles y vergonzosas.

—Seguro que es la vergüenza de su padre. Pobre Björn. Primero tuvo que sufrir la ignominia de su mujer y ahora esto. Suerte que hace tiempo que se fue con el Altísimo.

—Pero si su padre no era más que un contrabandista de medio pelo. Él no será de distinta raza.

—Seguro que es un asesino y un ladrón.

—¿Por qué ha regresado? ¡¿Por qué?!

«La gente se suele aburrir y aprovecha cualquier oportunidad para pasar el rato a costa de otros», se dijo para sí el único superviviente de los de Ranerström, recreando en su imaginación una película con un argumento que aún no había acontecido.

Pero Harald sí tenía una razón muy importante para regresar a Ranerström; un secreto que atesoraba desde la infancia y del que nadie sospechaba lo más mínimo; demasiado extraño como para que nadie se lo creyera.

Ella… Tan solo ella.

El chico de Björn Assler regresó a Ranerström una mañana del agonizante verano de 1947, a la caña del timón de un desastrado remolcador, bautizado con el nombre de Tottenham y con más de medio siglo en sus cuadernas y que era de su propiedad. Le había costado un pequeño pico, pero, a pesar de todo, le había sobrado algo de dinero para contratar con los servicios de un mecánico inglés, un tal Swan, que nunca bajaba a tierra.

El traqueteo fatigoso del feúcho navío llamó la atención de todos en Ranerström, llevándose la mano a modo de visera a la frente, no importándoles interrumpir por un momento sus tareas para averiguar la identidad del recién llegado.

—A saber de dónde habrá sacado el dinero —murmuraron unos viejos cuando vieron saltar al muelle a Harald Assler y amarrar el remolcador.

Harald sabía a la perfección qué tipo de bienvenida le ofrecerían sus vecinos y estos no le decepcionaron. Tan solo una anciana se le acercó y Harald la reconoció al instante: era la madre de Olaf. 

Los registros del Ministerio de Guerra podrían estar errados y Olaf seguir vivo; eso era lo que creía la buena mujer. 

Pero Harald sabía que tan solo quedó un amasijo de hierros retorcidos allá donde estaba la batería dirigida por Olaf, donde calló una bomba de 500 libras tres años atrás. Harald lo vio reducirse a la nada entre el fuego y humo.

Los registros podrían estar equivocados, pero no lo estaban. Aún así, Harald mintió:

—Hace muchísimo que no sé nada de Olaf. La última vez que me tropecé con él, estábamos en el salón de una cantina. Estaba bailando como una peonza con una pelirroja que no dejaba de reír.

La madre de Olaf se dio la vuelta y se encaminó calle arriba.

Harald recorrió con paso tranquilo todos los lugares de su infancia, que no eran tampoco muchos en un pueblo tan raquítico como Ranerström. Bostezaba sin cesar, abriendo la mandíbula lo suficiente como para desencajarla y mostrando, de paso, su colección muelas picadas. Estaba molido por el viaje y la guerra. 

Al contrario de lo que esperaba, no le incomodaban las miradas penetrantes de las personas que se detenían ante él en la calle o que se asomaban a las ventanas; pero, si hubiera aparecido disfrazado de payaso sin nada de cintura para abajo, habría llamado menos la atención y la suspicacia, mas le daba todo igual. Tan solo se detuvo ante la fachada de la cabaña que había construido su padre, muy separada del pueblo, y que él había dejado al abandono cinco años atrás.

Harald se estremeció ante la podredumbre que la domeñaba. La cubierta se había caído y todo el interior estaba arruinado. De todos modos, nunca hubo muchas cosas de valor que guardar entre aquellas paredes.

«¿Ella estará igual de arruinada?», se preguntó Harald antes de que le volviera a asaltar un sentimiento de culpabilidad:

«Yo solo quería partir a la guerra. Ella lo debería de comprender, como todas las mujeres; aunque ella no es como todas las mujeres».

«No se parece a las demás mujeres en nada».

Tenía que ir a verla cuando antes y comprobar que seguía estando tan bella como siempre, como cuando la dejó, llorando sin consuelo cinco años atrás, antes de subirse a bordo del pesquero de los británicos. 

En la vieja cabaña de su padre tan solo había sitio ya para los nidos de gaviota. Llamaría aún más la atención si trataba de acceder a la cueva desde la trampilla de contrabando que su padre había construido en el suelo de la cabaña. El paso hasta la guarida de ella había quedado cortado con un derrumbe provocado por el propio Harald la noche en la que se despidió, la misma madrugada en la que había decidido el destino incierto de la guerra. Nadie así la molestaría a no ser que diera con la entrada original desde el acantilado de Kokkam.

Que sacara piedras de dentro de la casa en ruinas, para franquear el paso a la caverna, desvelaría su secreto.

Harald descubrió de niño la entrada y la piscina donde ella se encontraba con él. Allí las horas pasaban solas. También que había un camino que, contra todo pronóstico, terminaba bajo el suelo de la única habitación de la cabaña de sus padres, justo donde el viejo Björn escondía sus fruslerías de contrabando.

De aquel glorioso primer día en el que ambos mundos se encontraron, Harald prefería rememorar los extraños ojos verde pálido, a juego con su piel casi traslúcida; los diminutos balanos que hacían las veces de coquetos lunares y su cabello, confundido con algas y restos de conchas. Mucho mejor aquello que recordar la paliza que le dio su madre cuando él reapareció en casa, tras horas y horas buscándole desesperada por todos lados.

Su madre rompió a llorar tras agotarse la ira y la desesperación que la habían dominado durante casi todo el día.

«Entonces era un idiota de siete años».

Debía tomar la vía alternativa para acudir a su encuentro. Volver a la entrada de Kokkam, como cuando la conoció siendo un niño. Y debía hacerlo de noche, pues no sería fácil mantener el secreto a plena luz del día en el verano ártico. 

Pero, antes, necesitaba dormir un poco, un par de horas a lo sumo; así que acabó dando con el único hostal de Ranerström. No había otro, pero seguía en su sitio y con la misma mujer al frente, la señora Olgstrem, a cuyo hijo también había visto morir.

Aunque fuera empeñar un dinero que no le sobraba y menos por un capricho, Harald quería dormir unas horas en una buena cama y como era debido; estaba harto de hacerlo en posición fetal entre rollos de maroma y neumáticos, apestado por el combustible y la pintura fresca. Quería sábanas limpias y blancas, un colchón blando y poder estirar su cuerpo de un metro noventa de altura bien a gusto.

El hostal estaba mucho más decrépito de lo que recordaba. La fachada estaba quemada por el sol y el viento, sin que nadie le diera una capa de pintura con un poco de mimo.

Una vez dentro del hostal, a Harald se le atravesó la voz en medio de la garganta, como un pedazo enorme de pescado. No había pasado del «buenos días» de rigor dirigido a la señora Olgstrem. De niño había jugado en aquella misma sala, frente al mostrador de Recepción. Ahora sí se sentía bastante incómodo, casi le parecía que estaba insultando con su sola presencia a la mujer al otro lado de la fina y delicada rejilla.

Pero no hicieron falta palabras ni fórmulas de cortesía. Tan solo unos gestos mudos para que el juego de llaves de la habitación 101 terminara sobre la palma de la mano de Harald. Era el único huésped.

Harald contuvo un largo bostezo y aguantó el peso de los párpados mientras subía las escaleras. Introdujo la llave en la cerradura y la giró. Poco le importó o impresionó la espartana decoración de la habitación; cayó sobre el colchón y se durmió con la ropa puesta y sobre la colcha.

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