martes, septiembre 05, 2017

Reseña de autobiografía: «18 meses de cautiverio», de Eduardo Pérez Ortiz

INTERFOLIO
Serie Leer y viajar clásico (8)
Segunda edición. 2016
ISBN: 978-84-943886-0-6
El bien llamado Desastre de 1921 es otro paso de penitencia en nuestra reciente Historia militar, que no parecía tener fin desde aquel 2 de Mayo de 1808; en una Historia en la que se entrecruzan victorias contundentes y celebradas con los mayores descalabros tácticos que mermaron  el país, generación tras generación. Las eternas guerras del Norte de África fueron una constante y este fracaso es tributario de los conflictos del s. XIX

El de 1921 supuso una pérdida de vidas humanas que el conjunto de la sociedad española no supo ni quiso encajar poniendo la otra mejilla. No se podía pasar por alto el que más de 10.000 hombres cayeran en apenas unos días. Aquella masacre a manos de los rifeños y guiada por la torpeza y el orgullo fueron el germen de la caída de la monarquía, lo cual nos trajo bajo el brazo otra terrible consecuencia para seguir cubiertos de sangre: la creación de las dos Españas, maldición que aún seguimos cargando a la espalda para gusto de no pocos a día del presente.

El entonces teniente coronel Eduardo Pérez Ortiz, del Regimiento de San Fernando, fue protagonista, junto a tantos y tantos, de todo aquel desbarajuste militar que ya resultaba familiar para otras potencias europeas que se habían enfrentado a enemigos anclados en la Edad Media en el mejor de los casos. Pérez Ortiz no analiza las razones políticas y militares del Desastre; no le hace falta pues su crónica es a pie de campo de batalla y no en un despacho.

La autobiografía de Pérez Ortiz se divide en tres partes o tramos, siendo el primero el dedicado a la fútil y descontrolada retirada del Ejército hasta Monte-Arruit, buscando un punto fuerte al que enfrentarse a un enemigo cada vez más salvaje. El relato es triste y vívido: la sed enloquece a hombres y bestias; los moribundos y los muertos son abandonados a su suerte en mitad de la tierra baldía, en la cuneta, pisoteados por el enloquecido convoy; la policía indígena se pasa al enemigo en deserciones masivas junto con los regulares; los soldados se despeñan con sus monturas por los barrancos buscando una grieta por la que salvar la vida; el orden ha de imponerse a base de varazos y castigos físicos; el sol no deja de apretar y se alinea con los rifeños que hostigan a la columna española compuesta por miles de soldados, que deja a su paso un rastro de material que nutre al enemigo; los motines y los días se agolpan en el sitio de Monte-Arruit, contabilizándose cuantiosas bajas cada vez que se hacía la salida para la aguada.

La sed. No hay otro enemigo peor para los soldados españoles en aquellos cruciales días. Después vendrían el hambre, la enfermedad y los cañoneos enemigos. La moral no dejaba de caer, como el pico sobre el pedregoso suelo para abrir cuantas fosas fuesen necesarias o posibles para enterrar a los muertos.

Esta primera parte finaliza con la capitulación de Monte-Arruit y la posterior traición de los moros, que se entretuvieron asesinando impunemente a miles de hombres que habían entregado sus armas, extenuados y moribundos. 

Un cuadro tétrico de impotencia, de errores que se suceden y acumulan; de abandono desde los despachos ministeriales hacia miles de hombres entregados a la ruina más indecorosa. La vergüenza ser un sentimiento constante en las notas de Pérez Ortiz y que confiesa tener también durante los dieciocho meses siguientes de cautiverio.

La segunda parte del relato da comienzo cuando Pérez Ortiz es rescatado en medio de la orgía de sangre y odio y es llevado a la kábila de los Beni-Musi. Aunque es un prisionero y en más de una ocasión es presentado como un animal de feria, Pérez Ortiz agradece haber caído en semejantes manos, pues aunque tenían mucho de lo que despreciaba de las gentes del Norte de Marruecos, estos lo consideraban un ser humano a respetar y le concedían buena parte de sus escasas pertenencias y provisiones para su sustento. 

De su salvador y las mujeres Beni-Musi conservaría buen recuerdo, lo cual solo se extiende, en el tercer y último tramo de la autobiografía, hacia dos personajes: Idris-ben-Said, todo un caballero en palabras del autor, y Fakir Hamed, alias Canillitas, un piadoso santo que se mereció el cielo. Pérez Ortiz ha de ser entregado a la kábila de los beniurriagueles de Abd-el-Krim, compartiendo cautiverio con varios oficiales y compañeros de fatigas de los tiempos de Monte-Arruit; los moros que tendrían como carceleros merecieron muchos y variados epítetos, siendo el favorito del teniente coronel el de gorilas, pero tenía otros tales como bárbaros, sucios, mezquinos, embusteros, ladrones, impíos, cínicos, asesinos, inhumanos… Los hay granados y de todo gusto y graduación según el momento.

La estancia con los beniurriagueles fue siempre agónica. El maltrato físico y psicológico era el pan nuestro de cada día, padeciendo lo indecible entre el calor y el frío, el hambre y las amenazas y represalias de los carceleros. Pérez Ortiz hace una completa crónica de los abusos sufridos y de los asesinatos injustificados que fueron mermando la población de la celda, así como las muertes por consunción y enfermedad sin que nada pudiera conmover a los moros que los vigilaban de cerca. Puede que este relato resulte demasiado reiterativo, pero es que no había mucho motivo para la agradable sorpresa durante tantos meses de prisión. Solo Canillitas, un hombre piadoso y bueno, y las palabras de ben-Said mantenían al grupo cohesionado y en disposición de enfrentarse a la adversidad y a los reveses que sufrían las negociaciones para su libertad y la de tantos y tantos desdichados en la cercana Ben-Kámmara que parecía que nunca terminaban de concretarse.

Ya, al final, cuando los prisioneros son devueltos a las autoridades españolas y repatriados a Melilla, uno no puede hacer otra cosa que indignarse y emocionarse ante la suerte de varios hombres que perecieron poco antes de embarcar y que, incluso, lo hicieron durante el trayecto a la ciudad española. También por aquellos cuyas vidas habían sido arruinadas para siempre tras los largos meses de cautiverio y el maltrato recibido.

El teniente coronel fue tomando nota de lo que pudo durante todo aquel largo periplo de desgracias. Sorprende su capacidad de detalle cuando se supone que apenas cuenta con material de escritura y le roban constantemente las pertenencias; mas no parece haber lugar para que la promiscua memoria haga flaquear el texto verídico, con lagunas importantes o hipérboles. Bien es cierto que nada más recuperar la libertad se puso a trabajar en el manuscrito que se editó al año siguiente.

De la forma que tenía de tomar nota tenemos, en el último tramo, una trascripción de su diario sin aportar nada más, cuya razón no queda clara tras una larga narración pormenorizada y al detalle, donde cabía más que un mero telegrama.

En su prosa se advierte en Pérez Ortiz a un hombre instruido y amante de las Letras. No es una relación fría y hosca de libro de texto militar, si no rica en matices, así como de genuina humanidad hacía sus compañeros, con independencia del rango, dando honesta visión de la brutalidad de la guerra. Es un hombre de armas y un patriota, alguien que luchó, pero que por ello no adorna los hechos con tópicos alegóricos que hacer brillar estatuas sin un grumo de sangre seca que las ensucie

Uno de los hechos más impactantes que Pérez Ortiz describe del sitio de Monte-Arruit es cuando pasa junto a un muchacho que agoniza, al que le falta parte de la cabeza y a quien nadie hace el más mínimo caso ni atiende; así como la descripción de los cadáveres apilados en una habitación a la espera de una posible (que no asegurada) sepultura, de cuerpos hinchados de las bestias que es imposible llevar fuera del recinto por el hostigamiento sin tregua de las baterías enemigas.

Es el relato de la más cristalina desesperación, sin pretender ser desagravio de nadie. Pérez Ortiz quiere remover las conciencias de aquellos que habían dejado a los hijos de España desprotegidos y abandonados en otra eterna guerra de Marruecos; a chiquillos que apenas sabían sostener un fusil y que eran conducidos con negligencia hacia un matadero que se veía venir.

Pérez Ortiz fue uno de tantos desengañados que lucharon y se dieron cuenta de que su sacrificio era un hito marchito para el honor patrio y punto y final. Su crónica se conserva por suerte, palabras escritas en el campo de batalla y en la celda, siempre tan desagradables para el ciudadano de a pie y contemporáneo que no tiene tiempo para estos hombres. ¿Egoísmo endémico o el sino de nuestra nación?

1 comentario:

  1. Fantástica reseña, gracias, dan ganas de leer el libro aun sabiendo que soportarlo será difícil.

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