En un país como España, cuyos fértiles campos son domeñados por las zarzas de la estupidez, no es malo saber que en otros puntos geográficos de este planeta se dan brillantes y dignas muestras de tan supina “virtud” humana. Tras haber sido testigos desde la distancia segura del televisor de la lamentable jarana montada a lo “comienzos de la década de 1990” en la no tan al Sur como nos podemos creer Charlottesville —con orgía incluida al más puro y civilizado estilo del DAESH alrededor de la deformada estatua del general Lee, cuyo broncíneo rostro fue pisoteado por una mujer blanca—; de los EEUU seguimos recibiendo nuevas más o menos jugosas gracias a esa última y desaforada patrulla vecinal de limpieza con KH-7 por sus calles e Historia. Lo último nos toca la refilón, como una bala que nos roza el brazo y se lleva un pedacito de piel, carne y sonrojo, que viene de la soleada California, así que ojo. Se está manifestando cierto resquemor o disgusto con la figura de Cristóbal Colón, a quien se le viene achacando todos los sufrimientos de los pueblos indígenas americanos por el simple hecho de haberse tropezado con este nuevo continente cuando creía haber llegado a Japón, el muy mentecato. Si en vez de seguir a pies juntillas a Tolomeo hubiera hecho otro tanto con Eratóstenes, nunca se le hubiera ocurrido la desquiciada y absurda idea de querer alcanzar Asia por la ruta del Oeste y, ahora, se le echaría la culpa a otro.
Bajo el titular de la noticia, la fotografía con dos nativos y la estatua del “gran tirano” al fondo, cubierto con una pancarta que rezaba “Christian terror begins” (o algo así), frase, cuando menos, cristionófoba y que terminaba de perfilar el cuadro con la placa, a los pies del descubridor por accidente, respecto a ese “supuesto genocidio” que alcanzó el centenar de millones de muertes. Tirando del hilo, sumamos a la instantánea unas hispanofobia y europeofobia bastante gruesas.
Por impulso del concejal Mitch O`Farrell, de la tribu Wyandotte (natural de Oklahoma y cuya su población rondará la mareante cifra de 350 individuos) se ha votado una propuesta para que el Ayuntamiento de la ciudad de Los Ángeles sustituya el Día de Colón (festivo federal que se celebra el segundo lunes de Octubre) por el de los Pueblos indígenas. No debe causarnos sorpresa que el consistorio angelino haya acordado tal cosa, pues va a la zaga de urbes como Seattle, Minneapolis, Berkeley, Santa Cruz, Phoenix o Denver, además de estados como Vermont y Dakota del Sur; pero sí el que estos mismos indios preocupados por la suerte que corrieron sus ancestros llegaran incluso, en su momento, a oponerse a la canonización del clérigo Junípero Serra, quien tanto hizo por las misiones californianas y por la población nativa, protegiéndola de los desmanes de codiciosos terratenientes y celosos oficiales.
El Sr. O`Farrell, triste de él y de muchos, no es más que un títere de barro húmedo que se cree dotado de conciencia propia, un instrumento o herramienta prescindible en un proyecto autárquico y neofascista de ocioso blancos protestantes, defecados por las bodegas del May Flower en la hasta hace no tanto española California. Es de locos, pero nada del otro mundo dentro de la locura y fobia contra la globalización que, para bien o para mal, incluso para los arrogantes nacionalismos domésticos, nació el 12 de Octubre de 1492, persiguiendo la reinstauración de la milenaria Ruta de la Seda, perdida tras la caída de Bizancio en manos del Islam.
No estoy por la labor de discutir la realidad y el mito en torno al descubrimiento de América y de las relaciones entre europeos e indígenas, pues sería aburrido y todo lo que dijera caería en saco roto. No voy a explicar la protección que dispensaban las leyes de Castilla a aquellas personas del Nuevo Mundo, la vida y la obra San Bartolomé de las Casas o que más del 95% de ese genocidio se debió a un enemigo que se trajeron los europeos sin mala fe: enfermedades para los que los nativos carecían de anticuerpos por el simple aislamiento geográfico desde hacía miles de años. Males “invisibles” que también afectaban a los blancos (quienes también se trajeron para este lado del Charco su buena dosis) y a las que solo pudieron dársele coto en el mejor de los casos con la consecución de vacunas de esas que solo “hacen autistas” a los hijos de los ricos occidentales.
Pero, ¿genocidio por culpa de Colón? No es que el colega supiera manejar a los mamarrachos que llevó consigo, muchos de ellos de la peor calaña que parió las prisiones hispanas, pero es que me parece tronchante que este marasmo de pueriles manifestaciones y inútiles propuestas se den precisamente en los típicos y tópicos EEUU donde, al contrario que al Sur de la frontera, nos sobran los dedos de las manos para contar cuantos hombres, mujeres y niños encontraremos por la calle con rasgos indígenas. A ver, amigos, ¿cuántos “pieles rojas” puede haber, por ejemplo, en Illinois?
Con el rostro perfilado por una sonrisa malévola, como es de recibo, he ido llenando el cesto con palabras tales como “indios”, “genocidio”, “estatuas”, “general”… Es una hermosa colección para esta “cruzada de la semana” contra Cristóbal Colón con maza, cincel, suela de zapatilla de marca y pecosas mejillas surcadas de sudor; una más organizada para lavar los trapos sucios con el último blanqueante que actúa al primer lavado. Borrar y picar y, ¡chas!, el mal desaparece; qué bien se lo habría pasado Erasmo de Rótterdam con estos mostrencos de inodoro. Pero, a todo esto, quedo yo a la espera de seguir recibiendo nuevas procedentes de esos pastos, sobre todo de alguna marcha o protesta pseudoizquierdista de puño en alto—pues no puede ser de otro modo en el país donde solo existe la derecha y la dos pasos más a la derecha—, que proponga retirar de no pocas ciudades el nombre y recuerdo, por ejemplo, del general Philip Henry Sheridan (y otros, que tampoco hay que centrarse en uno solo).
¿Que quién es el general Sheridan? Pues un señor con una biografía de esas tildadas como divertidas que, por el simple hecho de haber sido oficial de caballería del Ejercito Unionista y no un redneck reb durante el conflicto civil de 1861-1865, compartiendo podio con Ulysses S. Grant o William Sherman («El gran triunvirato», según el biógrafo Michael Fellman), tiene salvoconducto en la Historia aprobada por el Gobierno federal para sus escuelas. Vale, una cosa es que nosotros, aquí, que somos tontos y europeos de fábrica, tengamos excusa para no saber quién es ese dichoso Sheridan, qué hizo, pero, ¿el Sr. O`Farell y sus acólitos desteñidos, los Wyandotte supervivientes y las demás tribus se han olvidado de él, de quien acuñó la miserable consigna de “el único indio bueno es el indio muerto”? En un principio la mítica se la atribuyó al infame general George Armstrong Custer, pero al César lo que es del César. Si yo sé que el Sheridan este, con el visto bueno de Washington, fue parte activa de un programa de exterminio progresivo y a medio plazo de las poblaciones de salvajes y pérfidos pieles rojas, a base de violentas razzias, llevar al agotamiento y la extinción su principal fuente de proteínas animales (los búfalos), resguardarles de los rigores del invierno con mantas infestadas de todo tipo de enfermedades letales y regarles el hígado a base de whisky de alto octanaje, supongo que el concejal de Los Ángeles lo sabrá tan bien como yo, pero, ¿no le interesa? Claro que no, es que Sheridan luchó contra los sudistas para acabar con la esclavitud (qué patético leitmotiv para una guerra civil en la que la suerte de los esclavos era lo de menos, sobre todo cuando aún se tardó un siglo en ver promulgada de la Ley de Derechos civiles y los negros pudieran compartir baño con los blancos o sentarse donde se les antojara en autobuses, teatros, cines…: una guerra reducida, como por truco de magia de simplicidad maniquea, a abolir desinteresadamente la explotación humana). ¿Cómo van a ir contra un genocida con patente? Es mucho mejor pasar por alto y fijarse en el anónimo Colón y echarle toda la mierda que ha generado el transcurso natural de más de quinientos años de contacto no siempre pacífico, pero tampoco bélico (blancos contra indios, indios contra blancos, blancos e indios contra otros indios, indios contra otros indios y otros blancos, indios contra indios con los blancos en medio y blancos contra blancos con los indios por ahí como si tal cosa, y todas las variaciones cromáticas que se nos antojen); la del navegante genovés, gallego, portugués (lo que sea) es una magnífica cabeza de turco para servírsela en bandeja a la moderna Salomé de sobacos sin depilar, libertad en boca para blasfemar, pero censura apática encorchada en el ano, cuyos genes recorren buena parte de la América de Trump y de la que no es de Trump.
Sentadito y recostado me quedo, sin muchas esperanzas de ver cómo Sheridan es arrancado de sus pedestales, sufriendo los vientos huracanados de la cobardía políticamente correcta, junto a Sherman, su maestro en esto de aniquilar al indio. Sin duda, el Efecto Dominó sabe salvar aquellas piezas que le interesa mantener aisladas y en pie.
Vivimos tiempos extraños y aterradores en los que la ignorancia discrecional, codo con codo con la moral mal entendida, se está convirtiendo en un Quinto Poder que blanquea las páginas del Pasado que no tiene porqué ser brillante, pues solo de las equivocaciones se aprende a tomar el camino correcto.
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