¿Os habéis dado cuenta? No hay mañana en la que nos despertemos sin conocer que ese día, el anterior o el siguiente, el es el de… lo que sea. El calendario está más apretado que el santoral católico para hacernos partícipes (por obligación gregaria) de la celebración, concienciación, sentimiento o necesidad de esto o aquello. Los hay de todos los colores, gustos y sabores, y desfilan con idéntico estruendo y fanfarria siendo rápidamente relegados al olvido hasta el año que viene (no sin cierto alivio).
Muchos de estos “días de…” son odiosos, pues parecen conformar una especie de garita de peaje o paso de penitencia; como si el mostrar durante 24 horas cariño o cercanía hacia nuestros progenitores (días del padre y la madre), por nuestra mascota o por preocupación por la ingente basura que cubre, capa a capa, nuestros mares y océanos…, fuese el particular padrenuestro y avemaría a recitar que nos salvará de la condenación eterna a la que nos hemos conducido a través de 364 días de injustificada indolencia.
Señores. Yo me rebelo a que mi vida sea controlada por los hitos de un calendario, que se politice vilmente mi comportamiento humano y tenga que suspirar de alivio cuando mi alma se ha salvado por solo empeñar 24 horas en lo que sea. ¿Rebelión? Quizá no esté empleando el término más acertado, pero hoy no estoy en mi mejor momento ante el teclado y las letras.
Rebelión o pataleta, pero con causa. Reconozco a mis padres todos los días, amo a los animales todos los días, trato de reducir mi huella en este ecosistema todos los santos días.
Ese calendario solo nos recuerda un hecho y un acto al año, cada rotación planetaria, con los que justificamos una vida de egoísmo, cuando no de egocentrismo; eso que está enterrado como un cadáver maldito, bajo metros y metros de hipocresía plástica e ideología de bazar de todo a cien. En lo más profundo de la realidad, encontramos nuestra verdadera naturaleza: nos importa un pimiento los problemas y las personas que nos rodean.
Y con precisión matemática, una jornada de deliberación y llorera irrumpe cada año como elefante en cacharrería, con andares fatales, como aquel recordado anuncio de turrón: el 8 de Marzo, renombrado, con acierto, como día internacional de la Mujer.
Alrededor de tan jubiloso y exaltado evento, se aglomeran las odiosas y machaconas consignas y pancartitas, con el acompañamiento musical a cargo de flipados, flipadas y flipades golpeando tambores con frenesí, como monitos con sombrerito y chalecos rojos, vomitados desde una estereotipada producción de Howard Hawks; todo un circo que reproduce una trasnochada y yerma simbología de acuñación new age izquierdista que, para horror del conjunto, es falsa en cuanto a continente y, por desgracia, a contenido.
Muy acertado me parece el rótulo adhesivo que adornaba, hasta no hace mucho, uno de los paneles del ascensor de la Biblioteca pública, en el cual se podía leer una frase contundente: “Todos los días son 8 de Marzo”. Totalmente de acuerdo y por eso escribo (o trato de hacerlo) unas líneas para poner en claro mis ideas.
El baldío femi(nazi)smo de acuñación nacionalista, como cuervo funesto que defeca a lo B-52, me dio la oportunidad, hace ya unos meses, de presenciar un ejemplo vomitivo e hipócrita, la escusa, en fin, para el siguiente relato con el que abuso, una vez más, de la paciencia y tiempo del lector. Me encontraba yo en una de las calles más céntricas de mi ciudad, de cuyo nombre prefiero no acordarme, cuando tropecé por la amura de estribor con un corrillo de niñas perfectamente uniformadas por Inditex, clónicas como la oveja Dolly de morro a rabo, pegando carteles en el frontal de uno de los locales clausurados a lo largo del brazo urbano, que sirven de oficiales y oficios tablones de anuncios para informar a la peña de tal manifa o mitin, todo bien saturado de estrellitas rojas sobre fondo albiceleste. Me resultó una escena digna de anotar: grupúsculo de seis niñas, criaturas abortivo-pijas, manchándose los dedos de cola barata al colocar lo más recientemente escupido por una imprenta al servicio de la extrema izquierda juvenil. Ellas y el material que portaban eran tal diametralmente opuestas entre sí en el aspecto gráfico, que temí sufrir una suerte de colapso, de esos de aúpa.
¿Aquellas niñas, que habían encontrado la razón de su existencia sobre nuestra perla azul pálido colgando carteles izquierdistas tras hacer las compras obligadas y semanales en la Milla de Oro, hacen algo realmente en defensa de las mujeres? No, pero medio camino en la aventura de la supervivencia político-social ya lo han hecho, pues son burguesas tocadas de cierta aura proletaria de cartón piedra.
Los cartelitos en cuestión eran los retratos de varias mujeres que tuvieron su momento álgido, principalmente, durante el s. XIX. Mujeres con más de cien años en el marco, como si en las últimas décadas no hubiera habido ninguna otra digna de aplauso. Y la pregunta que me hice, ante esos rostros tatuados en celulosa, fue la de si alguna de esas mozas, de dedos engomados y mente atribulada por el comunismo y el próximo número de Superpop, podría ilustrarme acerca de la biografía de estas señoras, cuyas vidas, obras y milagros, previa manipulación, sirven a un programa electoral y de adoctrinamiento, como la señora Rosalía de Castro, debidamente prostituida por y para la causa.
Pero me ahorré el disgusto de pronunciar palabra alguna pues no quería poner a las ninfas en un aprieto; que esas boquitas temblaran por culpa de la ignorancia no entraban en mis planes. En vez de eso, me quedé observando la galería de rostros con cierto desinterés, de símbolos forzados del feminismo matriarcal gallego. Ninguno de ellos contenía las facciones de una mujer anónima y, en el prácticamente el 100%, enmarcaban a burguesas en una España de pobreza alimenticia, moral y ética que no tocaron un cepillo para fregar suelos ni por accidente. Me llamó también la atención, por no encontrarla por ahí, por su ausencia, Dª. Emilia Pardo Bazán (ahora me parece que tampoco había rastro de Concepción Arenal, ni María Pita, ni…), pero esto ya es otra historia.
Músculo de papel y humo.
Pero, como he apuntado, esos carteles, igual que la novedosa fiebre por las placas de calles en sentido femenino, no dan cabida a mujeres realmente anónimas pues, al parecer, “no hicieron nada”. Solo encuentro, con el mayor de los respetos debidos, burguesas a la sombra de maridos entrometidos en cuestiones de gobierno; señoras con estudios universitarios por aburrimiento, poder y dinero de papá a espuertas para ser recordadas. ¿Por qué no hay una placa (o un cartelito del 8 de Marzo, qué más dará) dedicada a mi abuela materna que, durante la década de 1940 y en la paupérrima España, mantuvo en el rural gallego a diez bocas jugándose el tipo a diario, junto a una viuda de guerra, como contrabandista de alimentos en el río Miño? Quizá porque no mola lo suficiente, pues igual de mal vivió con Alfonso XIII, la II República o Franco; o, quizá, porque su cara no figura en la Wikipedia. ¿Por qué no hay una dedicada a mi madre, que abandonó la escuela con seis años, fue víctima de explotación laboral infantil y se minó la salud tratando de sacarnos adelante a mí y a mi familia, quitándose hasta comida del plato y ahorrando hasta el último chavo para que sus hijos pudieran tener estudios; tener oportunidades? Hay muchos ejemplos que no despliegan el suficiente glamur para los cartelitos izquierdo-nacionalistas; mujeres sacrificadas de verdad cuyos nombres no aparecerán en las bocas de las feministas ilegítimas que se contentan con las migajas y las propuestas de dudosa inteligencia, amparándose en su coño, en vez de lanzarse a luchar contra gigantes.
No hay lugar.
Y no; hoy no es 8 de Marzo, pues para reconocer el aporte de las mujeres, su importancia, no hay que esperar a que llegue fecha alguna en el calendario. Y todo sea por hablar de algo que no tenga que ver con “referéndums” de pacotilla.
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