martes, diciembre 19, 2017

Guardia de cine: reseña a «Una pastelería en Tokio»

Título original: «An» (あん). 2015. Japón. Drama. Dirección: Naomi Kawase. Guión: Naomi Kawase, basándose en la obra literaria de Durian Sukegawa. Elenco: Kirin Kiki, Masatoshi Nagase, Kyara Uchida

Este filme encierra tres tragedias que se van desmadejando ante el espectador a través de silentes y hermosas escenas capturadas a lo largo de todo un año de vida de los personajes. Es un cuadro impresionista acerca de la penitencia, la soledad y la necesidad de vivir haciendo aquello que lo haga a uno sentir libre

Cada uno de nosotros cargamos con nuestras propias tragedias personales. Esas mismas que nos doblan las espaldas y que rechazamos compartir incluso con los más allegados. Esto último, confesar lo que nos aqueja psíquicamente, algo que es casi inquebrantable en Occidente, lo es más en un país como el Japón, donde la costumbre es mantener las distancias y el decoro, donde el individualismo raya una perfección demencial.

Este filme encierra tres dramas que se van desmadejando ante el espectador a través de silentes y hermosas escenas capturadas a lo largo de todo un año de vida de los personajes. De inicio, parece que todo gire en torno al taciturno Sentaro, el encargado de una raquítica tienda en la que solo se sirven dorayaki recién hechos, un típico dulce nipón. Su rutina se verá interrumpida al conocer a Tokue, una afable y simpática ancianita con las manos surcadas por unas extrañas marcas, que insistirá en ser contratada por Sentaro como ayudante. Sentaro se ve cohibido ante las amables pero constantes solicitudes de Tokue, hasta que dá el brazo a torcer cuando ésta le ofrece un tupper con una pequeña ración de anko que ella misma ha cocinado (pasta dulce de judías que es el relleno del dorayaki).

El tercer personaje, diríase que en discordia, es Wakana, una adolescente que resume como nadie la epidemia de soledad que se vive en ese fascinante país.

Los personajes se presentan con un lacónico cruce de palabras, desfilando bajo los cerezos, sin que apenas sepamos algo de ellos hasta que estén preparados para dar el paso. Debemos ser muy pacientes con ellos y con un filme compuesto por detalles dramáticos que pasarán a vertebrarse en torno a la narración de la anciana Tokue, una experta repostera que desde niña ha estado ingresada en una leprosería. Ante Tokue y su desgracia, todo padecimiento parece ridículo, más aún cuando ella siempre conserva una sonrisa en los labios y los lazos atávicos con la Naturaleza, algo que los actuales japoneses parecen estar perdiendo frente a una urbanidad cuadriculada y de grisácea monotonía.

Pero, tranquilos, que no estamos ante una película que encadene desgracias tópicas para una sobremesa en el sofá y algún kleenex de por medio; no provoca lipotimias para llorones. Seguimos estando en Japón y ellos no son de esta pasta. 

Quien primero se abre al espectador es Sentaro, confesando su paso por la cárcel y la pérdida de su madre, de quien no tuvo la oportunidad de escuchar de nuevo todas y cada una de sus historias personales (pesar que yo mismo comparto). Tras él vendrá Tokue, a quien la enfermedad le privó de descendencia, siendo que ve en Sentaro al hijo arrebatado de su vientre. Wakana, por su parte, y por esto me refería antes a que era el tercer personaje en discordia, nunca termina de ser dibujada más allá de su perfil, llegando al punto de que desconoceremos qué habrá sido de ella cuando los títulos de crédito inunden la pantalla; solo sabremos que ella, junto con Sentaro, recibirá la herencia espiritual de Tokue: vivir desde el sosiego y el equilibrio con la Naturaleza y el entorno, desde la armonía, sin ambiciones pero con libertad y con la cabeza alta como respuesta a los golpes que se van recibiendo, uno detrás de otro.

De la pareja superviviente solo sabremos de Sentaro, quien abandonará sus miedos y el servilismo, perdiéndose de vista a Wakana, quien, reconozcámoslo, apenas aporta algo a la trama a pesar de que es un alma errante como Sentaro. No me cabe duda de que habrá echado a volar, como su canario Marvine, pero nada se nos aclara.

La belleza del film es su tramo final es tan desgarradora que habría de ser de granito para no emocionarse con la grabación en casete de Tokue, dedicada a Sentaro y Wakana; habría que ser muchas cosas para no sentirse unido a esos personajes que, sentados a una mesa, escuchan las últimas palabras de la anciana.

El ritmo es lento y casi contemplativo, lo cual pondrá de los nervios al más impaciente. Es un cuadro impresionista acerca de la penitencia, la soledad y la necesidad de vivir haciendo aquello que lo haga sentir libre.

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