TUSQUETS. Barcelona Serie Colección Andanzas Primera edición: 2017 ISBN: 978-84-9066-430-8 232 páginas |
Soy débil de espíritu. Mi cuenta de vicios es tal que podría pintar todos los palos de la baraja y jugar con ella a la brisca hasta que los dedos se me marchitasen. Pero tampoco hay porqué alarmarse por mi alma, pues la mayoría son tan insípidos que ni entrarían en las listas de muchos de vosotros. Si me cruzo por la calle con una chica de bello rostro enmarcado por una larga melena castaña o rubia recortada con flequillo, seguida de un escote generoso y unas piernas largas, sufro un latigazo cervical debiendo gritar por una dosis de Novotil en vena con urgencia; y si me ponen delante de las napias una portada de libro tan curiosa como la del presente, pues me sucede otro tanto de lo mismo.
De «Antrobus» me atrajo la pintura impresa en su rostro de cartoné, y eso que los de Tusquets no se prodigan al respecto. ¿Qué se le puede pasar por la cabeza a un ingenuo lector ante semejante escena encerrada en márgenes de brillante negro? Dos tipos sentados en un automóvil, elegantemente vestidos con libreas y con chisteras encasquetadas hasta las orejas; uno de ellos exhibe una equina y arrobadora sonrisa de idiota y el otro cumple con una mirada de reojo que confirma la anterior conjetura, nada precipitada. Ante un retrato de tal porte hay que averiguar de qué va ese librito, marchando al asalto de su cuartilla de contraportada (¡que no hagan prisioneros!) en la que se nos facilitan unas explicaciones inexactas, escritas por alguien que las ha debido de escuchar con algún tapón de cera como compañía, pues Antrobus no es un calamitoso miembro del Foreign Office que va provocando el pavor allá donde repose las posaderas, sino un testigo de primera línea de los fondos de la diplomacia británica de bambalinas; un hombre que nos relatará no pocas desventuras entre los años 1930 y los primeros del Telón de Acero, recargándolas con granadas hipérboles. Las historias son tan exageradas que han de ser, a todas luces, ciertas y parte de la experiencia personal del autor como miembro del servicio diplomático.
Antrobus, con su británica flema de diplodocos diplomático, mimetizado con su butaca favorita en el club, con una copa de Jerez al alcance de la mano, desmigaja vivencias tras rogarnos discreción al respecto. Asentimos con el mismo ritmo con el que rociamos el gaznate junto a Antrobus y así obtendremos su bendición y sabremos de un tren serbio de pesadilla, de un partido de fútbol entre las delegaciones inglesa e italiana que acabó en batalla campal, de la tía del jefe de misión que era seguidora de las enseñanzas de Bernard Shaw, del oficial de caballería traumatizado por haberse comido, sin querer, un filete de caballo, del swami hindú que robó en varias embajadas, del lacayo que tuvo que servir una cena con un guantelete medieval soldado a la mano, del esqueleto de la tía Miriam, de los japoneses que batieron un récord de velocidad mientras bailaban un vals, del periódico británico de los Balcanes trufado de divertidísimas erratas, de borracheras en las bodegas o del vigía serbio que confundió una plataforma a la deriva por el río Suva, con diplomáticos y señoras abordo, todos luciendo galas, con un intento de invasión por parte de tropas de élite de Checoslovaquia. Estos y otros relatos nos descerrajarán una buena dosis de plomo humorístico, pero nos parecerán poquísimos cuando, demasiado pronto, lleguemos a la última página, a modo de ocaso invernal. Y es que «Antrobus», sin hacer un especial esfuerzo, se lee en dos tranquilas sentadas.
La prosa de Lawrence Durrell es virtuosa a la hora de hacernos cosquillas, haciendo nutrido fuego de ametralladora con sus chistes e hipérboles. Nos traslada con facilidad al club donde, pues no tiene otra cosa mejor que hacer, Antrobus se sincera. Entre copichuelas y cuanto se nos antoje, desfilará una corte en la que destacan el inefable y bromista Dovebasket y su compinche De Mandeville, así como el jefe de misión Polk-Mowbray, asegurándose la risotada. Antrobus es el típico colega que ha hecho acopio de expresividad y ocurrencias para aderezar las anécdotas, para provocar hilaridad aún cuando, en realidad, el asunto fuera muy serio.
Durrell da una clase de estilo, demostrando ostensiblemente que el humor puede germinar incluso en los momentos y ocasiones menos fértiles para ello.
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