Título original: «The Merchant of Venice». 2004. EEUU-Italia-Luxemburgo-RU. 2 horas y 11 minutos. Drama, romance. Dirección: Michael Radford. Guión: Michael Radford. Elenco: Al Pacino, Joseph Fiennes, Lynn Collyns, Jeremy Irons
La obra de Shakespeare encierra una feroz crítica hacia una sociedad mezquina e intolerante
Enfrentarse a William Shakespeare en cualquiera de las formas que pueda adoptar ha de terminar con la consabida derrota del lego, cuyo cuerpo, inerte, presa del éxtasis, es arrojado a una profunda fosa común donde los gases de los más hondos vicios y virtudes humanos se mezclan, entremezclan y luchan entre sí por coronarse como soberanos del recto proceder, anegando las los sentidos del espectador, que va siendo sepultado a base de paladas de buen verbo hecho tierra húmeda.
En las tragedias shakespearianas cohabitan la crueldad y la belleza, sin refugio para la excepción, sobre todo en una historia como la que nos ocupa, en la que la intolerancia y la sed de venganza hace palidecer hasta lo indecible la casi frívola trama amorosa de Bassiano y Porcia, génesis y cierre de la obra. La virulenta relación que une al prestamista judío Shylock y al mercader cristiano Antonio por culpa del amor de Bassiano hacia una mujer por la que suspiran hombres a lo largo de las riberas del Mare Nostrum, será tal que el aval se pagará en carne humana, una libra junto al corazón de Antonio. Con esta obra, Shakespeare traza una complicada red en la que, sin soliviantar a los censores y defensores de la rectitud y moral anglicana de su tiempo, defiende a los judíos igualándolos a los cristianos; hilvana en la boca del desesperado Shylock un discurso preñado de paralelismos en la defensa de su causa: una igualdad entre el judío y el cristiano como frutos de la creación divina, con lo bueno y lo malo. Shylock no es otra cosa que un hombre rico pero humillado constantemente por su origen y religión; recibe insultos y esputos y, en la vorágine que se desata en su alma tras la fuga de su hija, Jessica, fuerza la Ley como aliada para vengarse de Antonio y de los seguidores del Crucificado. A palabras tan altas llega su alocución que será merecedor de recibir imparcial tratamiento de Justicia, aunque caiga en la trampa de su desconocimiento y ceguera irracional y vengativa. Trampa que él mismo arma sin resquicio de piedad, la mismo que sus enemigos no serían capaces de mostrar. El resultado del pleito acarreará la desgracia sobre Shylock quien, a partir de entonces, será repudiado tanto por los cristianos y como por los suyos, los judíos.
Pero la moraleja va para todos, pues siempre podemos vestir las barbas de Shylock o los de Antonio. Hay que evitar los desvíos que nos llevarían a semejantes situaciones.
Shylock confunde Justicia con un instrumento para la venganza, desdeñando el pago de la deuda principal que le es debida. Pero Shylock no es más que ser humano confundido por los efluvios putrefactos de su mente, retorcida por el dolor y la vergüenza, espoleado por el abandono de su única hija. La soledad es el último ingrediente en la olla en la que han hervido a fuego lento durante largos años de humillaciones, muchas de ellas proferidas por boca de Antonio. Y han sido tantos que han enfangado el lecho espiritual de Shylock; se ha desbordado como en una violenta Acqua Alta y se muestra impasible frente al dolor que no sea el suyo.
¿Podríamos criticar a Shylock? No, pues han sido muchas las manos que han guiado su garra hacia el filo carnicero, hasta sentirse ávido de la carne de Antonio. No hasta cierto punto, pues pretende una venganza al recurrir a la Justicia, que se vuelve en su contra; Shylock destierra la sensatez de su corazón y mente. Las salas de Vistas están acostumbradas a escuchar los discursos de Shylocks de distintos rostros y motivaciones; son humanos y hay ciertos comportamientos que estamos condenados a repetir hasta el Día del Juicio final, nunca mejor dicho.
Habría que hacerlo muy mal para que con semejante libreto no nacieran un guión y una película aceptables, ¿me equivoco?, pero los hados son siempre caprichosos y siempre hay silencios para rezongar como faunos. La adaptación a cargo de Radford es rica y lujosa, brillante y tremendamente emotiva, incluso desazonadora, como exige la escena en la sala del Dux, por lo que siempre será una cinta recomendable. Y el anzuelo está cebado con carnaza bicefálica con Al Pacino (Shylock) y Jeremy Irons (Antonio), siendo su intervención suficiente para que el desaire deserte, intimidado, de nuestro ánimo. A ello sigue el placer que se aloja en nuestros pabellones auditivos, recibiendo descarga tras descarga de verbo, de las ideas de un autor haciéndole la corte al lenguaje y que nosotros, castellanos, podemos disfrutar aún más.
Como adaptación fiel de la obra en cuanto a ambientación y personajes (no he tenido el placer ni la oportunidad de leer el libreto), la película que dirige Michael Radford es una excelente traslación a la pantalla de lo que debió contemplarse en su momento; aunque con toda la magnificencia de la verdadera Venecia como telón de fondo, aunque en postproducción, o cuando fuera, podrían haber lavado la cara a los palacios y canales, pues resultaría raro de ver en pleno s. XVI el abandono y decrepitud que domeñan el presente de la ciudad.
En síntesis, la obra de Shakespeare encierra una feroz crítica hacia una sociedad intolerante y también contra el ser humano más irracional, algo común en la pluma del autor. Un argumento “inocente”, pero cargado con segundas intenciones que, en posteriores lecturas y visionados, aportarán nuevas luces que cambiarán la composición y forma de las sombras creadas.
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