Los monstruos siempre han ocupado una parcela importante de nuestra imaginación y temores. Materializan un peligro u obstáculo que nos obliga a sopesar las opciones y a decidir por aquella que mejor preserve nuestra propia integridad física. No es una cuestión de broma cuando nuestro cerebro, en fase primitiva infantil, nos obliga a pedir que nuestros padres comprueben si debajo de la cama hay algo; en el fondo, estamos activando un mecanismo de defensa tan antiguo como intrínseco, que ha llevado a que nuestros catres estén situados a varios centímetros sobre el suelo, lo más alejado de ratas, insectos y otros bichos especializados en visitas nocturnas.
Están en los cuentos, suavizando la realidad menos fantástica; como también ocuparon su lugar en mapas, aún con un poso de realidad ante la ignorancia. Allí, en esos pliegos que trazaban costas y mares, estaba lo ignoto, un peligro de muerte segura; un simple jaleo para activar el instinto de supervivencia en aquellos menos dados a arriesgar la vida o empujados por la desesperación, como no sería el caso de muchos exploradores del Medievo y la Edad Moderna.
Y esos monstruos, muchos de ellos imposibles, han ido jalonando nuestra Historia con avistamientos conservados en las crónicas. Los hay que no han pasado de mitos y otros que han sido confirmados por la Ciencia (como el kraken) o desmentidos por esta Dama, al dar una explicación coherente y acusadora de cierta confusión, más basada en la subjetividad que en un buen par de ojos sin dioptrías.
Uno de los monstruos de más reciente aparición es uno que responde al nombre de trunko, avistado a comienzos del s. XX en las costas sudafricanas. Lo más curioso es justo aquello que puede dar respuesta al misterio: los testigos de su primera aparición ante el público, en 1922, lo describen como un pez lanudo (más bien, serpiente), detalle sobre cual volveremos más adelante.
El posterior avistamiento de 25 de octubre de 1924 es mucho más detallado. Reportado en la playa Horse gheit, es cuando se le comienza a llamar Trunko y la descripción del animal es, como poco, singular: cuerpo de oso con trompa de elefante y cola de langosta. En aquella ocasión estaba siendo atacado por dos orcas.
Y en 1925 la cosa dio un giro y, en vez de un cadáver, se habla de un trunko vivo atacando cetáceos, lo cual no tiene mucho sentido.
Bien. Sentado esto, decir que los peces lanudos suelen ser comunes en la cosmogonía de los monstruos que pueblan nuestros océanos y tiene, el 100% de las ocasiones, una solución bien sencilla: los cadáveres de grandes (y no tanto) animales marinos, por acción del oleaje y de los depredadores y carroñeros, comienzan a lucir bien pronto una serie de lanas, que no son más que jirones de carne blanqueados por acción de la putrefacción y los dientes ajenos. A cada mordisco, el correspondiente jirón si no se ha arrancado bien la pieza.
En el caso de 1924 parece evidente que las orcas no atacaban un ser vivo, sino un cuerpo muerto de alguna ballena. La trompa de elefante se puede deber a la propia y característica mandíbula de los grandes cetáceos; si se le desprendió la carne de la cara y quedó solo la parte superior, bien podría confundirse con una “trompa”.
Lo de la cola de langosta se referirá a la forma de la aleta caudal, que es horizontal, más aquí entra en juego la desbordante imaginación del pueblo.
Pero, ¿por qué no divagar sobre el tema? Las costas de África son ricas en animales extraños y exóticos. No menos cierto es que en ellas, por ejemplo, se encontraron hasta fósiles vivientes, como el celacanto. ¿Es posible que el trunko sea otro fósil viviente? Tomando como base las posibles dimensiones del animal y su forma, bien podría ser un plesiosaurio algo desfavorecido o un cetáceo prehistórico, como el eurhinodelphis. Pero desde 1925 el trunko se ha desvanecido entre las profundidades y no ha vuelto mostrarse a ojo humano alguno.
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