jueves, octubre 25, 2018

Una despenalización que puede salir cara

El refranero se expresa del orden de que cualquier tiempo pasado fue mejor porque se sabe cómo acabó. ¡Y vaya si es cierto! A lo que he de sumar que quién me llama a mí a meterme en camisa de once varas, cuando siempre he tratado de mantener inmaculado este blog de toda salpicadura política… Pero creo que he de reaccionar, aunque sea diciendo y fundamentando lo que pienso.

Hoy, ayer y mañana, tras varias polémicas extenuantes, de esas con las que te partes por la mitad de la risa o te dan ganas de exiliarte a una ermita, nuestro actual presidente del Gobierno, el señor Pedro Sánchez, encabeza, como semental lustroso que es, su carrera por mantenerse en el escaño azul y pagando (eso dicen, yo no digo nada), otra letra de su pisito en Moncloa. Es casi como estar visionando, a la hora del telediario, aquellas películas de Alfredo Landa y Paco Martínez Soria en las que se retrataban españolitos ansiosos por endeudarse y comprarse así una lavadora o un Seat 600, y en las que, incluso, se hablaba de la prima de riesgo («Se armó el Belén» (1970), por si alguien duda de ello).

La última ocurrencia es la de apoyar (cuando antes no (13 de marzo de 2018)), con los votos de su bancada, el primer trámite parlamentario de la iniciativa del partido Unidos Podemos para reformar el Código penal y despenalizar delitos de ofensas al sentimiento religioso e injurias a la Corona, así como contra el enaltecimiento del terrorismo, todo sea en aras de “una protección sacralizada de la libertad de expresión”.

Centrándonos en el aspecto de injurias a la Corona, pues  no me da para más, esta votación participada por el PSOE es el último de una serie de actos con los que el señor Sánchez se ha andado con finas y “divinas” sutilezas: proceder al derrocamiento del sistema monárquico parlamentario español. Suena fuerte, lo sé, incluso facha, pero es que uno tiene ojos para ciertas cosas: los primeros pasos han sido confundidos con simples errores protocolarios, silencio ante los ataques antimonárquicos, etc. (iniciados ya en 2014), pero que han conducido a un ensombrecimiento y empobrecimiento de la figura pública de SM Felipe VI, llegando a usurpar, a hurtadillas, su posición a nivel nacional e internacional, viéndose el señor Sánchez como futurible presidente de la República.

Se pretende ahora la modificación de los artículos 490.3 y 491 de la Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre, del Código penal, pero, antes, recordaros que es la injuria (art. 208 CP): conforme estableció el Legislador en su día, es la acción o expresión públicas que lesionan la dignidad de otra persona, menoscabando su fama o atentado contra su propia estima, siendo que se castiga con pena de multa de 6 a 14 meses para las graves, y de 3 a 7 meses para las leves, si estamos hablando de simples ciudadanos de a pie.

Con los llamados “Delitos contra la Corona”, se persigue, entre otros, a aquellos que calumnien o injurien al monarca y/o su consorte, sus ascendientes y/o descendientes, así como al regente, en caso de existir éste. Si la calumnia o injuria se debe por motivo del ejercicio de las funciones de estas figuras institucionales, la pena será de 6 meses a 2 años de prisión en caso grave, y de multa de 6 a 12 meses si es leve (art. 490). Otros supuestos injuriosos, pero fuera de las situaciones expuestas (art. 491), son castigados con una pena de multa de 4 a 20 meses; cerrándose el precepto con el uso de la imagen de las figuras que forman la Corona, dañando su prestigio institucional, que resulta penado con una multa de 6 a 24 meses.

Como se puede apreciar, existe cierta diferencia, pues, en toda cabeza cabe, no es lo mismo una injuria al panadero de tu barrio que al jefe del Estado.

La Carta Magna, en su art. 12.2, define nuestro sistema como de monarquía parlamentaria. En su día (cosa que yo comparto), la elección para España de un sistema monárquico parlamentario hereditario fue la mejor decisión: se permite situar en la jefatura del Estado a una persona ajena a las tensiones políticas, ideológicas y de intereses, con una función moderadora, pues el propio bien de la nación es el suyo propio.

La diferencia con los anteriores ordenamientos constitucionales en los que teníamos un ocupante en el trono, es que Felipe VI (como su padre en su día) es jefe de Estado, pero no retiene todos o algunos de los poderes, que recaen en su totalidad en los Tres Poderes separados (Ejecutivo, Legislativo y Judicial), todo ello de acuerdo con el art. 1.2 CE. En consecuencia, el Rey es una autoridad neutral, despojada de poder e impulsada por órganos democráticos; pero que reúne en su testa los conceptos que materializan y personifican a la Nación: España es el Rey y el Rey es España; una sola persona, una sola bandera, un solo escudo, un solo país, con sus nacionalidades y comunidades históricas, como Estado heredero de los distintos reinos hispánicos unificados. El monarca es la más alta representación del Estado, el símbolo de su permanencia y unidad.

En definitiva, el respeto a la figura del Rey se traduce como el respeto al Estado y a la Constitución, a nuestro modelo de convivencia y a la norma germinal de nuestra Democracia; respeto, que no por ello ha de confundirse con aprobación. Sucede exactamente lo mismo que si nuestro sistema fuera republicano y esta reflexión se dedicara al presidente de la República (ex. art. 67 de la Constitución española de 1931).

La Izquierda actual, de variadas y encontradas tonalidades, junto con ciertos grupúsculos recalcitrantes y nacionalistas de la Derecha más rancia (que, vaya, que el PNV vaya  ahora de “progre” tiene cojones), baten las palmas por un proyecto de reforma que incluso asustaría al Legislador de la tan añorada (como desconocida) II República

Si acudimos al Código penal de 27 de octubre de 1932, en el Sección Primera, del capítulo Primero, Título Segundo de su Libro Segundo (sí, en Derecho todo parece un trabalenguas), encontramos los delitos contra el Jefe del Estado; en lo que hoy nos interesa, los arts. 148.1 y 149. En la regulación republicana se impone una pena de prisión mayor en sus grados medio y máximo al reo de injurias a la jefatura de Estado en su presencia (de 9 a 12 años); igualmente de prisión mayor en sus grados medio y mínimo (de 6 a 9 años), en medios escritos o publicidad fuera de su presencia. En otros casos, entre prisión menor (de 6 meses y un día a 6 años) o mayor en grado mínimo (6 años, si es grave) y arresto mayor en grado medio (3 meses, si es leve). 

Si comparamos el texto de 1932 con el cuadro realizado unos párrafos más arriba, referido al de 1978, comprobamos que en aquella pasada época no se andaban con chiquitas con este tema.

Todo esto nos lleva a la conclusión más lógica, pues, aunque suene alarmista para los más remilgados, nunca, en nuestra Historia y desde la muerte de Enrique IV de Castilla, ha sido tan fácil dinamitar los cimientos del poder estatal central por parte de esos mismos que nos quieren llevar a los tiempos de los monarcas/presidentes títeres en manos de los señores feudales que no se pueden ni ver.

Despenalizar la injuria y la ofensa hacia la Corona, en un Estado configurado como monárquico, es igual que legitimar todo ataque contra España como país y ente político unido, lo cual es una oportunidad de oro para que partidos nacionalistas, que pretenden la autodeterminación e independencia, obtengan su éxito final tras décadas y siglos de conflicto y falsa negación de la vinculación histórica y social de los territorios que dicen representar con el resto del país, así como de supuesta superioridad racial y moral.

Esta reforma supone tomar el camino fácil y no el tortuoso de un cambio constitucional normalizado y pacífico. Supone un precedente peligroso no solo para el sistema actual, sino para cualquier otro que en el futuro nos queramos dar, porque “si antes sí, ahora también”; es la semilla para una España ajena a la Democracia, donde puedan imperar las corrientes dictatoriales, del sentido que sean, y un poder violento que se revuelve en las calles para aupar tal o cual opción. Es poco menos que una legitimación irracional o una concienciación de que la sociedad embrutecida va a poder dar un golpe de Estado, virar el rumbo democrático sin pasar por los cauces legales y democráticos en el momento que le venga en gana.

Así están las cosas y así las veo yo.

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