Título original: «The Year of Living Dangerously». 1982. Australia, EEUU. 1 h. y 55 min. Drama. Dirección: Peter Weir. Guión: Peter Weir y David Williamson. Elenco: Linda Hunt, Mel Gibson, Sigourney Weaver
Peter Weir lleva a la pantalla una historia nerviosa a pesar del calor y el monzón, en mitad de un país a punto de estallar en el reflejo de un limitado estudio zoológico humano, sobre todo periodístico, con escenas que me recordaron a otras que leí en las páginas de «El honorable colegial», de John le Carré
Este título llevaba varios años apuntado en mi lista de películas a visionar. No os confundáis; no se quedó grabado en mi memoria por culpa de la anécdota, repetida hasta la saciedad, de que Mel Gibson calzaba alzas en los zapatos cada vez que compartía plano con Sigourney Weaver, jocosidad que parece ser lo único que les interesa a los guionistas de los programas de cine, de esos cada vez más difíciles de hallar en la televisión, todo ello con la insana intención de burlarse del australiano mamporrero.
«El año que vivimos peligrosamente», sin saber yo de qué podía ir, emitía un brillo cegador y cautivador a modo de cortos destellos televisivos; un canto de sirena que no tiene porqué ser fatal. La historia nos lleva a la inestable Indonesia de 1965, otro punto caliente más dentro de la cacerola hirviente del Extremo Oriente de aquellos años, con sus constantes guerras civiles, golpes de estado, dictadores de turno y luchas de poder con los dos grandes bloques como grandes titiriteros, todo ello salpimentado con la errónea impresión de que el otrora Max Rockatanski y la teniente Ripley son los protagonistas; incluso la Academia norteamericana así lo entendió al concederle el Oscar a la mejor actriz de reparto a Linda Hunt por su interpretación del ladino pero comprometido reportero gráfico Billy Kwan. No, los protagonistas no son Guy Hamilton y Jill Bryant, sino Billy, y es el propio Peter Weir quien me da la razón, pues Hunt encabeza los títulos de reparto. Es Billy sobre quien gira todo el drama, siendo el resto de personajes meras marionetas entre sus dedos, con las que poder, intentarlo más bien, cambiar el sino de Indonesia (el del mundo) a través del periodismo.
Billy Kwan está entre ambos mundos, chino por parte de padre y australiano por parte de madre, es un “híbrido” entre culturas que llega a un punto absurdo por su apariencia física, prácticamente un enano que observa la desnuda realidad, pero que está ciego con respecto a su impotencia, hasta que se da perfecta cuenta de que está solo pues ningún periodista occidental va a escribir una sola línea acerca del horror que filma y retrata cada noche en los barrios pobres de Yakarta, un material que no interesa ni al único hombre que considera su amigo, Guy Hamilton, el novato reportero de la ABS que luce el rostro de Mel Gibson.
Buena prueba de todo ello es cuando Billy ofrece su material completamente gratis en el bar del hotel y estalla violentamente contra sus compañeros, tan solo preocupados por la gloria personal que acarrea el drama que interesa a los noticiarios a los que sirven, donde el hambre y la miseria ajena están muy vistos.
Tras la larga sombra del pequeño Billy Kwan, quien decide sacrificarse, hacer algo ante el cúmulo de injusticias con las que se ensucia los zapatos cada noche, están Guy Hamilton y Jill Bryan, el periodista recién llegado y la insinuante agente de Inteligencia de la embajada británica en Yakarta, viviendo un romance en medio de la vorágine de una anunciada guerra civil y en el que el carácter de cada uno arañará la superficie hasta hacerlo jirones o dar con una capa dura y resistente. Quien arañará más será Guy que, como periodista de raza, busca la Noticia con mayúscula, viviendo peligrosamente mientras trata de ser convencido por Billy para atacar el desequilibrio social desde su columna, haciendo equipo. Y, entre ambos hombres, está Jill, sensual y lejana, difícil de contentar y adorada por todo aquel que la conozca, una mujer sobre la que Billy se cree con derecho de posesión en una locura in crescendo.
Peter Weir lleva a la pantalla una historia nerviosa a pesar del calor y el monzón, en un país a punto de estallar en el reflejo de un limitado estudio zoológico humano, sobre todo periodístico, con escenas que me recordaron a otras que leí en las páginas de «El honorable colegial», de John le Carré; pero nada como el personaje de Billy Kwan, punto central en la cuerda de la que tiran y aflojan desde ambos extremos. Una historia que al final resume algo a lo que somos muy dados los blancos en cuanto la cosa se tuerce lejos de casa: coger las maletas y salir atropelladamente de la sala de embarque hacia el primer avión que nos lleve a la seguridad, mientras la sangre de otros se vierte a las puertas del hotel Indonesia; una muestra de hipocresía y del concepto de espectáculo de la inestabilidad política tercermundista que logra apaciguar nuestras atribuladas conciencias de salón.
No, la historia de Guy y Jill no es el motor, quizá sí el elemento armonizador, la traslación de la historia que Billy le cuenta a su amigo con las marionetas que guarda en su estudio.
La película conserva frescor, no así la banda sonora de Maurice Jarre, demasiado pegada a lo que se llevaba aquel año 1982; un guión crítico ante la imposibilidad material y/o voluntaria de guiar el árbol social hacia un equilibrio. Y es que no hacer nada es lo más cómodo.
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