martes, enero 16, 2007

Boletín de Enero de 2007 de la Fundación "Letras del Mar"

FELIZ AÑO NUEVO

“En el mar hay una torre,

en la torre una ventana,

y en la ventana una niña

que a los marineros llama…”


LA RADIO NACIO EN EL MAR

Hace ahora cien años que se realizó el primer programa de radio, y sus oyentes – no escuchantes como ahora se dice - , marinos navegando en alta mar, pudieron deleitar sus oídos con la voz y la música retransmitida a miles de millas distancia. Más concretamente, el 24 de diciembre de 1906, el ingeniero canadiense Reginald Fessenden consiguió convertir las ondas electromagnéticas en verbo y realizar la que se considera como la transmisión radiotelefónica pionera en la historia: tras escuchar a Händel, los operadores de telégrafo pudieron deleitarse con las notas emitidas con su violín por el propio Fessenden quien, para poner broche de oro a la ocasión, leyó el relato de San Lucas sobre el nacimiento de Jesús, a la vez que deseó a su audiencia una feliz navidad. Así, teniendo por cuna el mar, nacía un fenómeno de la comunicación que nos acompaña allá donde vamos teniendo, cual si fueran estrellas acústicas anunciadoras a los pitidos de los antiguos mensajes del alfabeto morse de la telegrafía sin hilos. Lo que en su momento representó la creación de un cordón umbilical, que unía de forma permanente a los buques navegando entre sí, y con la tierra. Como padre de este invento ha pasado a la historia Guillermo Marconi, premio Nobel de 1909 que, utilizando la antena de Popov y el cohesor de Branly logró realizar en 1896 una transmisión entre los navíos situados a 12 millas de La Spezia, y en 1901 la primera emisión transoceánica. En España, las primeras estaciones se construyeron en 1901, para comunicar Ceuta y Tarifa.
El primer buque que contó con un equipo de telegrafía sin hilos fue, en 1899, el estadounidense St Paul, y el 23 de enero de 1909 tuvo lugar el primer rescate marítimo que se pudo llevar a cabo a través de la radio: el del británico Republic, que en su ruta a Nueva York colisionó con el italiano Florida, lográndose salvar a los 1700 pasajeros que viajaban en ambos buques; aunque la fama se la llevó el Titanic. Siniestro en el que ya se empleó el SOS – “Save Our Souls”; “Salvad nuestras almas” en español - como mensaje internacional de ayuda, que se adoptó oficialmente en 1912, pocos meses después de esta tragedia. Señal que desde entonces ha contribuido de forma decisiva a salvar muchísimas vidas, hasta el 31 de enero de 1999, cuando la reglamentación internacional ya no impone la obligación de contar con el equipo adecuado para este tipo de transmisiones. Un día después, el 1 de febrero de 1999, culminaba el proceso de implantación del SMSSM, que tras sucesivas actuaciones escalonadas en el tiempo ha proporcionado la adecuación de las flotas al nuevo sistema: la obligación de incorporar, sucesivamente, nuevos elementos de seguridad como radiobalizas satelitales, respondedores radar etc.
La voz, los satélites, internet y la informática han obligado a pasar página, quedando atrás figuras tan entrañables como las de los radiotelegrafistas. No obstante, ahora más que nunca, la radio acompaña a nuestros hombres de mar a todas partes, ayudándoles, entre otras muchas cosas, con algo tan importante como sus boletines meteorológicos, los servicios radiomédicos, o con programas radiofónicos como el veterano “Españoles en la Mar” a través del que llegan a los navegantes noticias, reportajes y, como no, las Letras del Mar.


ALATRISTE Y OTROS SE HACEN A LA MAR

En la nueva entrega del personaje creado por Arturo Pérez Reverte – primera medalla de oro de San Telmo concedida por nuestra Fundación- , su Capitán Alatriste, tras unos anteriores escarceos marineros, se hace a la mar siguiendo los pasos de los personajes hermanos de “La carta esférica” y “Trafalgar”. Y ahora lo hace de lleno navegando por el Mediterráneo con “Corsarios de Levante”, cuando este era un mar español, de las Costas de Berbería a las Bocas de Constantinopla, en periplos en los que Alatriste tan pronto desembarca, saquea, lucha contra piratas o corsarios de toda laya.
Dando un salto de tres siglos, Alejandro Anca Alamillo nos sorprende, nuevamente, con su más que feraz producción de libros sobre temas de nuestra Marina de Guerra, a través de su reciente obra “Torpederos y Destructores de la Armada Española”, que forma parte de la colección de Navantia, iniciada hace casi tres décadas, por medio de la que la constructora naval patentiza su vocación con tan singular obsequio navideño. A través de sus páginas, Anca nos descubre la historia de un tipo de buques de guerra que son los que mejor transmiten el poder naval de una nación, gracias a su potente armamento y sofisticada electrónica.
Luís Mollá desdobla otra vez su profesión de marino con la de escritor debido, sin duda, al éxito alcanzado con su anterior novela “El veneno del Escorpión” con la que consiguió el Premio Nostromo en el 2004, y nos invita a descubrir como eran los Mares del Sur en los últimos años del siglo XVIII con “La tumba de Tautira”, en la que el capitán de fragata Mollá nos sumerge en una historia tan llena de intriga como enriquecedora de conocimientos sobre a navegación en la época de mayor esplendor de la vela.
“La familia Aznar y sus negocios” de la que es autor Jesús María Valdaliso es la historia de uno de los grandes grupos empresariales relacionados con nuestra Marina Mercante, más importantes del pasado siglo XX, centrado fundamentalmente en la Naviera Aznar y los Astilleros Euskalduna; en la misma se hace un especial énfasis en la figura de su fundador Eduardo Aznar de la Sota, auténtico “self made man” que supo encumbrarse en lo alto de la sociedad española del siglo XX.


PRIMERO LA PIQUER Y DESPUES EL MAR

Al cumplirse los cien años del nacimiento de Concha Piquer de quien, por si había dudas de su valía, dijo Rafael de León que “primero está la Piquer, después el mar y luego todo lo demás”, la técnica moderna la revive acompañada de su hija, Conchita Márquez, en un álbum conmemorativo en el que se las puede escuchar con aires tan marineros como “En tierra extraña”, o en solitario con el “Tatuaje” en el que “él llega en un barco de nombre extranjero…”.
Los que también han vuelto por Navidad son “Los sobrinos del Capitán Grant”, recalando con la pieza de nuestro género lírico, de la que es autor Manuel Fernández Caballero, en el madrileño Teatro de la Zarzuela”, con el mismo montaje estrenado en el 2001, y guión inspirado en la obra de Julio Verne, a través del que nos traslada desde una castiza corrala a los barcos en que navegan los sobrinos de Grant en busca de su tío, dándole aire cómico a la novela del escritor francés, que con “Los hijos del Capitán Grant” diera entrada a la trilogía con la que inmortalizó al Capitán Nemo: que vino seguida de “Veinte mil leguas de viaje submarino” y “La isla misteriosa”.
Y dentro del espectáculo “auto servicio” para servirse en casa, han aparecido numerosas novedades en DVD con aire marinero: “Piratas del Mar Caribe. El cofre del hombre muerto”, “El triángulo de las Bermudas”, “Lady Hamilton. La mujer infiel”, “Operación Pacífico”, Arenas sangrientas”, “La batalla del mar de Japón”, “La batalla de Okinawa”, o “Poseidón”, nos acercarán a distintos mares y situaciones, sin movernos del sillón de casa.


EL NAUFRAGIO DEL STELLA MARIS *

“Una mañana de otoño, tendría yo entonces catorce o quince años, vino Recalde, antes de entrar en clase en la Escuela Náutica, y nos llamó a Zelayeta y a mí. Una goleta acababa de encallar detrás del monte Izarra, cerca de las rocas de Frayburu. Recalde el bravo, padre de nuestro camarada Joshe Mari, y otro patrón, llamado Zurbelcha, habían salido en una trincadura para recoger a los náufragos. Decidimos, Zelayeta, Recalde y yo no entrar en clase, y, corriendo, nos dirigimos por el monte Izarra hasta escalar su cumbre. Hacía un tiempo oscuro, el cielo estaba plomizo, y una barra amoratada se destacaba en el horizonte; el viento soplaba con furia, llevando en sus ráfagas gotas de agua. Las masas densas de bruma volaban rápidamente por el aire. Tomamos el camino del borde mismo del acantilado; las olas batían allí abajo haciendo estremecerse el monte. La niebla iba ocultándolo todo, y el mar se divisaba a ratos con una pálida claridad que parecía irradiar de las aguas. Contemplábamos atentos el telón gris de la bruma. De pronto, tras de un golpe furioso de viento, salió el sol, iluminando con una luz cadavérica el mar lleno de espuma y de color de barro. Con aquella claridad de eclipse vimos entre las olas la lancha que intentaba acercarse a la goleta encallada. -¿Es tu padre el que va de patrón?- le pregunté a yo a Recalde. -No, es Zurbelcha- me dijo él. Zurbelcha, envuelto en el sudeste, encorvado hacia adelante, llevaba el remo que hacía de timón, era el práctico que conocía mejor la costa y los arrecifes. Un movimiento a destiempo, y la lancha se estrellaría entre las rocas. Zurbelcha tenía los nervios de acero, y una precisión de algo matemático. Los remos se hundían y se levantaban rítmicamente; a veces los remeros daban una pasada para atrás, con el objeto de no avanzar, sin duda esquivando alguna roca. Olas como montes y nubes de espuma ocultaban, durante algún tiempo, a aquellos valientes. En la cubierta del barco encallado, dos hombres y una mujer accionaban y gritaban. El viento nos trajo sus voces. La lancha se fue acercando al costado de la goleta, estuvo sólo un momento junto a ella, y se desasió violentamente del casco del buque perdido y se hundió entre las espumas. Los dos hombres y la mujer desaparecieron de la cubierta. Creímos que la trincadura había desaparecido en el mar. Esperamos con ansiedad, registrando el horizonte con la mirada. Allá estaban; los vimos entre la niebla. Zurbelcha seguía inclinado sobre su remo y la lancha avanzaba hacia el puerto. Quedaba otra dificultad: el pasar la barra. Recalde, Zelayeta y yo llegamos a la punta del muelle en este momento. El atalayero, desde las rocas, fue dando instrucciones con la bocina a Zurbelcha, y la lancha pasó sin dificultad. Poco después, los náufragos estaban en tierra firme. De los dos hombres, uno era alto, viejo, de sotabarba, vestido de negro, con gorra; el otro, pequeño y moreno. La mujer llevaba un niño en brazos. Zapiain, el relojero y corredor de comercio, se entendió con ellos. Eran bretones, no hablaban más que su idioma y algo de francés. La goleta se llamaba Stella Maris, y era de matrícula de Quimper. No pudieron explicar lo que había pasado con los demás marineros. Sin duda la tripulación del barco, dándose cuenta del peligro antes que el capitán, se apoderó del bote, que chocó con algún arrecife y se fue a pique. Días después, pasado el temporal, se intentó sacar de los escollos al Stella Maris; pero fue imposible. La quilla estaba hincada entre los peñascos de Frayburu, y no hubo manera de arrancarla de allí y de poner el barco a flote. Los prácticos desistieron de la empresa, y aconsejaron al capitán bretón que aprovechara la carga y abandonara lo demás. Así se hizo; cuando mejoró el tiempo, unos cuantos hombres descargaron el barco y lo desmantelaron. Quince días después, el cabo de miqueletes del puesto de la carretera de Elguea participó al comandante de Lúzaro que en la peña llamada Leizazpicuan encontraron el cadáver de un hombre de unos cuarenta años de edad, arrojado por las olas. Vestía el cadáver traje de marinero, compuesto de elástica de lana de punto y pantalón y chaleco con botones amarillos. Aparecía calzado sólo en el pié derecho; le faltaba la mano del mismo lado y tenía el rostro carcomido. Sentí verlo, porque después, durante mucho tiempo, se me venía su imagen a la memoria”.
PÍO BAROJA
(*)
Para comenzar este nuevo año, y diciendo adiós al 2006 en el que, con motivo del cincuenta aniversario de su muerte, se recordó la figura de Pío Baroja – nuestro grande de la narrativa marítima – reproducimos un pasaje en el que, a través de su personaje Shanti Andía, nos describe de forma magistral un naufragio ante las costas cántabras.

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