Hace
ya unos cuantos días que hemos visto cómo a Leo Messi le han concedido (otra
vez) el dichoso Balón de Oro, en detrimento de Andrés Iniesta (del otro
prefiero ni mentar una sola palabra). No soy muy dado al futbol de unos años
para acá y el último partido que he visto fue cuando se ganó la tercera
Eurocopa; pero es una empresa del todo imposible el verse ajeno y no ver tu
vida coaccionada por el “deporte rey”. Esto lo puede corroborar cualquiera.
Por
supuesto, en este artículo no me voy a molestar lo más mínimo en discutir si
Mengano o Futano se lo merecía más que el otro, o el curioso estilismo del
ganador. No. Así que el que se ha visto con el pecho henchido de ira por la
razón que sea y que sólo entiende él, que se nos tranquilice.
La
diferencia que había este año en el Balón de Oro es que parecía que era posible
que hubiera alguien más que Messi o C. Ronaldo. Hubo voces de “Y, ¿por qué no
Casillas?” Ahí estaba Iniesta para probarlo. A lo que yo podría sumar otros
nombres de tipos que para nada juegan en una marcación de delantero. Todo esto
me ha llevado a divagar y a perder el tiempo, llegando a la conclusión de que estos
premios de la FIFA, que más bien parecen recompensar al que más camisetas
vende, tiene su claro reflejo en la vida.
Sin
discutir la calidad del premiado y del “Triste” para marcar goles, ¿qué pasa
con los demás? ¿Es que ya tenemos en la cabeza que un equipo gana por que haya
un “iluminado” que empuja un balón contra la red? ¿Qué pasa con aquellos que
están detrás y que elevan el esférico hasta la portería contraria? ¿Qué pasa
con aquellos que frenan a los delanteros y que paran sus disparos a puerta? ¿Es
que acaso no hacen nada?
Estas
cuestiones no son una asnada y, si no, que cualquiera acuda a la prensa
“deportiva” (sí, entre comillas) cuando alguno de estos cracks pincha y se
lesiona. Viene la Hecatombe. La Crisis. Como si, faltando ellos los demás
fueran una panda de inútiles que no saben ni llevarse el dedo a la nariz para
sacarse los mocos.
Y
otro tanto se da en la vida real, entre yo y vosotros. Negarlo es faltar a la
verdad.
Ocultos,
tras ese “Golden boy”, bronceado, atlético y metrosexual, que queda bien ante
todos y que se lleva los méritos por que otros, atrás, en la sombra, esos “que
no hacemos nada”, fundan los cimientos. De esos que más bien “estorbamos” la
labor del amado e ilustre líder. Vamos, ¿quién no se ha sentido así habiendo
currado en la oscuridad de sótanos, salas de máquinas y entre polvorientos
libros, además de delante de pantallas de ordenador (“para sólo jugar, seguro” esa
frase también es famosa)? Y luego, después de todo ese esfuerzo, viene ese tipo
delantero, le llega el asunto a los pies y se lleva los aplausos y el
reconocimiento por, como he escuchado esta mañana, “llevar el plato a la mesa”.
Ese que realiza una labor equivalente al 1% y se lleva a los bolsillos el 99%.
Uno
de nuestros mayores enemigos es no dar el valor que se merece nuestro trabajo,
pero también resulta ser algo propio a nuestra malsana sociedad este concepto
de ensalzar y elevar a los altares a esos que, al final, no son más que la
punta de un iceberg y que, igual, aún faltando ellos no habría cambiado el
resultado final.
No
consideramos un trabajo lo que hacen nuestras madres en casa, como tampoco
aquellas personas que, escoba en mano, limpian las apestosas avenidas cada
mañana o que se molestan en cambiar las bombillas fundidas de las farolas.
Tampoco a aquellas otras que en oficinas ven cómo su trabajo es considerado
como de escasa importancia y hay quien cree que sólo se dedican a pasar
escritos de a mano a máquina y mirar al techo.
Es
algo tan simple… Pero si falta el sargento de máquinas, lo más seguro es que el
patrullero no vaya muy lejos por mucho que esté el comandante sentadito en el
puente, o que una empresa normal funcione en condiciones (vamos, es que ni
podemos hablar de que funcione) si la persona que se encarga de tareas
administrativas (ese puesto que parece sólo destinado a los parias) está
ausente. Podría dar ejemplos para aburrir.
A
fin de cuentas, somos el gran montón de gente normal, corriente y moliente, de
centros, defensores y porteros que nos llevamos las hostias para que el niño
favorito marque gol porque le ha tocado en suerte.
Pero
claro, no debemos generalizar y cada uno que vaya a su caso concreto.
Si
hasta mantenemos esa ridícula y horrible discriminación laboral referida a los
trabajos no cualificados… ¿Acaso los que crearon tal “categoría”, esos que “ni
entienden ni quieren entender”, tienen el real conocimiento de lo que se hace
en esos puestos cuando ellos no saben ni cambiar unos plomos?
Lo
grave es que a esas personas que están por debajo del “golden boy”, entre las
que nos encuadramos la mayoría, nos cuesta mucho que la gente nos tome en
serio, aunque, en realidad, seamos lo mismo que ese niño adorado del 1% o,
incluso, más.
¿Qué
hacer? ¿Rebelarnos? Pero, ¿para qué? ¿Es que acaso dudamos aún de quién triunfa
en este país?
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