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Lourdes Márquez desentraña la etapa en que la bahía de Cádiz, tras Trafalgar, se llenó de barcos para encerrar a los franceses vencidos
PEDRO ESPINOSA Cádiz 28 JUL 2014 - 00:14 CEST
Las guerras no terminan en una bandera blanca. Sus efectos permanecen más allá de la celebración de una victoria o la asunción de una derrota. La historiadora gaditana Lourdes Márquez, experta en la batalla de Trafalgar, la contienda que enfrentó en 1805 a los entonces aliados hispanofranceses frente a la Armada inglesa, se propuso saber qué había pasado con esos hombres que vivieron los años convulsos que terminaron en la Guerra de la Independencia, de cuyo final se cumplen ahora 200 años. Y supo que en las aguas de la bahía de Cádiz hasta nueve barcos sirvieron de prisiones, como relataba en una reciente conferencia en la casa de postas de Villanueva de la Reina, en Jaén. Navíos en los que la gente escapaba, asistía a teatro y conciertos y, en su mayoría, moría. Un mapa, descubierto en la Biblioteca Nacional de Francia por ella, fija la ubicación de esas cárceles flotantes. Los pontones.
Cuando se cumplía el bicentenario de Trafalgar, Lourdes Márquez recibió el encargo de profundizar en el destino de los barcos naufragados. “Me di cuenta de que se había abordado mucho la táctica militar pero se había escrito poco de qué ocurrió con las personas”. La apasionante historia de esos sobrevivientes la llevó a avanzar unos años más e investigar qué fue de los prisioneros franceses que cayeron en la Poza de Santa Isabel, Villanueva de la Reina o Bailén. Los que habían sido aliados en Trafalgar pasaron a ser enemigos de los españoles y, a medida que iban siendo vencidos, eran llevados a esas cárceles flotantes.
“A las autoridades españolas se les planteó un verdadero problema para poder acoger a todos estos prisioneros de guerra que iban llegando”. Por eso se habilitaron viejos barcos desprovistos de todos los elementos de navegación. En total, fueron nueve, que Lourdes Márquez enumera en su libro Recordando un olvido (Círculo Rojo), en el que, con ilustraciones del pintor Adolfo Varela, disecciona la vida a bordo: “Las condiciones eran lamentables. Muchos las llamaban sepulcros flotantes. A los prisioneros de la armada de Rosily se les sumaron las tropas del general Dupont que cayeron derrotadas en Bailén”.
La investigadora se encontró con una dificultad. No había bibliografía anterior sobre el encarcelamiento de prisioneros franceses en estos pontones. Pero pudo localizar testimonios de soldados de ese país como Maffiotte, Henry Ducor o Claude Etienne Henry Bernard, el marqués de Sassenay, quienes estuvieron presos allí. Los barcos tenían 60 metros de eslora y 15 de manga. Llegó a haber hasta 1.000 hombres en cada navío. “Apenas había comida y bebida. Algunos testimonios hablan de episodios de canibalismo. Aparecieron enfermedades como el escorbuto”. Morían tantos que los cadáveres se arrojaban al mar, lo que originó un problema inesperado: “Hubo que prohibir tirar los cuerpos al mar porque los pescadores sospechaban del enorme tamaño que tenían los peces que nadaban en esas aguas plagadas de cuerpos putrefactos”.
Pero en esta dramática estancia, había respiraderos. Había tiempo para jugar a las cartas o para asistir a bordo a espectáculos como el de las sombras chinescas, precursoras del cine. En el pontón Castilla, donde eran encerrados los presos de clase alta, había conciertos en la cubierta principal e incluso la burguesía gaditana se acercaba a ellos en barcas. “Había repertorios de Mozart, Cherubini o fragmentos de ópera bufa”. El clarinetista Perret consiguió la libertad a cambio de deleitar con su música a un oficial inglés. La vida en los pontones inspiró la ópera Les pontons de Cadix, estrenada en París en 1836, cuyo libreto exhibe Lourdes Márquez en su libro.
Llegó un momento en el que la cantidad de presos obligó a tomar la decisión del traslado. En 1809, mil hombres fueron enviados a Inglaterra; 1.500, a Canarias; y 5.300, a Baleares. De ellos, 4.500 fueron abandonados en la isla de Cabrera. Lourdes Márquez destaca que de los 24.776 prisioneros militares y civiles de Cádiz, sólo sobrevivieron 7.082. Muchos de los que vencieron a la muerte no pudieron ganar a la cordura, como ha certificado el historiador alemán Hans-Dieter Zemke, quien recopiló datos de los soldados franceses muertos en el hospital de Sanlúcar entre 1810 y 1812. “Acabaron en manicomios o dedicándose a acciones humanitarias como sacerdotes”.
Lourdes Márquez ha relatado su trabajo en la conferencia de Villanueva de la Reina donde sí se han acordado de los 206 años transcurridos desde que allí se firmaron las capitulaciones para certificar la rendición del ejército de Napoleón o los 200 años desde el final efectivo de la Guerra de la Independencia. La historia sigue hablando como ese mapa que Márquez encontró en la Biblioteca Nacional Francesa y que sitúa perfectamente cinco de los pontones de Cádiz. Las cárceles flotantes donde se escuchaba música, se jugaba a las cartas, apenas se comía y que fue la tumba de tantos hombres.
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