Mi primera experiencia personal con la tecnología informática fue a muy temprana edad. Por entonces, los monitores tan solo daban acceso a un espacio insondable, profundo y negro, donde brillaban algunas luminarias verdes, luego blancas, con forma de caracteres. La poca información que se podía guardar se comprimía en enormes disquetes blandos de 8 pulgadas, enormes de tamaño pero ridículos en cuanto a capacidad; también estaban aquellas alocadas cintas magnéticas, mas no se necesitaba otra cosa.
Mis padres, por la razón que fuera, aún siéndoles imposible adquirir un mostrenco de semejantes dimensiones y coste para ser enchufado a la corriente, como visionarios ingenuos de un futuro que no tardaría en hacerse realidad, no pusieron reparos a que participara de clases, incluso particulares, donde aprendiera lo básico de un sistema operativo y de esos incipientes programas que revolucionarían el mundo, apegado aún a la dolorosa máquina de escribir y a cuantos sistemas analógicos pudiera uno imaginarse; y eso que no tuvimos un ordenador en casa hasta varios meses después de que cumpliera los 18 años, más que nada por entenderse como una herramienta que yo ansiaba poseer y que podía permitirme mejorar incluso en los estudios universitarios que me disponía a emprender finalizado el verano. Aquella primera torre contenía un quejumbroso disco duro de 5 gigabites por la que me tuve que pelear con el de la tienda para que le instalara un reproductor de DVD, pues para qué diantre quería yo eso en 1999. También eran tiempos en los que se escuchaba con fuerza el aserto de que un ordenador apenas tenía utilidad vigente ni futura. ¿Qué quedará de aquellos iluminados? Habrán acabado masticados y escupidos en la cuneta de alguna carretera.
Durante mi paso por el presidio escolar, del que no guardo migaja peregrina alguna de añoranza “egebera”, solo la insólita clase en el aula de informática, donde se nos enseñó a dibujar básicas formas geométricas a base de largos códigos de comando MS-DOS, me resultaba algo cercano al paraíso en la tierra; cosa no muy distinta sucedía en Secundaria, aunque fuera a fuerza de repasar trucos del Word o, en sesiones vespertinas, a estar jodiendo ordenadores a base de reformatearlos a hurtadillas e instalando de nuevo el sistema disquete tras disquete, hasta completar una serie que podría acercarse a las quince unidades (y una vez fuimos demasiado lejos, aunque no pudieron acusarnos de nada). Éramos así, mas no lo suficientemente aguerridos ni intrépidos como para encontrar a alguien que nos introdujera en la arquitectura informática, el hardware y, no digamos ya, que nos ayudara a rascar la primera capa de dulce y tediosa rectitud de chicos aplicados y formales para convertirnos en hackers. Esto último sí qué lo considero una lamentable desgracia.
Crecí a la sombra de un ordenador que sabía que no acariciaría hasta pasados muchos años. Con mirada soñadora escuchaba a ciertos entendidos en la materia preconizar acerca de un futuro inmediato en el que los niños dejarían de cargar sofocantes mochilas con libros de texto reventando la cremallera, pues todo el saber necesario quedaría confinado en los márgenes estrechos y planos de un dispositivo digital, de simples cajitas. Hablaban de tablets, incluso de Internet, conceptos que comenzaban a dar sus primeros y vacilantes pasos, sin que nadie, ni los más visionarios, pudieran advertir cómo afectarían a nuestro día a día entrado el s. XXI, pues aquellos que gustaban en aquella de la informática eran psicópatas en potencia.
Lo que más me asombraba en general de los ordenadores era poder escribir en una pantalla y poder corregir el texto, evitando los errores antes de herir el papel. Como poco, me resultaba revolucionario, con unas posibilidades extraordinarias para alguien que no había dado aún el estirón, pero que se asomaba al mundo de la literatura. Aunque entonces no podía dar con las palabras para la idea formada en mi cabeza, allí estaba ella: la democratización de la escritura.
Democratización. Y, no hay quien lo dude, así ha sucedido. Y parcial putrefacción de la cultura, también.
Podéis reíros de mí, pero por entonces tenía la absurda convicción de que un escritor de verdad escribía a máquina con todos los dedos y sin equivocarse jamás; que el asqueroso corrector de pincel era una herramienta marginal para estudiantes o para torpes que tardaban un minuto entero en pulsar quince teclas. Que la narración flotaba directa, sin revisión, desde sus frentes al folio.
Si no fuera por estos sistemas y programas, con toda seguridad, en mi vida no habría escrito un solo cuento de más de una cara, ni habría acometido la estúpida empresa de reunir notas que terminaran siendo una novela o un ensayo histórico; incluso este mismo post. Y sin Internet tampoco, pues es un generoso pecho del que mana información dulce y caliente.
El avance de la tecnología informática ha permitido la consecución de muchos de mis pequeños proyectos personales, pero su extraordinario desarrollo me ha mostrado también el reverso de la moneda; una afección a mi propia capacidad intelectiva que me ha abocado a reflexiones, cuanto menos, alarmantes. No quiero escribir aquí otra agria soflama contra las Redes Sociales, pues ya lo hice en su día sin promoverme satisfacción alguna, y sería tedioso volver a la cuestión sin que haya nada nuevo en mi lengua que decir; pero sí sobre la realidad edificada en torno a mi experiencia personal.
Cuando Íker Jiménez trató en un programa acerca de la transhumanización, ese próximo paso evolutivo del ser humano que parece obligado a introducirse físicamente en un medio artificial a través de prótesis cibernéticas y derivados para potenciar unos cuerpos frágiles y perpetuar y extender unas capacidades intelectivas y neuronales más allá de la Muerte, un habitual entre sus colaboradores, Santiago Camacho, advirtió que ya contábamos con un segundo cerebro o uno extendido gracias al actual y permanente acceso a la información a través de dispositivos conectados a la Red.
Pero para mí no existe una extensión neuronal, solo un desinterés paulatino e irremediable en el ejercicio de nuestras propias capacidades.
El sector laboral al que permanezco aún encadenado me obliga a bregar entre oscuras figuras necesitadas de interpretación, de apoyo doctrinal, de un análisis por encima del simple texto consagrado (por suerte, no me sucede lo mismo con aquello referente a mis aficiones, entre los que está la escritura y la investigación histórica). Estas figuras me resultan harto familiares y su raquítica desnudez debería conservarse indemne en mi retina; sin embargo, no es así. El que pueda echar mano a tal artículo o a la norma una y otra vez, a golpe de clic, me permite no aprender. Parece absurdo, pero así es. Nada de todo ese conocimiento claveteado en Internet desde hace años, agarra en mí, pues ya no resulta necesario. Es más, no sé hacer nada sin un monitor encendido a varios centímetros de mi nariz; crecí y trabajé sin esta herramienta, pero ya no soy capaz de vivir sin ella pues soy su más humilde siervo. Mi cerebro está blando y gordo, es perezoso y prefiere invertir el tiempo en soluciones fáciles que no supongan un esfuerzo intolerable y tedioso. Lo que leo y trascribo para cumplir con aquello para lo que me pagan no echa raíces en mí; cada vez que vuelvo a ello lo hago como un turista amnésico. Me ofusco cuando doy con una página que ha desactivado la función de seleccionar y copiar; al contrario cuando sí se puede y lo llego a hacer de modo que no llego a terminar de leer lo que estoy trasladando de tan dichoso que estoy; apenas absorbo un ínfimo porcentaje de su contenido al estar preso de la cultura de la inmediatez; de otra manera, se me nubla la vista.
Apenas hay dentro de mí nada salvo tinieblas que se revuelven cuando tengo que enfrentarme a deberes profesionales en un campo que aborrezco, que ni me llena ni me realiza. Puede que esto último explique gran parte de todo este mal, pero no por ello el amargor en más llevadero. Y tengo la terrible sensación de que yo no soy el único aquejado por semejante enfermedad: puede que la esté compartiendo con una generalidad de individuos repartidos por cuanto ancho es el planeta.
No estudio tal ley ni tal figura, ¿para qué?, siempre estarán allí, imperturbables, en ese “cerebro extendido”, con cientos de miles de caracteres que las explican. Apenas queda el poso de unos detalles, mas lo importante permanece en bits al otro lado del cable telefónico, como un alto acantilado de roca que seguirá alzándose sobre el mar durante milenios tras nuestra muerte, por mucho que las olas golpeen su base sin descanso. Busco y encuentro con facilidad y no retengo ni leo, pues ya no hay necesidad de consultar gruesos volúmenes en los que no había posibilidad de tomar el atajo de ctrl.+f. Pavor me provoca tener conciencia de esto, insignificante en apariencia, pero que dista mucho de ser una inocente broma pues: ¿qué clase de inteligencia estamos desarrollando o mermando?, ¿estamos en un primer estadio social de una cultura con un acceso aburguesado a toda la información del mundo, como nunca antes se había alcanzado, y que lo desdeña por voluntad propia para vivir en una ignorancia de simplicidad y comodidad?, ¿quién sabe si no acabaremos como los negligentes eloi de la historia de H. G. Wells, que nacen, crecen, se reproducen y mueren sin preocupaciones, con el conocimiento consagrado en libros que se van haciendo polvo? Todo esto es terrible.
Es más, lo que aprendí años atrás ha ido cayendo con ligereza en el averno del olvido. Si me preguntáis por la tabla de multiplicar del 6, puede que salga airoso, eso sí, si lo hacéis con la del 7, el 8 o el 9, la cosa se complica; las divisiones ya son un terreno demasiado hostil… Sí, un niño de Primaria sacaría más que yo en un examen, aunque yo sepa cosas que él tardará años en llegar a entender.
Sin embargo, ¿qué sé yo? Si me comparo objetivamente con mis padres, soy un estúpido. No hablo de la negligencia propia de la juventud y la falta de experiencia (no en todo), sino de que ellos adquirieron conocimientos, todos los que pudieron. Por mi parte, de la rama familiar pertenezco a la primera generación con formación superior, aún cuando nuestros ascendientes en primer grado no llegaron a completar la educación básica; he leído miles de libros, he pasado aún más horas con la cabeza gacha preparándome para superar exámenes en materias que pronto quedarían relegadas al olvido por inútiles; toda mi vida se resume en un título en papel timbrado, combustible para el fuego tan ideal como la hojarasca seca, que me llama de Don y que me hace poseedor de una licenciatura, pero estoy a años luz del saber fértil de mis padres, más conectados a la tierra, pues conocen las siembras y las recolecciones, los tiempos de la caza y la pesca, interpretar las señales del cielo, interactuar socialmente, recitar una larga lista de objetos cuyos nombres son propios y su utilidad desconocida para mí… Joder, si hasta saben cambiar un enchufe, algo para lo cual yo necesitaría consultar una video de Youtube, por el simple hecho de que nunca me he tomado la molestia de aprender y, desde hace años, de asimilar.
Pero esto de lo que hablo no es más que un destello de algo sobre lo que ya los expertos están alertando: estamos perdiendo nuestra capacidad para hacer recuerdos gracias a los dispositivos a los que nos hemos atado y yo lo he experimentado en primera persona. No creo que tenga que ver con mi ineptitud para saber muchas veces en qué día de la semana estoy respirando, pues la rutina es tan arrolladora como un camión de gran tonelaje, sin frenos ni conductor, circulando por la Gran Vía de Vigo, cuesta abajo (pobre del que se interponga en su camino). Pero sí con una carencia de ejercicio para la observación. Esto me sucedió tras la visita al Museo naval de Ferrol, disparando fotografías sin descanso ni calambre que paralizara el dedo índice: en casa y enchufada la cámara al ordenador, descargué las cientos de instantáneas y, al estudiarlas, descubrí no pocos objetos y detalles que parecían no haber estado físicamente en el lugar cuando pasé delante de ellos. La lista fue tal que el reparo a seguir cargando con el pequeño aparato me acompañó durante meses. Me había convertido en un visitante de museo no a través de mis propios ojos, sino a través de la minúscula pantalla de la cámara, la cual me devolvía un mundo compacto y pobre, sin brillo ni realidad. Es como si nunca hubiera estado en aquel recinto.
Me resultó terrible y triste darme cuenta de ello. Y la cosa no termina cuando la tecnología que se anuncia no lo hace para ayudarnos, sino para encargarse de hacerlo todo por nosotros. Mierda, si ya se habla de inteligencias artificiales que amenazan con dejar en el paro a los abogados.
Si hasta hay quien se jacta de que en un futuro cercano no se necesitará aprender otro idioma, ni harán falta traductores humanos... No aprender...
¿Qué somos? Pregunta que ha desollado muchas mentes entregadas a la Filosofía. ¿Somos una generación débil y amante de la desidia, carente de estímulos, que ha alcanzado una plenitud en la que ya no hace falta esforzarse, aprender, tener miedo a la inseguridad? Estamos abocados al desastre. Nuestra cultura podría sucumbir durante un apagón digital; basta con que una tormenta solar que escape de la estadística nos golpee para condenarnos como una Atlántida moderna, pues somos arrogantes en nuestra ignorancia adquirida, apenas sabemos nada y lo que aprendemos no sirve de nada. A la intemperie no duraríamos ni un asalto y el retroceso sería más de lo que podríamos soportar.
Y lo peor es la manipulación actual del Pasado que incluso hemos vivido. ¿Qué sucederá cuando las personas que vivieron tal hecho mueran y un "espabilado" lo cambie en la Wikipedia? Por ejemplo, el 20% de los llamados millenials, según un estudio, cuando se les menta "holocausto judío" ponen una cara como si se les estuviera hablando en chino. ¡Increíble! Y en Inglaterra hay chavales que no les suena de nada Winston Churchill...
Por no hablar de nuestra piel de toro, donde hay universitarios que se sorprenden de que los diputados durante el 23-F no alertaran de la situación mediante mensajes de texto a través de sus móviles o que Adolfo Suárez era el general de la GC durante el golpe... ¡!
¿Qué no se estará manipulando ahora, delante de nuestros ojos, en directo?
Puede resultar irónico que exponga todo esto trasladándolo a una hoja en blanco del Word, con los ojos aprehendidos a esa pantalla que parece agostarnos y pudrirnos por dentro. Al menos tengo el consuelo de que lo he escrito antes a mano en un bloc de notas; consuelo agridulce.
Me pregunto si alguien estará adoptando contramedidas para salvaguarda de nuestra sociedad. Quizá exista ya una red de hombres-libro. Quizá no exista otra cosa que una hoja de guillotina pendiendo sobre nuestras cabezas, a la espera de que activemos el mecanismo, sin necesidad alguna de que alguien se tome la liberalidad de pulsar el botón y el cielo se cubra de estelas nucleares.
Y a todo esto, mi pregunta final: ¿cómo es posible que algo tan maravilloso como la informática pueda abocarnos a este pavoroso presente? La inteligencia artificial lo tendría claro: «la culpa es única y exclusiva de los humanos, a mí no me mires».