Título original: «One, Two, Three». 1961. EEUU. 104 min. Blanco y negro. Director: Billy Wilder. Guión: I. A. L. Diamond y Billy Wilder, basándose en la obra «Egy, Kettö, Három» de Fernec Molnár. Elenco: James Cagney, Horst Buchholz, Pamela Tiffin, Arlene Francis.
Wilder lo deja claro en un mundo al borde de la destrucción: todos son unos idiotas sin excepción, denunciando el doble juego de la sociedad alemana y la irresponsabilidad de los bloques enfrentados
La ocasión la pintaban calva. El mundo estaba al borde de la guerra termonuclear, del choque final entre Occidente y la URSS; Berlín era el centro mismo del fin del mundo, una ciudad dividida por el (aún invisible) Telón de Acero. Las páginas de los periódicos oscurecían ante el terror cada vez más cercano. Todo se tornaba tan dramático por momentos que hubo algunos genios que trataron de hallar y abrir una válvula de escape que rebajara la tensión, al menos, durante una hora y media, dos horas como acostumbra la Industria. Si Stanley Kubrick filmó la extraña y divertida «Dr. Strangelove», Billy Wilder ofrecería al público «Uno, dos, tres», una obra no tan recordada que adapta cinematográficamente el libreto teatral de Ferenc Molnár, pero que mete el dedo en el ojo más que ninguna otra de la época, no dejando títere con cabeza gracias a un lenguaje del todo políticamente incorrecto y a unos personajes en un Berlín en el que los del Oeste actuaban como si no hubiera ocurrido nada desde 1932 (“¿Adolf? ¿Qué Adolf? Es que yo estaba en el subterráneo y no me enteraba de nada”) y en el que se ocultaban nazis con distintas y adaptables pieles; y en el que los del Este habían dejado atrás el acerado abrazo paternal hitleriano por el no menor apretado stalinista.
La película está protagonizada por C. R. MacNamara (James Cagney), el sufridor y sufriente director de la fábrica de Coca Cola en Berlín occidental, quien aspira a dejar de ir dando tumbos por todo el globo con su familia a cuestas y obtener el preciado puesto de directivo en Londres. Mientras mantiene el núcleo familiar junto a su esposa Phillys, una mujer de carácter y nada sutil humor (“Sí, mein führer”), cuya compañía compagina con la de su fogosa secretaria, Fraulein Ingeborg, el Sr. Hazeltine, su superior en Atlanta, encarga a MacNamara que tutoree por un tiempo a Scarlett, su hija de 17 años en su estancia en la ciudad dividida, una escala más en su periplo por toda Europa. MacNamara, como buen hombre de negocios, ve la oportunidad de quedar bien con la compañía más allá de las cifras de ventas; lo malo es que no pensaba, ni por asomo, que la pequeña Scarlett Hazeltine era un tanto casquivana y que, para colmo, acabaría enamorándose de y casándose con Otto Piffl, un recalcitrante y rijoso comunista del Berlín oriental, con quien planea fugarse a Moscú (a donde habría que remitirle sus revistas de moda y cotilleo).
La cabeza de MacNamara peligra si el escándalo revienta las paredes de su despacho, por lo que urde una trampa para que el joven rojo acabe apresado al otro lado de la Puerta de Brandemburgo, en manos de las camaradas nada corteses de la Volkspolizei. Pero la noticia que trae el médico tras atender el desmayo de Scarlett da una vuelta de tuerca que enloquece la trama hasta límites insospechados, siendo que la mejor parte de la película transcurrirá en el sector soviético.
El guión da palos más hacia la Europa dividida que hacia la América capitalista, aunque, sin duda, ésta última se representa gracias a la escasamente iluminada cabeza de Scarlett. Para Wilder está claro: todos son unos idiotas sin excepción. Mientras, denuncia el doble juego de la sociedad alemana, hace otro tanto con el comunismo, con un Otto que inicia una frase denunciando el belicismo de Occidente y la remata con una nada velada amenaza, puramente bélica, contra el capitalismo; aunque la parodia es marxista (de los hermanos, no nos confundamos), a medida que el reloj corre, con un Otto en proceso de conversión (demasiado rápida y eficaz) al capitalismo (o a ser un comunista rico), llega a ser un incordio, pues los personajes no hacen otra cosa que gritar y gritar.
Ciertamente, no sé qué treta arguyó el director para poder grabar en el Berlín oriental, sobre todo la persecución en automóvil (el soviético desgajándose en cada curva), pero es una película que parece adelantarse a muchos hechos: su estreno data de 15 de Diciembre de 1961 y se filma con anterioridad a que las relaciones entre bloques se tensen hasta el punto de hacer realidad el Telón de Acero el 13 de Agosto de 1961; por otra parte, el guión aduce al idílico noviazgo entre la URSS y Cuba (“Ellos nos mandan puros, nosotros misiles”), siendo que EEUU descubriría las bases de lanzamiento en la Gran Antilla unos meses más tarde, provocándose la Crisis de los Misiles (14-28 de Octubre de 1962).
Wilder juega con el humor con un asunto muy serio, sobre todo siendo él (como toda su familia) una víctima de la maquinaria de exterminio nazi, con un discurso claramente enfocado a atacar los totalitarismos, se vistan del color que quieran con tal de ensombrecer sus verdaderas intenciones. A él no le engañan.
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