Desaparecer de ese mundo digital, por la razón que sea, es una idea que vuelve a hacerme el amor; más cuando hace nada salió la noticia del décimo aniversario de Facebook en español. Me puse enfermo al comprobar que llevo prácticamente otros tantos años dado de alta en la dichosa plataforma, incitado, creo recordar bien, por mi compadre Trikar. Y a Facebook le llegó Twitter (con idéntica sirena barbuda al otro lado del correo electrónico).
En su día, el invento de Zuckerberg me pareció espléndido como herramienta de contacto y difusión. No paraba de recibir notificaciones de viejos camaradas pidiéndome “amistad”; y no hacía otra cosa mejor para perder el tiempo, febril por no quedarme a la zaga en una carrera mundial por conectarlo todo, que coleccionar nombres familiares del Pasado. Y no siempre lo hacía guiado por la dulce mano de la fraternidad recuperada, sino por cotillear entre visillos qué fue de Fulanito o Menganita, espiando su perfil, intercambiando un par de mensajes vacuos y regresando al silencio más ignominioso, ese que nunca debió romperse.
Las que menos, era para dar a conocer tal o cual artículo, libro, etc., como sigo haciéndolo.
Por supuesto, debido a mis aficiones, pude contactar con gente a la que ni en un millón de años habría conocido y con los que aún me unen ciertos lazos, endebles, pero regulares, tanto como lo permiten estos odiosos y acelerados tiempos para máquinas de carne y hueso que aún van al paso. Pero está ese lado negativo… Me pregunto, a lo largo de esos diez años transcurridos en un suspiro, cuánto tiempo he perdido repasando mi muro de arriba para abajo como las páginas de una revista cuyo contenido me resulta indiferente, incluso como para llegar al punto de arrojar sin pena alguna la publicación al fuego de la chimenea. Cuánto he malgastado en aquello que Facebook se preocupa cantidad de que conozcas desde la A hasta la Z: Farmville, Farm heroes… ¿Acaso no he echado suficientes horas como para tener plena conciencia de que soy un negado jugando al póquer online de Zinga, dando lo mismo si es Texas Hold’em que Omaha?
Y tengo otras muchas más frases encerradas entre paréntesis que me cercan respecto a Twitter, un sistema que no me convenció hasta que volví a él, transcurrido cierto tiempo desde que rellené el formulario de acceso, y que, ahora, me tiene atrapado como una mosca desesperada en la telaraña. Una dirección web que escribo con automatismo mañanero, nada más activar el navegador e ir abriendo pestañas para el correo o Blogger. Pero, si solo fuese al terminar de arrancar el PC… Accedo a mi muro del pajarito constantemente, en cuanto mi escasa capacidad de concentración vuelve a desenmascararme; como si tuviera algo de tiempo libre y lo que, en verdad, demuestro es que soy una especie de perezoso indolente y profesional: un trozo de carne con ojos girando la ruedecilla del ratón y, por penoso que pueda sonar, dejándome arrastrar por ese cauce contaminado de la mal llamada "opinión pública", donde medran las miserias más detestables que pueda vomitar un ser humano; de derechos a la libre expresión mal entendidos y a la imposición de la fractura con opiniones de hormigón armado que nunca cederán; de peleas estúpidas; de hacer el cafre. Me dejo emponzoñar por sistemas que nos vigilan, por un Gran Hermano ilimitado y deformado, sin rostro, dispuesto a reprender tal o cual actitud u opinión para encauzar la supuesta anormalidad.
La cuestión es que uso las redes sociales para contactar con gente que comparta mis mismos intereses y aficiones, como para que contacten conmigo; o esa es mi intención oficial. Si no las entendiera como una herramienta primordialmente de difusión y conservación, hoy mismo “me apagaría”, diría “adiós, muy buenas, y no vuelvas más a mi vida”. Pero una cosa es pensarlo y otra bien distinta es acabar aceptando que hay que convivir con ese cáncer que se extiende por Internet y amenaza con embrutecernos ante una pantalla que ya se ha hecho tan indispensable como el papel higiénico.
Aunque solo estoy en estas dos plataformas de RRSS, hoy Internet se me antoja como un cielo nocturno aquejado de contaminación lumínica: una vasta negritud en la que solo terminan brillando unas tímidas y cercanas estrellas de conocimiento digitalizado, siendo el resto engullido por el vacío de la inutilidad social. Creo que debería enfrentarme a ese cáncer como quien quiere desintoxicarse de una droga y hacer un listado de tareas diarias delante del ordenador, sin resquicio por donde se puedan colar pajaritos azules y familia; y si se cuelan, levantarse de la silla, alejarme de la ventana virtual y salir a la calle a darme una vuelta y olvidarme de todo, sin ningún dispositivo en el bolsillo. Tratar de ser libre alejándome de los barrotes tanto como sea posible.
Sumar y no restar; al menos, empatar.
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