Uno de los defectos más feos que gasta una parte significativa de los pontevedreses (tranquilos, PTVs, no os sulfuréis) es el de hacerse dueños y señores de las aceras, obligando al resto de peatones, trémulos o retraídos, a descender a la calzada para seguir camino o serpentear a nivel Cirque du Soleil. También los hay que en vez de vestir zapatos y pisotear adoquines parece que fueran sobre ruedas y vías de ferrocarril, no desviándose un solo milímetro de su trayectoria, incluso atropellándote si no tienes el “sentido arácnido” afinado como un piano antes de un concierto de Chopin. Por supuesto, tenemos los corrillos que convierten las calles en una especie de atolondradas yincanas zigzagueantes para aquellos que tenemos prisa y poca capacidad de regate.
Aún recuerdo, con alborozo sarcástico, cuando se ejecutaron las obras de reforma de la plaza del ayuntamiento, transformándola en peatonal, pero antes debiendo, mientras las máquinas hacían su trabajo, encauzar el flujo pedestre entre altos y estrechos muros de metal, a lo Grand Prix de Mónaco. Sucedió durante una tarde despejada, cuando un grupúsculo de esos que quieren ver y ser vistos se reunió, por cosas de la amistad y sucedáneos, formando un tapón de chicha y ellos a lo suyo; por supuesto, lo hicieron justo en el mismo cuello de botella que el lumbreras de turno se le ocurrió montar en mitad del trayecto, uniendo dos calles y privando las posibilidad de darse la vuelta sin peligro de ser pisoteado. También recuerdo aquella en la que fui torpe diana de una simpática mami con carrito de bebé, quien no parecía percatarse de mi volumen cárnico y ocupación de una parte ínfima del espacio sideral; por suerte, a mi espalda había una pared a la que me pude echar y apoyar para no marcarme un Gerald Ford forzoso. La tipa siguió su curso de tren de mercancías con extra de lacitos y polvo talco.
Este mal hábito, del que se pueden dar cuantiosos ejemplos, se admira y estudia a diario en nuestra ciudad, aunque me apuesto algo a que es plato común en otras. Un mal hábito que yo, iluso de mí, estaba seguro que se relajaría con esto del COVID-19, gracias a esto del distanciamiento social y la separación mínima de seguridad durante los cortos intervalos de libertad yendo a trabajar, hacer la compra, sacar al perro y, tiempo después, a estirar las piernas en el patio de la cárcel (perdón, a un kilómetro a la redonda desde casa).
Durante las primeras semanas se apreció la inercia adquirida de repelernos como el agua y el aceite, aún en calles vacías. Si ibas por una acera y alguien te venía de frente, uno de los dos se lanzaba a la calzada (práctica de esto ya la teníamos de antes) y alcanzaba la acera contraria, pues los guantes y las mascarillas no nos parecían suficientes. Pero llegadas las etapas de desconfinamiento, con esas inciertas franjas para pasear y/o hacer deporte, resulta inquietante vérselas con aquellos que deambulan a pelo, es decir, sin cubrirse boca, nariz o manos, y siguen a lo suyo. Si puedes (pues no siempre te das cuenta a tiempo por el aumento de gente en la calle), te apartas tú, porque ellos no lo van a hacer y fuerzas una separación inferior a la de un pase de capote. Gracia me provoca aquellos que salen juntos y mantienen entre sí una distancia de dos metros pero no con el resto de viandantes… Y no estoy hablando de adolescentes, esos a los que llevan siglos colgándoseles el sambenito de irresponsables (que también), sino de adultos que peinan canas, pues esos jóvenes irrespetuosos de hoy serán los irrespetuosos mayores de mañana y los mayores irrespetuosos de hoy fueron los irrespetuosos jóvenes de ayer.
No sé. Viviendo en una ciudad donde hay tramos en los que las aceras tienen hasta ocho metros de ancho y más, ¿qué cuesta? Es lamentable la falta de respeto que existe hacia los demás, aquella de la que hacen gran gala quienes siempre tienen que dar la nota, llamar la atención, ser el centro de las miradas y comentarios por lo bajini; aquellos que demuestran y creen detentar un poder inexistente y fantasmal, propio de etapas sociales pretéritas, alimentado por la callada de aquellos que solo queremos seguir camino hacia nuestros destinos más inmediatos y sin despegar los labios, no vaya a ser que, encima, se solivianten.
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