Así, y no de otro modo, es como refiero aquellas líneas argumentales que, dirigidas a alcanzar una disparidad de objetivos (léase, un relato breve, un relato largo, una novela, un guión de cómic, etc.), terminan inacabadas en el fondo de un cajón o, en verdad, en un archivo dentro de una carpeta del explorador de Windows. Llevo años coleccionando estos cadáveres para mi más profunda frustración, frutos marchitos del tiempo transcurrido entre su inicio y su abandono; al fin y al cabo, prueba objetiva que demuestra, de forma férrea e irrefragable, la máxima que dejó impresa el maestro Stephen King en su mítica obra «Mientras escribo»: si en tres meses no has terminado tu línea, con su comienzo y su final, con su estructura básica -dejando para después las florituras y correcciones-, la historia “muere”.
No son sus palabras exactas, ni de lejos, pero sí el espíritu que encerraba la exposición de King, quien guía sin vacilación su martillo, golpeando con rudeza el yunque de todo autor, tanto consagrado como en ciernes, pasando por el que ni es lo uno ni lo otro, como el que suscribe (seguir leyendo)
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