miércoles, junio 22, 2022

Ella y la playa

Tras cesar el ronroneo del motor de explosión con un hipido bochornoso, tan solo quedó un último estertor mecánico que emponzoñara la escena: la carraca seca de la palanca del freno de mano haciendo tope y afianzando el vehículo.

Al otro lado del parabrisas, el mar lo abarcaba todo, yendo a morir a la arena que discurría como una tirita que cubriera una cicatriz invisible. Cada ola, de ebúrnea espuma, relamía con gula las huellas que alguien acababa de dejar tras de sí.

Ella se estiró como una contorsionista dentro del coche para alcanzar, en el asiento trasero, su saco de punto, en cuyas profundidades esperaban el bote de crema solar, unas gafas de sol de repuesto, una toalla, una botella de aluminio hasta los topes de agua fría, algún objeto perdido y jamás reclamado y, lo más importante, el libro cuyas últimas páginas ansiaba consumir con la ayuda de la brisa marina y, así, tener la excusa perfecta para emprender el asalto contra el próximo título anotado en su lista de pendientes.

Con el sombrero de paja bien encasquetado y los lacios cabellos domeñados en una coleta, ella salió al tórrido y desasosegante exterior. A la carrera, con el peligro de perder una chancleta en el empeño y quemarse la planta de los pies por culpa del recalentado asfalto del parking, cubrió el espacio había entre su coche y el arenal (sigue leyendo)


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