Que el otrora Reino de Galicia sustentaba su economía en las pesquerías es un hecho comprobado e indiscutible; que se puede tocar en las propias piedras de nuestras calles y puertos, aunque se vaya difuminando, desde hace años, por culpa de una crisis del sector bastante severa. Resulta así interesante conocer la extensión de la explotación de la mar por parte de los gallegos desde el s. XII hasta el XVIII, y de las diferentes leyes que se fueron promulgando a medida que las circunstancias que se vivían en las rías fueron motivo de preocupación.
En “La Historia Compostelana”, escrita bajo el mecenazgo del prelado don Diego Gelmirez, además de hacerse reseña del empeño de los hombres de Padrón para poner a raya a los detestables piratas moriscos, se hace una referencia a las especies que se capturaban y de sus precios de venta en la ciudad de Santiago. Así, se sabe de la predilección por la pesca de sardinas, besugos, mujeles, pulpos, congrios, lampreas, ostras, langostas y otros mariscos, lo cual da prueba de que se empleaban artes como las rapetones, volantes, palangres, tramallos, rasqueños, etc.
Destaca que, en 1238, el rey Fernando III El Santo decretara el derecho de los pescadores de las rías de Naja y Pontevedra para obtener grasa de las cabezas e intestinos de las sardinas o que Juan II, en 1408, eximiera del derecho de diezmo a todos los pescados capturados en las costas gallegas. Sin embargo, no es hasta el reinado del emperador Carlos I cuando las rías gallegas reciben un mayor impulso.
El licenciado Molina, en su obra “Descripción del Reyno de Galicia, y de las cosas notables de él”, nos hace saber que hacia mediados del s. XVI solo Pontevedra producía más de ochocientos ducados de sardinas; a lo que hay que añadir las ostras de Noya y Carril, que se llevaban en escabeche a toda Castilla, la caza de ballenas en Malpica o Burela y el floreciente Foz con sus astilleros.
La abundante riqueza de las costas gallegas atrajo a comerciantes del Norte de Europa, lo cual generó, ya entonces, una situación muy peculiar y similar a la que solemos vivir los consumidores hoy mismo cuando entramos en un supermercado: el mejor género es exportado a puertos extranjeros, donde se obtiene un mayor lucro, y los de aquí nos quedamos, prácticamente, con las migajas. Esto fue motivo de queja por parte de las provincias internas castellanas, que rogaron a Carlos I que impidiera ese tráfico entre Galicia y los reinos extraños; pero el emperador, buen conocedor de que el sistema proporcionaba líquido a las arcas y al estado, decidió desentenderse de la cuestión.
Sin embargo, la alegría dura poco en la casa del pobre y cuando las coronas de Castilla y Portugal se unen en 1580 (ya antes también), los reinos norteños concluyen que no pueden retrasar más la necesidad de dotarse de flotas pesqueras y mercantes propias que puedan mantener a sus poblaciones sin necesidad de depender de la península ibérica. Primero vino la pesca del bacalao en Terranova, luego la de arenques en Escocia y, para terminar, la de ballenas en Groenlandia. Tal era la abundancia que arrastraban las redes y sobre la que se clavaban los arpones, que el comercio con Galicia comenzó a perder interés de París para arriba.
A este golpe se le uniría la sangría de hombres de mar que las constantes guerras que libraba España contra todos los demás reinos, diezmando la fuerza humana en la empresa de las pesquerías.
La solución tuvo que venir de altas instancias, y de estas necesidades en Galicia nacen proyectos, que aún siguen en vigor, como el propio Arsenal de El Ferrol, la promulgación de leyes y privilegios para los que se dedicaran a la pesca mediante la conocida matrícula, la prohibición de artes que atentaran contra la buena explotación de la pesca o la fundación de un Montepío el 6 de Noviembre de 1775, promovido por Manuel Ventura de Figueroa, subcolector de Espolios, para aquellos pescadores sin premio. También se decidió modernizar el arte de la pesca, para lo cual se hizo traer desde la población guipuzcoana de San Juan de Luz a catorce avezados y expertos hombres, según constaba en la Corte de Madrid. Sin embargo, esta última medida no tuvo éxito alguno pues los gallegos no quisieron hacer caso de los vascos por ser sus técnicas contrarias a la tradición existente hasta entonces en las rías bajas y altas.
Las medidas que se adoptaron permitieron una sobreabundancia de pesca y, en un claro ejemplo de colaboración, Galicia y Cataluña se auxiliaron para que el género alcanzase a todos los puertos de Europa y llegar incluso a América. Unos pescaban y los otros, gracias a su experiencia comercial y poderío naval, daban salida al género.
Todo esto, más o menos, fue lo que dejó sentado don Joseph Cornide en su discurso a la Sociedad Económica de Santiago de Compostela, en el año 1775.
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