Al amparo de las impenetrables sombras que arroja la noche, el animalillo corretea a lo largo de la cuneta, estudiando la situación, sin todavía atreverse a osar plantar las almohadillas sobre la fría y granulada lengua de asfalto que cicatriza sobre la superficie terrosa. Sus pequeñas y dilatadas pupilas atraen con avidez el brillo de los haces de luz que despiden el extraño par de ojos que enfrentan a la negrura las bestias sin patas, que dominan la carretera y desaparecen, dejando tras de sí un zumbido extenuado que se pierde en la lejanía, al igual que el guiño carmesí, advertencia de muerte, de sus luces de posición.
El propio instinto del animalillo, la salvaje necesidad o la arrogancia mal traída le tientan sin piedad. Sabe que tarde o temprano sucumbirá: tendrá que cruzar esa maldita carretera y otras muchas más. Es posible, aunque poco probable, que ese patético animalillo en cuestión conozca a la perfección a qué se está arriesgando, a qué se enfrenta si no se percata de la llegada de otra bestia con ruedas o calcula de forma errónea su velocidad. Un leve contacto de su carne blanda contra el duro metal y adiós. Se acabó el corretear por la cuneta. Hola a ser una mancha grumosa de vísceras y sangre a la espera de desvanecerse.
En ciertas ocasiones, los más afortunados y, ¿por qué no?, los más audaces cruzan esa carretera y sortean con éxito apabullante todos los peligros hasta la siguiente ocasión en la que tengan que jugarse el pellejo.
Un escritor es justo como ese animalillo del que hablo y que examina con cuidado y olfatea la carretera que se extiende delante de él, cortándole su propio camino natural. El símil puede que no sea muy acertado o agraciado, pero el otro que tenía en reserva para comenzar este artículo se refería a la figura grotesca de un exhibicionista, que se pasea por un parque con solo una gabardina y un cuerpo de palabras, mostrando su cráneo y su corazón, abiertos de forma violenta para que cualquiera alargue el brazo y coja un pedazo que llevarse a la boca.
Un animalillo que quiere cruzar una carretera puede ser la imagen más aproximada que concentre la tensión que vivimos los escritores cuando queremos pagar el peaje de exponer nuestros trabajos al gran público.
Y una simple anécdota (término éste demasiado inocente para encerrar en ocho letras una historia), que viví a raíz de alzarme con el primer premio en el II Concurso de relato corto de la Biblioteca Antonio Odriozola de Pontevedra, me va a servir, en bandeja de plata y con canapés, la posibilidad de escribir esta entrada y materializar en bits la certeza, el miedo y la rebelión en lo más hondo de mi ser, y que llevo largo tiempo queriendo expresar.
Al igual que los otros dos ganadores del Concurso, mi pequeño relato obtuvo el honor de ser expuesto en formato papel, para quien quisiera leerlo de una forma más natural, en todos los tablones de anuncios de la biblioteca, distribuidos planta a planta; y así estuvieron durante largas semanas de soledad cuando nadie les prestaba la menor atención, demasiadas a mi entender, pues estas cosas son de rápido marchitamiento en un mundo como el que nos ha tocado en suerte: acelerado y superficial, de sentimientos de dos minutos.
La última vez que vi expuestos los tres relatos en el tablón de anuncios de la segunda planta, destinada ésta a usuarios adultos y a lectura, un trazo endeble y azulado había dejado en la portada de mi pequeña obra la opinión indeleble de un lector no identificado que, con cinco epítetos que supongo que maneja a la perfección, despellejó sin miramientos la historia y mi forma de narrar. Tan solo recuerdo con pálida certeza uno de ellos: «pretencioso»; y su crítica era la típica y común, por desgracia, que se puede encontrar últimamente en nuestra sociedad de dos minutos: cobarde y lineal, sin fondo y demostrativa de una vergonzosa falta de conocimiento literario (y no lo estoy afirmando por pura vanidad, así que ruego que me concedan en beneficio de la duda y unos cuantos párrafos más).
En un primer instante, tras esa primera y única lectura de una opinión tan legítima como insignificante, me hizo gracia; una gracia de éstas tan feroces que te obligan a reír por dentro a mandíbula batiente como un idiota, con peligro incierto de partirse los dientes de tanto castañetear (recordemos que hay que mantener el silencio más o menos exquisito en las dependencias de la biblioteca), pues había llegado a mi centro neuronal un pensamiento tan rápido como lógico: «Qué me importa lo que pienses tú, si he ganado el primer premio».
Y el solaz privado continuó a base de bien a costa de mi malintencionado crítico pues, en su espesa niebla intelectual, no se había dado cuenta (ni por asomo) que la narración de mi relato seguía los estándares de la época en la que se ambienta la historia y, lo que es más sangrante viviendo en Galicia (donde toda expresión literaria se ve condenada a quedarse en inepto lagrimeo de imprenta), que es un nada disimulado homenaje a una de las grandes de nuestra literatura: doña Emilia Pardo Bazán.
Pero me avergüenzo de mí mismo por lo que a continuación sucedió: mi ánimo y mis pensamientos se tiñeron de bruma, me intoxiqué por plomo de palabra. En cuanto el aceite chistoso se agotó en la lámpara, me di perfecta cuenta de que había una parte de mí ser a la que no le había hecho la menor gracia ese ataque (que no crítica) y que había gritado de rabia sin parar, aunque enmudecida ante la portentosa carcajada de mi yo más salvaje y lógico. Me sentí fatal, depresivo, en cuestión de minutos; la enfermedad me acompañó durante todo el fin de semana y parte de los días siguientes, tanto que hasta puse oídos a una tentadora voz interna, tan cobarde como mi desconocido opinador, que trataba (una vez más) de convencerme de que estoy perdiendo el tiempo escribiendo, que estoy ensuciando al mundo con la peste de mis ideas. Así de simple fue la tontería, el roce de mi frente contra el parachoques de un vehículo que hendía la carretera; quise arrastrarme hasta la cuneta y, tembloroso, recogerme en mi madriguera y morir a los ojos de todos; dejar de lado eso que, para mí, es lo único que me hace sentirme libre de verdad, que quiero hacer todos los días: privarme del placer de hilar letras, palabras y frases para crear un universo del que no soy un mero espectador.
Es curioso cómo reacciona ese ser sobrecogedor que es nuestro amor propio. Incluso cómo puede llegar a vislumbrarse la posibilidad de emular a una heroína del Romanticismo y arrojarse a los brazos del veneno cuando se le priva de la flor de su ardoroso capricho, desmayada y dispuesta a enfrentar el pago a Caronte.
Habrá por estos lares quien considere legítimo este escarmiento del que he sido centro, este golpe bajo recibido en soledad, pues yo también soy de los que en su frente de preocupaciones se busca la distracción de poner la puntilla a las obras firmadas por otros en las secciones correspondientes de este meritado blog nuestro que es El Navegante del Mar de Papel. Podría bien decirse, con todo el aplauso que merece, que es el escarmiento del crítico criticado; pero esas cinco ridículas palabritas, hechas a primera sangre con filo herrumbroso, no pueden ni considerarse una crítica; mi rutilante noadmirador no está investido con el privilegio divino de emular a cierto objeto de deseo de odontólogo que milita en la actualidad en Fútbol Club Barcelona con el dorsal número 9 a la espalda: «sos un desecho». Sí, eso es.
Yo no visto las cintas de la prosapia pedante ni arrugo la nariz como si todo apestara a zaquizamí abandonado a la humedad y a las alimañas invisibles. No soy un fantoche de palos y telas carcomidas por un complejo de superioridad, un monigote basto con una sonrisa pintada como un garabato en la cara y unos ojos muertos cosidos sobre el hocico. No. Yo escribo pues es mi válvula de escape y lo hago también para quién quiera leerme; pero no para que me juzguen a las bravas con una frase y por una frase tan solo.
Cinco palabras no son nada contra las cuatrocientas como mínimo que dedico cada vez que desgrano un libro, película o lo que sea; algo que tampoco ha de entenderse aquí como mi defensa, pues suena tan fácil como flébil, a vacua barrera de papel sobre la que arroja ahora sombra mi puño armado con un bolígrafo.
Cuando reseño una obra saco a la luz lo malo y lo bueno, pero no me veo satisfecho con la corta fanfarria de una lista corta de amorales epítetos. Empleo la masa gris para ser algo más que un diccionario para afectados graciosillos, hecho con recortes y encuadernado de mala manera. Busco el valor de lo que tengo entre manos, no su vulgar precio; no voy de rebajas de capitalismo mental, sino que trato de encontrar el espíritu humano que encierra cada construcción que anhela ser perpetuada.
Pues ni lo excelente se ve libre del acoso inmisericorde de defectos embozados, ni lo censurable carece de elementos elevados, buen tino y oportunidad en algunos de sus pasajes. Las cosas claras y el chocolate espeso, queridos amigos míos.
Estoy harto de esa cohorte de nombres difuminados, de anónimos y voces agudas de coro griego que, a cada paso que doy, salta con su risita de pechopaloma, acompañada por una congénita inutilidad y torpeza, ocultas gracias a la falsa llama cegadora de diosa de cartón piedra. Sí, harto de que haya quien crea que su opinión, funesta y raquítica, tenga derecho a destruir cuando no es capaz de construir nada; harto de la pobreza vil y de la insidia.
¿Es esta mi pataleta, mi forma de reaccionar ante una tontería? ¿Por qué no hago méritos del refranero castellano y pongo oídos sordos a palabras necias? Pues porque es imposible, salvo para aquellos superhombres de bien o los viles de baja condición moral, el interpretar sin mácula el «ríase la gente, ande yo caliente». La educación que he recibido en mi casa choca de frente contra ese muro de hormigón y necios, que me cortocircuitea el raciocinio y me presenta pruebas cada vez más tangibles de mi completa desvinculación con la sociedad que me rodea.
Como escritor que llevo siendo desde hace varios años, por supuesto que no es la primera vez que topo con un crítico zafio y desmañado, contrario a mi trabajo y que despacha con una línea. Y cierto es que todos los que le damos a las Letras tenemos como compañeras a las señoritas Arrogancia y Petulancia, pero éstas se quedan bien calladitas en mi caso cuando la crítica señala lo que está mal y aporta incluso una solución. Odio a esos adalides de la mediocridad y tiramocos de cinco epítetos demasiado bien escogidos, que eyaculan precozmente tachaduras que cubren desde la primera hasta la última línea de una obra ajena con una frase que consideran original, graciosa, la triunfadora de la temporada; quienes disfrazan de sinceridad lo que es pura y llanamente falta de criterio objetivo, sagacidad y análisis crítico; quienes, como indoctos espectadores de palco y consumidores bulímicos de risa jactanciosa, consideran privilegio de cuna el opinar tras unas gafas de pasta sin lente.
Estoy más que harto de llevar toda una vida escuchando a mis espaldas la carcajada susurrada, el mensaje hostil hacia todo lo que hago, de boca de gente que me conoce o sabe nada de mí en absoluto, como si la mención sola de mi nombre fuera señal concertada para que sus caras acartonadas se abran con sonrisas pestilentes y sus esqueléticos y acusadores dedos dirijan sus sarnosas burlas hacia mis hígados; sabedores, cuan sabuesos, de que todo mi ser destila la enloquecedora fragancia de la presa débil y fácil: alguien a quien abatir por diversión y creerse superior.
Si queréis despellejarme, hacedlo con bisturí, no con navaja de bandido ataviado toscamente de señorito. Pero, por muchas veces que caiga por las escaleras de la depresión y de la fragilidad de espíritu, mis manos nunca se resignarán a los barrotes que vuestra mezquindad trata de construir a mi alrededor, a vuestros golpes bajos. No pienso renunciar a algo como es mi libertad.
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