Título original: Jurassic World: Fallen Kingdom. 2018. EEUU. Aventuras , ciencia ficción. 2 h. y 8 min. Dirección: J. A. Bayona. Guión: Derek Connolly, Colin Trevorrow . Elenco: Chris Patt, Bryce Dallas Howard, Rafe Spall, Justice Smith, Daniell Pineda, Jeff Goldblum
Aunque esté por ahí J.A. Bayona, «Jurassic World: El reino caído» es una prueba indiscutible de que segundas partes nunca fueron buenas
Tras visionar «Jurassic World», película con la que me lo pasé como un enano, esperaba con anhelo su continuación, más si cabe cuando salió a la luz el primer tráiler de «El reino caído». Aquellas contadas imágenes, montadas con esmero, prometían mucho: dinosaurios sueltos entre humanos y bien lejos de los muros levantados en isla Nublar. Se anunciaba como apoteósica y dicha expectativa se mantiene durante los cinco primeros minutos para, luego, caer en barrena a semejanza de las bolsas de tecnológicas el día que el FBI detiene a un directivo de una multinacional, para solo elevarse y alargar la agonía hasta que llega el deseado The End. Y es que cuando se recluta a Owen para la “operación rescate”, la producción sufre un bajón a todos los niveles, no solo interpretativos, que la lastran con una infinidad de escenas inverosímiles que uno no se traga ni aunque estén próvidamente recubiertas de salsa chimichurri; un concierto de despropósitos que alcanza su punto de gloria en isla Nublar y con todo lo que allí acontece, que no tiene ni pies ni cabeza.
El antiguo sueño de John Hammond está a punto de ser borrado de la faz de la Tierra. Estamos ante un nuevo puñetazo de la Naturaleza contra ese atávico impulso humano de creerse Dios. El extinto volcán que corona la isla entra en erupción, amenazando a todas las formas de vida desextintas que quedaron libres (mas atrapadas), tras el desastre de la primera película; así que comienza un pequeño e inocuo debate acerca de la responsabilidad de los gobiernos de salvar a estos animales que no tenían porqué estar respirando nuestra propio oxígeno. Y es pequeño e inocuo porque no se entra en materia sobre la eterna discusión acerca de qué derecho tenemos para manipular la genética y qué necesidad tenemos de seguir atentando contra el orden de las cosas; algo que quizá sea más tratado con la tercera parte que se anuncia al término de «El reino caído».
El que los animales puedan terminar en manos muy peligrosas tras una subasta es un punto de tensión esperable y loable, pero pobremente llevado a término con un guión desastroso en el que los protagonistas no aportan nada. Es más, si no estuvieran, el 95% de la trama habría ido sola y por, quizá, un cauce mejor. Alguno me echará en cara que peco de orgullo mal entendido, ese del típico crítico de tres al cuarto que se regodea en su propio veneno, pero considero que yo podría (y los guionistas habrían podido) escribir algo menos chirriante. ¿Queréis ejemplos de las situaciones inverosímiles que jalonan la cinta? Vale, os los daré: para empezar, no hace falta que esté Claire en la isla para detectar a Blue; creo que hemos visto demasiadas películas como para saber que no sería tan difícil robarle las huellas dactilares y toda la palma de la mano. ¿Otra? Si el doctor Wu no ha vuelto a cometer la torpeza por la que se hizo tristemente famoso en «Parque Jurásico», volviendo a combinar ADN de anfibio hermafrodita con el de animales extintos, todas las criaturas de la isla son hembras, por lo que los carnívoros pronto acorralarían a los herbívoros, imposibilitando la regeneración de presas (aunque, claro, en una de las escenas de la subasta, en las celdas, vemos a una triceratops con su bebé, ¿cómo es eso posible si ya no se interviene en la población?); a ello he de sumar que la mayoría de estos animales recibían su sustento gracias a unos humanos que hacía tres años que no se dejaban ver. Más: ¿cómo es posible que el esqueleto del Indominous Rex esté tan entero? Debería estar hecho papilla. Otra: si la novela «Parque Jurásico» daba su pistoletazo de inicio con el hallazgo en las playas de Costa Rica de cadáveres de extrañas criaturas que solo podían proceder del proyecto secreto de INGEN, ¿tres años de olvido no ha dado para que no se fueran escapando más? La siguiente no es la última: ¿a quién se le ocurre llevar a todos los dinosaurios rescatados en un solo barco y descargarlos en la mansión de Benjamin Lockwood, el tipo, aún vivo, que quiere llevarlos a un santuario para animales, organizando de paso una subasta ilegal? Venga, otra: si no se iba a subastar el Indoraptor, ¿para qué mostrarlo a un público bastante indeseable? Sigamos: ¿los precios de remate de la subasta, conforme el coste de desarrollo genético, no son un poco bajos? Y, para terminar, quizá lo que más sobre de entre lo inverosímil, y desde el primer segundo, sean esos dos personajillos secundarios: el patético y payaso informático Franklin Webb, a quien habría empleado como pienso para dinosaurios de la forma más alegre posible, y la veterinaria Zia Rodríguez, la típica “empoderada” de moda que se cree que hace algo con solo pavonearse como si tuviera más huevos que el caballo de Espartero y yendo a cien borderías por hora, cuando, en realidad, no aporta nada.
Solo la irrupción del Indoraptor permite a la producción desdoblar el cuello ante semejante lastre; un bicho diseñado con muy mala baba (aunque sobra la sonrisilla cuando le prepara la trampa al mercenario Ken Wheatley) y que protagoniza una excelente escena como monstruo que se cuela por la ventana de la habitación de la niña Maisie Lockwood, en plan Krampus; pero, aún con el elenco de caras conocidas y un director que ronda por Hollywood como una locomotora desmadrada, «El reino caído» es más bien una película “caída”.
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