lunes, febrero 19, 2024

La Tierra: el próximo Planeta de los Simios


La ficción que planteó Pierre Boule hace más de medio siglo supuso un hito en el género literario de la ciencia ficción. Aunque las películas que se filmaron se ajustaron a otras inquietudes, lo positivo es que en todas las entregas de esa primera e irregular pentalogía nunca se dejó de valerse de muchos pasajes e ideas de la novela original.

El Planeta de los Simios de Boule no era una Tierra futura en la que la especie humana hubiera sucumbido a los efectos de la guerra termonuclear, involucionado y cediendo su trono a unos simios más evolucionados. En la pesadilla de Boule, la civilización humana del planeta al que arroja a sus protagonistas, Soror, es un anticipo de lo que, en sus más oscuros pensamientos, creía que le sucedería a las generaciones venideras.

Como en tantos y tantos títulos de la ciencia ficción, sus autores se anticipaban por extraños senderos.

Boule pronosticó en aquel lejano año de 1963 la decadencia más atroz para la humanidad. Los habitantes humanos de Soror llegarían a punto de desidia tal que cualquier actividad intelectual, por pobre que fuera, se les haría imposible. El Homo Sapiens se iría agostando en el entretenimiento vacío, incapaz de desarrollar e innovar. Comenzaría su descenso hacia la incivilización, hacia la pérdida del habla y la comunicación. Un retorno a un estado animal.

En la película «Rebelión en el Planeta de los Simios» (1972), los animales, que ya estaban mutando y evolucionando, van sustituyendo a los humanos en multitud de tareas manuales y encontramos gente que protesta por ello porque se están quedando sin trabajo y sin cosas que hacer. Se les permite manifestarse porque las autoridades, que pobremente ocultan su imaginería autoritaria, saben que estos divergentes tienen las de perder ante los beneficios de emplear esta mano de obra barata (como con los inmigrantes ilegales). Y con las inteligencias artificiales estamos ante las puertas de la extirpación de la imaginación propia a favor de una global e inhumana.

En la noche de ayer, Iker Jiménez, en su reflexión final en Cuarto Milenio, nos hablaba de lo inexorable de la tecnología y de la futilidad de aquellos que se oponen a ella. Ponía como ejemplo a Nolan Bushnell, cofundador de Atari, quien ante la irrupción en el mercado de Nintendo, trató de luchar inútilmente contra un monstruo japonés que había dado un salto exponencial en el mercado del entretenimiento digital. 

Todo esto lo decía Jiménez para llegar al tiempo presente, en el que el concepto de IA, tan común en nuestras bocas como desconocido en el fondo de nuestras mentes, está ocupando puestos destacados. Para llegar a las IA y a la reciente polémica que rodeó la publicación de una novela de género histórico, dedicada a Juana de Arco, que fue retirada de las estanterías por las quejas de libreros y asociaciones pues la portada ha sido diseñada por una IA.

Jiménez, en una exposición de la que discrepo, carga con el término “inexorable” desconociendo todas las implicaciones de la irrupción de las IA en el campo del desarrollo intelectual humano.

Cierto es que si no existieran los ordenadores, probablemente yo no estaría escribiendo esto, como tampoco habría escrito el 99% de lo que he publicado en papel y en Internet. Los ordenadores, pieza de decoración habitual en los hogares españoles desde finales del s. XX, sustituyeron a las pesadas y complicadas máquinas de escribir y “democratizaron” la escritura. Pero los ordenadores o, mejor dicho, sus procesadores de texto no dejan de ser herramientas en manos de quien las utiliza: no sustituyen a la persona que se sigue dejando los dedos sobre el teclado.

El problema al que nos enfrentamos con las IA es el instante en el que dejen de ser una herramienta generativa y pasen a sustituir al creador humano. Porque lo que ha sucedido con la dichosa portada es que alguien ha escrito una corta serie de directrices y un programa informático ha creado una imagen que ya sabemos que no es original, sino un puzle de todo lo que ha ido encontrando por Internet. Un alguien que ha escrito esas líneas quien, probablemente, cobre muchísimo menos que un ilustrador.

En un futuro, puede que la IA no necesite ni que le digamos nada para crear y sustituirnos a todos.

¿No existe entonces derecho a mostrar nuestro descontento? 

Yo ya dejé dicho aquí que no entendía a qué venía la inesperada sorpresa de los ilustradores, cuando la IA está creando textos desde hace meses en periódicos y otros lugares sin que a nadie le preocupara. Pero no es la cuestión aquí.

En RRSS como Linkedin, donde tengo alertas activadas para la etiqueta de literatura, recibo a publicaciones de editores, siendo cada vez más común encontrarse con posts de representantes de ciertas editoriales que no tienen reparo o, incluso, ven con buenos ojos que los manuscritos que reciben estén generados por IA, abriendo la veda para que cualquiera se los mande.

Ridículo.

Dichos “editores” defienden el empleo (o abuso) de las IA y ponen, como Jiménez, ejemplos de tiempos pasados. Dicen que cuando se inventó la imprenta, los copistas protestaron, pero la tecnología se impuso, algo que coincide con los argumentos de Jiménez, quien erróneamente incluye en su discurso que alguien utiliza herramientas informáticas para dibujar por ordenador podría ser considerado entonces menos artista. Pero es que aquí estamos hablando de una sustitución directa del ilustrador o creador por una IA que ha recibido quizá dos líneas de directrices.

Si abandonamos la imaginación y nuestra capacidad sobre la hoja en blanco, ya sea con palabras o trazos; si dejamos que la IA nos sustituya en algo tan inherente al ser humano como es su creatividad; si permitimos que la herramienta supere su propio concepto, estaremos dando pasos de gigante hacia un suicidio intelectual.


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