Hace tan solo unos instantes (minutos ya) he decidido escribiros este corto post de cierre; unas últimas palabras para este año que desfallece, pues he decidido que todo lo demás que gira violentamente dentro de mi atribulado cráneo se quede allí, en suspenso, hasta el 2016; siendo que tan solo voy a limitarme a realizar actualizaciones de la lectura del barómetro los días en los que me ponga delante del ordenador. No estoy de vacaciones, pero quiero estarlo un rato.
En ocasiones anteriores y en fechas coincidentes, me serví de este blog para realizar, remitir y difundir la consabida felicitación navideña, aunque, desde hace un tiempo, este mes de Diciembre, con todo lo que trae consigo, no significa lo más mínimo para mí. Quizá es que me engalano con las canas del cinismo y hablo con acento cansado y amargo o algo por el estilo. Si alguien sabe la respuesta, que me lo diga en privado o lo proclame a los cuatro vientos, me da igual.
No considero que haya que esperar a que lleguen estos alocados días de Navidad para dar a luz nuestros buenos deseos. Al igual que para decirle (ni siquiera hacen falta palabras) un “te quiero” a tus padres y hermanos, a tu pareja, etc., tampoco hay que esperar a cumpleaños, días de santos y patronos y demás puntos marcados en rojo del calendario; tampoco hace falta esperar a Nochebuena para expresar algo que ya debería ser tácito entre los hombres y mujeres de bien: desearnos una vida de prosperidad y de paz. Sin embargo, parece ser que es un deseo-obligación social que existe, se manifiesta y pervive como flor de cerezo o, siendo invierno, de camelia; como si durante unas horas fuésemos bonachones individuos con cuernos de reno de pega en la cabeza y con el cinturón varios agujeros más holgado, cuan peluches baratos regurgitados de un bazar chino y, durante el resto del año, tuviéramos carta blanca para darnos por culo a base de bien.
Los que me conocéis bien, sabréis que nunca espero a una fecha concreta para mostraros mi apoyo y aprecio. Simples gestos se hacen (y han de hacerse) a diario y creo que cumplo con esa máxima (si alguien considera que no es así, que me saque del error). Quizá sea esa la única arma que me queda en un mundo que se presenta frío, hostil e ignorante, malicioso y cubierto de las tinieblas. No me da miedo el cambio climático, ¡para nada!, el planeta está a salvo: solo los monos calvos están jodidos y eso lo tengo más que asumido; lo que sí me da escalofríos es la decadencia de esta sociedad, sus limitaciones cuando se cree en total y plena libertad, los fascismos y stalinismos de barrio y cafetería, la hipocresía alimentada por el combustible del rencor y la estupidez plasmada en títulos de educación básica, bachilleratos, licenciaturas y pamplinas al albur de una caña.
Supongo que lo que me queda para abrigarme es seguir siendo un hombre de bien, trabajar por lo que me apasiona y ser amigo de mis amigos, aunque algunos se olviden de mí; alguien que se enoja a diario ante la burla desdentada de la ignorancia y la decrepitud.
No hay que esperar a Nochebuena para desearos prosperidad y paz, tampoco a fin de año para tratar de enmendar nuestros errores o subsanar nuestras obcecadas malas costumbres.
Tan solo hay que permanecer recelosos de las sombras.
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