Hacía ya un tiempo que necesitaba desahogarme. Una excusa con la que pudiera liberar tensión. Y cuando di por casualidad, de la misma forma que se descubre una brillante y redonda moneda en el mugriento suelo, con el enlace que me conduciría hasta un artículo publicado en ABC que desgrana todos (quizá no todos) los gazapos históricos que pueblan la adaptación cinematográfica del conocido videojuego megaventas «Assassin’s Creed», con Michael Fassbender, Marion Cotillard y Jeremy Irons adueñándose de un puesto de honor en el cartel, no pude resistirme.
Me pareció, torpe de mí, una magnífica oportunidad para carcajearme hasta que la mandíbula se me cayera a pedazos, pero la diversión pronto se truncó en indignación. Me explico. Nada tuvo que ver el saber que los guionistas del filme no hubiesen consultado la fecha de capitulación de Granada (qué tontería, ¿no?), estudiado la verdadera entidad y desarrollo de la guerra o que era imposible que la bandera rojigualda, aprobada por el rey Carlos III en 1785, se paseara en manos de portaestandartes allá por 1492. Tampoco tuvo que ver que la reina Isabel se asemeje en el filme más a una reina mora o que el Santo Oficio de la Inquisición sea retratado como una institución con más poder que los Reyes Católicos (sí, hombre, sí; a lo mejor sí) y Torquemada se corriera de gusto cada vez que se encendía la pira para un infiel morisco (cuando entonces se perseguía los núcleos judaizantes), o que los autos de fe fueran como el partido Real Madrid-Barça del s. XV. Inexactitudes bochornosas, no pocas de ellas, gravemente aquejadas por el mal de la leyenda negra antiespañola de factura inglesa y holandesa (además de francesa, sobre todo en la época post-revolucionaria), que se llevan la palma, para variar, con la Chicharra, la Inquisición, organización ésta instaurada en los reinos de Castilla y Aragón por presiones del resto de estados cristianos europeos y del Vaticano, pues, ¿cómo unos reyes que profesaban la verdadera fe iban a consentir que hubiera herejes en sus dominios? ¿Cómo se iba a permitir una Europa que no fuera cristiana y blanca? ¡Qué se iba a esperar, por Dios, si África comienza al Sur de los Pirineos! Broma esta, muy pesada, que, a 2017, aún seguimos arrastrando en la bata de cola gracias a la grosera e inestimable ayuda de los mismos europeos que hoy sufren una experiencia mística al echarnos en cara nuestro racismo congénito-paleto-medieval y el haber permitido la destrucción de una sociedad en la que convivían pacíficamente (no tanto) tres culturas y religiones.
Permitidme aquí un punto y aparte para lanzar al cielo mi exclamación más enojada, pues esos europeos, los del Norte de los Pirineos (nosotros no, que somos monos cetrinos y salvajes, destripaniños y papistas en taparrabos), se olvidan pronto de cómo actuaron los caballeros francos durante la batalla de las Navas de Tolosa, esa cuya fecha todos recordamos por haber acontecido en 1212. ¿Qué hay de la masacre de mujeres, niños y ancianos por el simple hecho de no ser cristianos? ¿Por qué nada se dice de esta acción criminal que produjo tal congoja, malestar y vergüenza entre los “bárbaros” españoles que los altos mandos oficiales se presentaron ante los líderes de la comunidad islámica y rogaron perdón ante semejantes desmanes pues, aunque fueran cristianos, no eran como aquellos racistas francos?
Y si subimos más al Norte, pues nos encontramos con el Santo Oficio en la llana Holanda, que hizo desfilar a más de 10.000 personas, así, por las buenas, por el caldero. Y, ojo, que allí no había clérigos españoles, que se valían solos.
Y más y más y muuuuucho más.
Dios. Es que deben de tener una imagen de nosotros, los meridionales, los tan impulsivos, retrasados y beatillos, que asusta.
Pero la verdad no vende, ni películas ni videojuegos. La verdad sería dolorosa si se mostrara la verdadera faz de la secta islámica de los Hassassin, cuyos miembros eran unos fanáticos religiosos adictos al hachís (de ahí su nombre), que solo hacían algo bueno: si tenían un problema que solventar a cuchillo, cortaban la cabeza de la serpiente. Me explico: asesinaban al rey, líder, general o lo que fuera, cristiano, musulmán o lo que se terciara, dejando en paz a los inocentes. Se limitaban a eficaces, rápidos y sangrientos magnicidios; pero no a ser adalides de la Justicia, la Libertad y enconados enemigos a muerte de la Orden del Temple. ¡Menuda desfachatez! Incluso Michael Fassbender tiene redaños para contestar en una entrevista que los Hassasin defendían el libre albedrío. Amigo Michael, no me jodas. No-me-jo-das.
Pero fue justo aquí donde la diversión tocó a su fin. Mis tripas temblaban como un postre de gelatina al ritmo espasmódico de mis carcajadas, con cada renglón dedicado a una nueva (y más asombrosa que la anterior) metedura de pata en el guión. Ya me esperaba hasta a algún pamplonica corriendo de blanco y con pañuelo rojo, al grito de ¡Gora San Fermín!, repartiendo estopa entre los moritos de la sierra granadina con el periódico del día anterior enrollado por única arma.
A continuación vino la ración de indignación. Como siempre, no me había fijado que me estaban sirviendo un menú de dos platos con solo hacer girar demasiado la ruedecilla del ratón. Llegué tan abajo en la página que me tropecé con los comentarios al artículo en cuestión. Y un par de líneas de una panda de hijos de Iberia, sin otra cosa mejor que hacer que desgastar las clavijas del teclado, me bastaron para mandar al exilio la risa de mi cuerpo y comenzar a secretar bilis como un campeón. Un par de líneas que resumían con exactitud milimétrica (cosa harto difícil de conseguir) el nivel de aborregamiento y patanismo general que hemos alcanzado en distintas materias. La Historia no va a ser la amante más querida del harén, no. Una sinopsis con la que se llegaba al punto de faltar al honor e inteligencia del redactor del artículo y hasta a justificar las auténticas salvajadas vertidas en una película de “tintes históricos”: no tiene importancia, qué más da. Claro, qué más dará si nuestra Historia es objeto de mofa, escarnio y vergüenza; si es el hijo tonto y contrahecho nacido en la aldea, que se escondía de todas miradas en el pajar o donde el ingenio humano familiar pudiera concebir para que ni le diera el sol. Qué más da si nuestra Historia vale menos que una puta que te hace mamada a 15 €uros. Qué más dará que sigamos siendo el hazmerreír de otros. Nosotros ponemos más mejillas que Jesucristo, no porque seamos santos, sino porque somos gilipollas de matrícula de honor.
Y la batalla dialéctica alcanzó el punto de éxtasis y ebullición cuando un inocentón, uno de tantos sacrificados adscritos al batallón de locos que no son hidalgos hechos con restos de camisas ni analfabetos espontáneos, se lanzó en plancha con un comentario del tipo: “No cuesta nada hacer las cosas bien, investigar, ser fiel a los hechos”. Bueno, amigos míos, la que se preparó fue de portada de El Caso, de denuncia en el Juzgado de Guardia, disturbio, copa y puro.
Seamos sinceros. Tras ese “qué más da” se esconde la rémora gorda de una sociedad manipulable, dispuesta a creer no solo lo que escriben los vencedores, sino lo que digan aquellos que tergiversan, mutilan y adornan una mentira repetida mil veces hasta hacerse verdad. Una verdad falsa que terminará siendo cátedra en un pueblo que se ha quedado sin sangre y que creerá que es posible la existencia real de Xena, la princesa guerrera, y que hasta compartiera espacio histórico-épico-temporal con Hércules, Ulises de Ítaca, el rey David de Israel y Julio César. Mas nos queda el consuelo de que los jóvenes ingleses se creen que sir Winston Churchill es un personaje de ficción.
Comparto, como escritor e investigador, las palabras de ese anónimo comentarista, inmolado en honor de la lealtad hacia la Historia, de ese cándido en grado de alta concentración de estupidez (pues no sabía ni de lejos qué caja de los truenos estaba a punto de abrir) que exponía que lo mismo que los guionistas, lo mismo que lo han hecho mal, podrían haberlo hecho bien con un poquito de esfuerzo de nada. ¡Ay!, pero este camarada desconocía la ralea a la que se enfrentaba, idiotizada por la educación básica preconizada por embusteros de cada vez más escasos conocimientos, por vagos involucionados y parásitos, postulados patéticos en pos del placer de retornar al animalesco Edén. Los mismos que se revuelcan en su fango por mera supervivencia.
Yo sé distinguir entre la realidad histórica y el mero divertimento. He ficcionado Historia, pero en ningún momento me he creído con el derecho de fabricar mierda. Muchos creerán que mis escritos son pura mierda, bien, ¿me importa? No. Lo único que me importa es que, para tan solo ponerme delante del folio en blanco, he estudiado, investigado y comprendido. Me he hecho preguntas y las he respondido asimilando más conocimientos. No me he limitado a vomitar palabras y bilis a cambio de unas monedas. No soy un Judas de medio pelo o pelo entero, bisoñé o tupé.
Una cosa es tergiversar ciertos datos en pos de una mejor ficción y otra defecar sobre la Historia.
Como autor de ficción tengo la obligación de respetar los datos, los nombres, las fechas; conocer el fondo de la obra. Es un compromiso que todo escritor tiene con respecto a su futuro y anónimo lector. Se escribe para dignificar un trabajo, no para cubrir de oro la basura. Pero esto último no lo entienden muchos y, por desgracia, los guionistas de «Assasin’s Creed» (que son cuatro) tampoco, pues siempre se sabrán arropados por los hombres y mujeres huecos, por los que nunca se han hecho una triste pregunta y han querido saber qué hay detrás de ellos.
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