Título original: «The Great Gatsby» Traducción: E. Piñas UNIDAD EDITORIAL SA. Madrid, 1999 Col. Millenium de El Mundo 191 págs. ISBN: 84-8130-113-2 |
Éste es un pequeño libro que lleva en casa desde 1999, pero que nunca me incitó a nada; sus gritos ahogados se perdían entre los vientos huracanados que nacen en el seno de la librería familiar. No es que me resultara hostil en modo alguno, pero sí me hastiaba el mundo que describe. Sin embargo, el reciente contacto con la Generación Perdida de Gertrude Stein acabó por torcer mi capacidad volitiva, como por capricho, y arranqué el ejemplar del pétreo abrazo de polvo y soledad en el que descansaba en una esquina de la estantería y comencé a leerlo con la tranquilidad que me caracteriza.
Para empezar diré que la historia que narra Nick Carraway en primera persona no resulta amena; es, incluso, aburrida, no faltando instantes en los que te preguntas cómo es posible tardar tanto tiempo en terminar tan corto libro, dejándolo incluso de lado para dedicarte a otros menesteres más productivos. La trama es simple y manida, insulsa por el anhelo de Gatsby de recuperar a Daisy, en brazos de otro hombre; es un argumento de amor perdido por el que se lucha en un último estertor, macerado en la crítica contra la falsedad que se entromete en las fiestas de brillantes luces, copas de champaña, chicas estúpidas y música hasta altas horas de la noche; la misma vida que Scott Fitzgerald libó sin mesura, pero que ataca por su vacuidad y la mezquina forma a la que se accedía a ella. Gatsby no es más que un ser que vive de prestado, yaciendo entre los que no son de su clase y para los que él no es más que una estrella fugaz de las que se aprovecha su titilante brillo en la más amarga oscuridad, y de la que rápidamente se olvidan.
Scott Fitzgerald reparte en Bastos para todos los personajes que pueblan los recuerdos de Nick Carraway, siendo duramente reprobados por el autor. Quizá sea el propio Gatsby, un chaval hecho a sí mismo, aunque a fuerza de inconsciencia y malas maneras (el punto de patetismo más elevado se alcanza con su caída en desgracia y la intervención de su pobre padre), el único que se haya merecido las simpatías de Fitzgerald; los demás no son más que almas en pena impulsadas por el alcohol, la codicia, el egoísmo y la mediocridad de la alta sociedad de posguerra que su existencia se resume en diversión y nada más, a las que se suman las de aquellos que no disfrutan esos Roaring Twenties, como Wilson o el judío Wolfsheim.
Si apartamos la cortina del tedio que cuelga de los raíles de esta historia, considerada su narración como una obra cumbre de la Literatura del s. XX, podemos comprender a aquellos que así la defienden, pues Scott Fitzgerald nos regala una prosa elegante ante la que nos arrodillaremos; las figuras y los recursos que maneja para crear imágenes son tan únicas y exuberantes que terminaremos leyendo «El Gran Gatsby» no por saber qué sucede con los personajes y cómo termina la dichosa trama, sino por estremecernos ante el roce de filigrana de las palabras tatuadas sobre el papel. Como muestra quisiera compartir con vosotros un párrafo que me atrajo y me arropó, dejándome sin aire; probablemente no sea el más característico de lo que trato de decir, pero fue uno que repasé en varias ocasiones seguidas cuando di con él, simplemente por el solitario placer de masturbar mi imaginación: “[…] Tengo la impresión de que el propio Gatsby nunca creyó que llegase; quizá ya no le importaba. Si esto era cierto, debía pensar que había perdido su cálido y viejo universo. Había pagado muy alto precio por haber vivido demasiado tiempo con un solo sueño. Debió contemplar un cielo desconocido entre amedrentadoras horas, y debió estremecerse al darse cuenta de lo grotesca que es una rosa, y de cuán cruda era la luz del sol sobre la hierba recién nacida. Un nuevo Universo material, sin llegar a ser real, donde los pobres fantasmas respiraban sueños, flotaba fortuitamente en torno suyo, como aquella cenicienta y fantástica figura que, entre amorfos árboles, se deslizaba a su encuentro”.
La novela cumbre de Scott Fitzgerald despierta sentimientos encontrados, pues la historia en sí es aburridísima, incluso insulsa, pero las palabras… las palabras, camaradas míos, son lo que cuenta.
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