Y, sí. Tenía que hablar de esta renovada polémica de hámster que pierde pie en su ruedecita, pues algunos han vuelto a la carga con esta tontería al ritmo de un verano sí, un verano quizá también.
La primera ocasión que me llegó el rumor respecto a esta gresca data de hace unos años, pero no tenía nada que ver con la nomenclatura en las señales de tráfico y de término municipal. Fue por culpa del guión de uno de aquellos capítulos de la serie de RTVE «El ministerio del Tiempo». Ahora no recuerdo si fue en uno de sus episodios más notables o en uno de aquellos más bochornosos. Da igual. En dicho montaje, Ernesto Jiménez, personaje interpretado por Juan Gea, hablando en meridiano castellano, obviamente, se refirió a nuestra supuesta “Marbella del Norte” como Sangenjo, pronunciando bien la g y la j.
Bueno, la que se montó entre los más aburridos y recalcitrantes del lugar fue de órdago porque ¡dijo Sangenjo y no Sanxenxo! (Sanshensho para los que no entendáis cómo pronunciarlo).
Por entonces, no me alcanzaba la cabeza para tanta bilis gratuita, para tanta eyaculación precoz y mojigata en la arena tras un polvo mal echado. Tampoco la entiendo a fecha presente por algo muy simple: si estoy hablando castellano y el topónimo tiene una equivalencia castellana, tendré que emplearlo. Es una de esos “inconvenientes” que tiene eso de pretender hablar bien un idioma.
Es de cajón de madera de pino.
No sé vosotros, pero yo no digo London, digo Londres; no digo Torino, digo Turín; no digo Brugge, dicho Brujas; no dicho Rheinland-Pfalz, digo Palatinado Renano; no digo Moskova, digo Moscú; no digo Dai Nippon, digo Japón; no digo North Carolina, digo Carolina del Norte… Y con esta ristra de chorizos a modo de ejemplo podríamos estar todo el día metiéndonos colesterol geográfico del bueno.
Por consiguiente, if I speak English, I’ll say Rome, not Roma, Lisbon, not Lisboa... A lo que sigue que, se falo galego, direi Sanxenxo, pero como estoy hablando castellano, digo Sangenjo, aunque más de una vez (y de mil millones de veces), he dicho Sanxenxo y no ha pasado nada; no se ha resquebrajado el suelo bajo mi sombra.
Por la amura de estribor, ni una nube. Sigamos…
Pero la cosa, como viene siendo costumbre en esta esquinita de nuestra bendita piel de toro, altar íbero donde cabemos todos los gilipollas malparidos del planeta, la cosa no solo se ha enquistado, sino que se ha vuelto teatro y burladero para los más paletos, tanto de un lado como del otro del diccionario. Estamos o estuvieron (dado que estamos en septiembre), con el tema de las señales y, surgidos de entre la espesura, unos cachondos pertenecientes a cierta asociación denominada Hablamos español, que se dice apartidista y sin ánimo de lucro, colocaron una valla que reza o rezaba: “Bienvenidos a Sangenjo, ciudad que en gallego se llama Sanxenxo”.
Uno de los objetivos de Hablamos español es la recuperación de los topónimos en castellano allí donde la supuesta intelectualidad nacionalista los ha ido borrando del mapa, cuando no tachando. Y yo, como un tipo que está hasta los mismísimos de leer, estudiar y recurrir resoluciones de ayuntamientos, la Xunta y la APLU escritas en gallego (que si ya cuesta dar pie con bola en temas de Administrativo en castellano, no digamos ya con decenas de párrafos redactados por algunos que se creen que saben escribir en gallego), no voy a manifestarme al respecto más allá del contenido de este texto.
Me dan risa los paisanos que entienden que, en gallego, con colar una x en cualquier palabra, ésta se convierte por arte de flatulencia esotérica en un término único y exclusivo que podría haber estado empleando algún castreño antes de ver al primer romano marcando el paso. Es como el chiste aquel de Vaya semanita: «mientras tenga -tz o –tx, todos contentos, aunque lo que se diga sea una barbaridad»; como la estupidez aquella, supina, estratosférica, merecedora de colgarse de la órbita geoestacionaria, que dejé apacentando en mi pueblo cuando me mudé a Galicia: Bermeo es en castellano (como fue de toda la puñetera vida), y Bermio (de novísimo cuño creado durante una diarrea de kalimotxo en Andramaris), es en euskera. Me descojonaba entonces y me descojono ahora, más que nada cuando parece que Bermeo es una palabra danesa que significa “puerto pequeño”, por eso de aquella factoría vikinga allí montada entre carcajadas nórdicas hacia los siglos IX-X…
Bermeo-Bermio… ¡Por el amor de Dios!
Aunque en el interior ganan por varios cuerpos a los bermeanos: Amorebieta, castellano para algunos ignorantes albertzales (ya te digo, “castellano por los ocho apellidos”, cuando en vascuence significa “caminos agradables”), y Zornotza lo mismo, pero en la lengua de Asier. ¡Y un jamón! Los dos términos son tan vascuences como el conjunto de moda compuesto por boina de platillo volante, paraguas colgado al cuello, vaso de chiquito de Chacolí en garra y alpargatas bien apretadas, cortando la circulación, siendo que Amorebieta era la original anteiglesia y Zornotza la merindad. Churras y merinas… Como sucede con Donostia-San Sebastián o Vitoria-Gasteiz…
¡Otro brindis al sol, que sobra bebida!
Pero la cuestión Sangenjo/Sanxenxo o Sanxenxo/Sangenjo (tanto monta, monta tanto), puede ser aún más tronchante, pues incluso es posible que Sanxenxo sea también un término correctamente escrito en castellano en tiempos pretéritos, aunque no he dado con la prueba. Me lamento por ello.
Como aficionado a la cartografía, en los mapas, planos, portulanos y cartas náuticas que he consultado respecto a la ría de Pontevedra, Sangenjo o San Genjo está escrito así, con g y con j, como sucede con el plano que tengo abierto en la pantalla anexa (una carta levantada por Vicente Tofiño de San Miguel en 1786 para la Real Armada). Diréis, y con razón: “es que está en castellano”. Sí, de acuerdo, pero también encontramos topónimos como Portonovo, escrito tal cual, y así como otros tantos. Aquellos que no tienen equivalencia castellana, están como muchos los conocemos.
Y dije que Sanxenxo podría estar bien escrito en castellano, en su momento, por cuanto hay muchos textos publicados siglos atrás en los que las j se escriben como x. Un ejemplo preclaro de lo que expongo lo tenemos en la vetusta «Real Ordenanza naval para el servicio de los baxeles de SM» (1802). En sus páginas es imposible dar con una sola j: xefe por jefe, exército por ejército, xarcia por jarcia, baxel por bajel, etc. Aunque sí hay un montón de g: general…
Sería despipotante encontrar un Sangenxo, por ejemplo (ciertos ingleses así lo escriben). Pero, lo indiscutible, es que, en castellano, es Sangenjo. Para asegurarnos hasta nos podríamos ir a cierta edición de «Los Pazos de Ulloa», donde doña Emilia así se refiere a la localidad ribereña en unos extensos apuntes autobiográficos, firmados en la Granja de Meirás, a septiembre de 1886 (Daniel Cortezo y Cía. Editores, Barcelona). Tan cierto como en gallego encontramos Sanxenxo en un poema de fray Martín de Sarmiento (1716), pero ¿acaso sabemos si el buen fraile pronunciaba Sanshensho o Sangenjo? Parece que la x se empleaba como el fonema inglés sh, siendo que desde 1815, la RAE, ante el pluriempleo equívoco de las letras g, j y x en las mismas palabras, estableció que la x quedaría constreñida a los fonemas ks y gs, y que las g y j se escribirían como hoy se hace, conforme las vigentes normas de ortografía.
¿Quiere decir esto que tanto Sangenjo como Sanxenxo serían ambos topónimos correctos en castellano?
Pero, a lo que voy, para ir cerrando: ¿por qué siempre estamos usando la lengua, lo más maravilloso que tenemos los humanos, como elemento de constante separación?, ¿somos tan cazurros que aún nos creemos estar dando tumbos por la Torre de Babel el día +1 tras el chiste divino?
Compartimos un país con varios idiomas oficiales. Sí, hay uno predominante, el castellano (98,9%), pero no creo que el que se respete los topónimos castellanos junto con los locales sea una ofensa ni, mucho menos, un ninguneo para nadie, aunque sí para aquellos que se jactan de ser tolerantes e internacionalistas. Como dijo Erasmo de Róterdam: “dime de qué presumes y te diré de qué careces”.
Uno puede y debe defender su propia lengua, pero no con las armas de la división, la imposición y el desprecio tan propios del nacionalismo más chusco. Sólo caben las armas de la comprensión, la empatía y el afán de conocimiento.
Quizá todo se solucionaría echando mano del nombre más correcto: Sanginés, y todo el mundo a lo suyo, dejándose de pataletas y paletadas a ambos lados de la señal.
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