PRIMERA
PARTE
Cuando al común de los mortales y de los
profanos se nos ha tratado de explicar qué es un corsario, siempre se ha tirado
por la vía más fácil, simple y simplona. Como en aquella escena de la magnífica
película «Master and Commander» tras hacer nosotros la misma pregunta que aquel
jovencísimo paje, uno de los veteranos, cogiéndonos del lazo, nos responde, medio
en broma medio en veras, que un corsario es un pirata que tiene un papel
firmado por su rey, razón por la cual, cuando se le captura, no se le puede colgar
del pescuezo hasta morir.
¿Le podríamos dar la razón al veterano
marinero? Sí y no, por cuanto un corsario (o corsista), por definición era
aquel armador civil (y, por extensión, el navío o navíos que aportaba y su
oficialía y tripulación), que desempeñaba la actividad de hostilizar el tráfico
mercante del enemigo de su nación tras presentar suficiente caución para
garantizar su conducta y observancia de las ordenanzas navales y de corso.
Es muy fácil encontrarse con libros de
texto que confunden el término corsario con el de pirata, como si fueran
sinónimos, y eso es algo que debemos enmendar[i]. Empresa
esta que nos conduce, tras tomar apuntes a ordenanzas y a obras como «Tratado
jurídico-político sobre pressas de mar y calidades que deben concurrir para hacerse
legítimamente el corso» (de Félix Joseph de Abreu y Bertodano (1746)), a
acometer y plasmar en texto un análisis jurídico de esta polémica e interesante
figura del corsario, cuyo desarrollo normativo y doctrinal tuvieron su propia
edad de oro durante los siglos XVII-XVIII, aunque el mismo beba de tiempos pretéritos, propios de Cicerón y del rey Alfonso X.
La patente de corso
Aspectos generales
Aquel marinero de antes, al calor
estomacal del grog, afirmó que un corsario tenía un documento firmado por su
rey, es decir: una patente de corso. Cierto.
Dicha patente era una concesión administrativa
a favor de armadores y patrones que colaboraban/invertían en el esfuerzo bélico
con sus propios patrimonios, por su propio riesgo y ventura, permitiéndoseles navegar
por mares propios y aquellos otros neutrales para apresar las embarcaciones (bajeles
de guerra, corsarios o mercantes) del enemigo declarado y todas aquellas que
pudieran tener por destino sus puertos, hostilizando el comercio y la economía
del adversario (por supuesto, también cabía corso contra naturales rebeldes).
Los armadores y patrones prestaban
bajeles, tripulación, armamento[ii],
pertrechos, etc., al servicio del Príncipe, República o Estado a cambio del
valor de las mercaderías y del navío legalmente apresado[iii],
y de unas gratificaciones que dependían de si la presa era bajel de guerra,
corsario o mercante y que se relacionaban por efectos (cañones y prisioneros),
con aumentos según las condiciones del combate y de superioridad/inferioridad
del enemigo.
La patente de corso, por tanto,
únicamente se otorgaba y tenía vigencia en periodo de guerra. El conflicto
debía ser primero declarado o publicado por el soberano concedente de la
patente, así como conocido en todas las plazas y puertos. Hasta entonces no se
podía optar a la patente, como tampoco actuar, aún en interés del Reino o Estado,
so pena de perder todo derecho sobre las presas, de ser considerado pirata y
traidor y, por tanto, condenado a la pena máxima.
Para solicitar la patente, al menos en
España, había que acudir al Ministro de Marina de la provincia donde se fuera a
armar el corsario, relacionando:
—Tipo de embarcación y porte.
—Armas y pertrechos propios.
—Tripulación[iv].
—Fianzas de buena conducta debidamente
abonadas[v].
Sólo podía servirse a un único soberano
Un armador tan sólo podía ser corsario
de un único soberano. No se permitía, teóricamente, correr los mares con
patentes concedidas por distintos príncipes en la faltriquera; sin embargo y
por lo leído, las consecuencias dañinas de contar con dos o más patentes
únicamente recaían sobre los capitanes y oficiales, quienes eran castigados
como piratas, mientras que el armador apenas recibiría castigo pues “nunca”
podría haberse beneficiados a partes iguales de las dos o más patentes (me
cuesta bastante creer que no existieran acciones penales con respecto al armador
doblemente concesionario).
Pero, claro, esta conclusión únicamente
encaja cuando las patentes eran otorgadas por príncipes enemigos entre sí y no
por príncipes amigos pues, si había “utilidad” en la acción del corsario
doblemente concesionario, no había perjuicio real.
Pluralidad
de banderas
Recuperando nuevamente aquel magnífico
filme, «Master and Commander», los que lo hayan visionado recordarán cómo el
capitán Jack Aubrey engañaba al corsario Acheron
haciendo pasar a la Surprise por un “fasmido náutico”. Parte de la treta
consistía en enarbolar una bandera falsa, en esta ocasión, la de ballenero
inglés, para atraer al enemigo y disponerlo a tiro, momento en el que ordenaba enarbolar
la enseña de la Royal Navy.
Las ordenanzas de corso permitían, como
ardid de guerra, que los corsarios llevasen y enarbolasen cualquier tipo de
bandera a la hora de presentarse ante una posible presa y engañarla para que se
detuviera y estuviera a tiro. Sin embargo, en caso de entablarse combate y sin
excepción, estaba terminantemente prohibido hacerlo con una bandera falsa
luciendo en los topes, pues únicamente podía entonces enarbolarse la de su
soberano.
La cosa no era para tomársela a broma,
pues incumplir esta regla de enarbolar la legítima enseña al momento de abrir
fuego, como otros muchos preceptos de las ordenanzas de corso, conllevaba la
pérdida de la presa y una causa penal militar por piratería.
La sombra de la horca también pendía
sobre los tripulantes de la embarcación corsaria vencida que luchase con
bandera de Príncipe o Estado distinta de la de su patente.
Estricto sometimiento a las ordenanzas
Si algo diferencia al corsario del
pirata es su total sumisión a las
ordenanzas de corso y códigos navales penales del país y del Derecho de Gentes.
La vinculación umbilical con la marina
de guerra nacional era tal que las ordenanzas generales solían utilizar la
locución “los navíos de guerra y los corsarios […]” en muchos de los artículos
como si no existiera distingo. También tenemos en cuenta el detalle de que no
pocos bajeles corsarios contaban con una oficialía uniformada y graduada, como
sucedía con el Defensor de Pedro, un
bergantín corsario que hacía las veces de barco mercante y negrero[vi],
y en cuyas cubiertas se hizo tristemente célebre el pirata pontevedrés Benito
Soto: al mando estaba el capitán de fragata Pedro Mariz de Sousa Sarmento, apoyado
en su segundo, el teniente Manuel Antonio Rodríguez, ambos de la Marina
imperial brasileña.
Los oficiales corsarios quedaban bajo el
amparo de las leyes del Estado concedente, aunque fueran extranjeros, y leían a
la tripulación las leyes penales, como en cualquier barco de guerra, aplicándolas
con todo su rigor. Los cabos de presa, al menos en España, se los equiparaban
en empleo a los de la Real Armada y se les concedían las mismas recompensas. Por
su parte, la tripulación del corsario, aunque no estuviese matriculada, gozaba
igualmente del fuero de Marina.
Nadie abordo de un navío corsario se
podía conducir como un pirata. Los preceptos eran bien claros:
· El
saqueo estaba proscrito, al igual el derecho de pendolaje[vii].
· El
empleo injustificado de violencia y extorsión sobre oficiales, tripulación y
pasajeros de las embarcaciones objeto de inspección, era castigado muy
severamente, incluso con la pena máxima.
· Los
prisioneros debían ser tratados con humanidad, quedando prohibidas prácticas
como las de abandonarlos en la mar, islas o costas lejanas. El corsario era
garante, además, de la manutención y seguridad de los mismos.
· Los
capitanes corsarios eran responsables de los perjuicios que se ocasionaren al
detener si motivo navíos de vasallos, aliados y neutrales.
· El
cabo de corso encargado de comandar el navío apresado era responsable, por
acción u omisión, de los géneros declarados que se perdieran. Igualmente, si
abriera escotillas selladas, arcas, fardos, pipas, etc., donde se encontrasen
los géneros declarados, perdería la parte que debiera tocarle en el reparto y
se le formaría causa penal.
· Ningún
miembro de la oficialía y de la marinería del bajel de corso podía ocultar,
deteriorar o destruir ninguno de los documentos de navegación de la presa, con
independencia del fin que lo motivó. En caso de que el autor fuese el capitán,
se le imponía castigo corporal y la obligación de resarcir los daños; si era un
miembro de la tripulación, la pena a aplicar sería la de diez años de presidio
o arsenal.
· En
caso de abuso de la patente, el corsario quedaba sometido a la jurisdicción
propia de su reino, siendo que si la violencia ilegítima se ejercía sobre
conciudadanos o amigos, la jurisdicción sería mancomunada.
· Ninguna
persona, corsario o civil, podía comprar u ocultar género alguno que
perteneciera a la presa antes de haber sido ésta juzgada. En tal caso, se abría
procedimiento penal de restitución con la imposición de una multa económica
equivalente al 3% del valor de lo comprado u ocultado.
En todo aquello que no estuviera
regulado en las Ordenanzas, los corsarios debían someterse a las demás fuentes del Derecho:
los tratados de comercio, convenciones y ajustes del Derecho común por tener
fuerza de Ley, la doctrina, y los usos y costumbres de navegación.
Lucha contra la piratería
Como hemos dicho, la patente se concedía
por una Comisión con el objetivo de que el corsario atacara el tráfico mercante
y sus líneas de abastecimiento buscando el desequilibrio económico, así como
para que combatiera a otros corsarios de la nación enemiga. Sin embargo, también
se incluía el derecho de combatir libremente a la piratería, entendida como
actividad desempeñada por “gente que corre el mar sin despacho de ningún
príncipe o estado soberano”.
[i] Esta es mi opinión: tampoco considero adecuado entender legalmente como corsario a un buque concebido para la guerra como único cometido que, por motivos estratégicos, recibe la orden de actuar contra el tráfico mercante enemigo, como en el caso del famoso crucero alemán Emden y otros que se hicieron notar durante las guerras del pasado siglo XX.
[ii] Los corsarios también podían ser surtidos en los arsenales y almacenes de artillería, armas, pólvora, pistolas, etc., a costo y costas, debiendo bien abonar su importe en un pago aplazado o, una vez finalizada la guerra, devolviendo los efectos y abonando las pérdidas y deterioros, así como lo consumido.
Conforme la Ordenanza española de 1 de julio de 1779, en caso de naufragio o pérdida del navío corsario, incluido el apresamiento por el enemigo, con todos sus efectos, el armador quedaba libre de responsabilidad y de la fianza, siempre y cuando se justificase la pérdida.
[iii] En España se dispuso que debía entregarse 1/5 parte del valor del apresamiento a la Real Hacienda por razón del señorío y superioridad del Rey, aunque después la Corona renunció a dicho privilegio para animar la inversión corsaria, quedando los armadores únicamente sujetos a derechos de venta en puertos del Rey de navíos, géneros y mercancías apresadas.
El valor resultante de las ventas debía repartirse entre todos los que se hallaren al tiempo de la rendición, de forma equitativa.
[iv] En España, al menos un tercio de la tripulación debía ser no matriculada, pero toda la tripulación, sin excepción, debía estar entrenada en el manejo de las armas.
[v] Fianza y compromisos de no dañar a los súbditos, amigos o aliados del concedente.
Según las Ordenanzas de 1 de julio de 1779 y de 20 de junio 1801, la fianza era, como máximo, de 60.000 reales de vellón (según algunas estimaciones, rondarían los 200.000,00 €).
[vi] Propiedad del comerciante José Botelho de Siqueira Matos Araujo, de Río de Janeiro, armado en corso durante la Guerra del Brasil contra las Provincias Unidas del Río de la Plata.
[vii] Derecho a apropiarse en las presas de mar de todos los géneros que estén sobre cubierta, aunque pertenezcan a los ocupantes de la embarcación apresada.
1 comentario:
Muy bueno.
muchas gracias.
José M. Prats
Autor del libro: Corsarios Ibicencos en Gibraltar
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