Minotauro. Barcelona, 1984 271 pág. ISBN: 84-350.0442-2 |
La mano izquierda de la oscuridad es la luz, al igual que la mano derecha de la luz es la oscuridad. La duplicidad del ser humano, ya sea como ente individual o a medio de un tercero: un hermano, un amante o un extraño procedente de las estrellas.
Esta novela de la segunda mitad de la década de 1960 fue una de tantas adoptadas como guía de los movimientos contraculturales, narrada en primera persona por sus dos protagonistas: Genly Ai, un terrícola enviado por el Ecumen —que es una federación de planetas donde medra la especie humana—, y Derem Estraven, el primer ministro del reino de Karhide, caído en desgracia al apoyar la misión de Ai. El primero nos permite leer un informe oficial sembrado de locuciones y opiniones; el segundo su accidentado diario personal; y, entre medias, se introducen descansos en la historia a medio de mitos y leyendas orales de Gueden, un helado planeta en el que se desarrollan distintas civilizaciones de humanos hermafroditas que adoptan un rol, aspecto y sexo determinados una vez al mes, durante un celo denominado kémmer, tras el cual, si no hay concepción, vuelven a un estado latente asexuado.
La misión de Ai es la de convencer a las principales naciones de Gueden para que firmen un tratado de alianza comercial, que se unan a una especie de comunidad económica de mundos humanos, pero la situación política entre Karhide y Orgoreyn, que mantienen una guerra fría al estilo EEUU y URSS o, al menos, India y Pakistán, pone graves trabas a la labor del enviado terrestre. Ai ha de vencer cuantiosos escollos, siendo que, como humano, yerra y desconfía de Estraven, que es el único en quien debería confiar en un planeta que el Ecumen siempre ha denominado como Invierno; cae en un grave y fatal error, pues Estraven sí pretende que su país, Karhide, encabece el acuerdo con los hombres de las estrellas, cree ciegamente en Ai a pesar de ser un perverso (siempre está en kémmer, con un rol masculino), alguien tildado de embustero al hablar de vuelos por el espacio (algo imposible de comprender para los habitantes de Gueden, donde no existen animales voladores ni matemática alguna que sustente la posibilidad de elevarse en los aires).
Genly Ai recorre parte de Karhide y, al fracasar en la audiencia con el rey Agraven, pone rumbo al vecino Orgoreyn, convencido de que allí habrá más personas dispuestas a prestarle oídos y a firmar un tratado con el Ecumen, provocando un efecto dominó por todo Gueden. Ai decide cruzar la frontera en el momento en el que Estraven es declarado traidor y proscrito.
Ai, sin darse cuenta, se encontrará en un grave peligro del que saldrá con vida gracias a la intervención de Estraven, quien se jugará algo más que el tipo para salvarle, compartiendo ambos una traumática experiencia en el Norte del planeta, que permitirá al terrestre comprender el valor de la dualidad de los habitantes de Gueden, hasta el punto de considerarla como una superioridad mística.
El enfrentarse a las primeras páginas de «La mano izquierda de la oscuridad» es poco menos que un reto no acto para enclenques literarios. La lectura es apretada y de difícil ubicación en nuestra imaginación, pues nos lanza sin cintos ni seguros a un acto ritual de Karhide, sin que tengamos la menor idea de lo que nos rodea; nos arranca del útero de la normalidad para que nuestra carne sienta el mordisco de lo inhóspito, lo cual forma en el lector el erróneo razonamiento de que la novela va a ser un peñazo de los que hacen Historia. Sin embargo, la cosa pronto remonta y resulta ser incluso atractivo acompañar a Genly Ai a lo largo de sus encuentros con distintos guedenianos y por sus descripciones; aunque resultarán más interesantes los descansos: los mitos y leyendas de Gueden que el propio Ai trascribe a la palabra escrita en su informe.
La novela no es de aventuras galácticas, sino la representación de una cultura humana (sobre la que arroja sombra la tesis de la intervención de un ente superior en el desarrollo y evolución de las diferentes razas humanas diseminadas por la galaxia), en la que los dos personajes interactúan hasta una unión propiamente guedeniana, sin la intervención del sexo aunque el matiz hermafrodita de la población sea una constante agotadora, la luz y la oscuridad que asumen como propias las particulares disciplinas o credos que se practican y estudian en Gueden.
No es de aventuras y, en ocasiones, cuanta con ciertas notas de trama puramente política, pues el Enviado busca un acuerdo interplanetario, la cual puede hacer recular a muchos lectores que huyan de este tipo de argumentos. La aventura en sí puede que sea la evasión de Ai, con la ayuda de Estraven, de la granja (gulag) donde es internado en Orgoreyn; el recorrido de ochenta y un días por el Hielo. Pero, a pesar de su importancia por la unión y comprensión entre los dos personajes, alcanzando la dualidad, es tedioso hasta el punto de poder saltarse uno varios párrafos y no perderse nada, siendo que solo hay que atender a los diferentes incisos nocturnos dentro de la tienda de campaña.
De una narración que se anuncia como fatigosa, pasa a otra capaz de despertar la curiosidad del lector por conocer una civilización con decenas de miles de años a sus espaldas, estancada en la Edad Media tras haber vivido una etapa industrial de tres milenios; que conoce a un ser de otro mundo, embajador de una federación galáctica; pero también la tesis de que una sociedad como la guedeniana, en la que todos sus miembros pueden conocer de primera mano una masculinidad y feminidad efímeras, salvo durante el embarazo, y que los condena en el buen sentido a ser una raza que holla el planeta de forma pacífica. Le Guin establece una mística en la dualidad guedeniana prácticamente perfecta, un equilibrio entre la luz y la oscuridad que no varía, que es imperturbable; una dimensión que muchos entienden como de defensa desde la ficción de la libertad sexual y la tolerancia hacia cualquier tendencia o inclinación.
Antes de cerrar, he de hablar algo mal acerca de la traducción al castellano de la obra, a cargo de Francisco Abelenda en la edición que he leído, que es del todo mejorable, pues se introducen términos que, si no erróneos, suenan bastante mal y pobres en comparación con el texto en su conjunto. Increíblemente pobres para un traductor de hace décadas (no para un actual).
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