¿Quién no se sentiría enardecido siendo testigo de la escena desde los palcos del teatro de la Borgoña? ¿Quién no se ofuscaría tras el fugaz encuentro con Roxana en la hostería de Raguenneau? ¿Quién no se deprimiría al ver cómo otro escala hasta el balcón de la bella amada? ¿Quién no sufriría de vértigo cuando el mundo se desmorona bajo sus pies durante la batalla en Arrás? ¿Quién sería capaz de parar, aún con los brazos de Sansón, un torrente de tristeza desmedida ante las últimas palabras de Cyrano, pronunciadas a la luz de la luna en los jardines del convento de las damas de la Cruz de París? ¡¿Quién?!
“Cyrano de Bergerac” es una de esas obras de teatro que han alcanzado la inmortalidad gracias a la pasión de sus versos y la viveza de sus escenas, armas poderosas que conquistaron el corazón de los franceses, quienes se rindieron al instante. Nosotros, tanto yo como, a buen seguro, los que tenéis la bondad de leer este post, nos hemos topado con el singular narigudo gascón en la adaptación cinematográfica protagonizada por Gerard Depardieu, filmada hace ya veinticinco años, cuando el muchacho aún no se había enconado con engordar para confundirse con Obélix, tanto en la ficción como en la realidad; con una interpretación de esas de quitarse el sombrero, como todo en esta película de sobresaliente, tanto en lo visual como en lo sonoro. Escuchar sus diálogos tan solo consigue hacer florecer un amor por el lenguaje y la rima, aunque en mi caso tan solo me atreva a mantener tal ardor con la prosa, pues la poesía me resulta ser una amante quizá demasiado exigente.
Pero no estamos aquí para reseñar la película, que bien podría, sino para traeros unas pinceladas acerca de la obra firmada por Edmond Rostand (1868-1918) y estrenada en el lejano 1898; obra que es el claro ejemplo de cómo un éxito arrollador puede eclipsar a su autor, imposibilitándose para regresar a escena con otros títulos y renovar los laureles con los que fue coronado tiempo atrás, ya que el entregado público elevó a su Cyrano teatral a la categoría de héroe de la literatura, cuando no nacional.
Edmond Rostand, antes de que llegara la noche del estreno, se dejó algo más que su sueño en los versos de “Cyrano de Bergerac”. Empeñó hasta parte de su fortuna personal para conseguir que fuera llevada a los escenarios, pues pocos eran los que apostaban por el proyecto, que parecía condenado a pasar con mucha pena y nada de gloria. Era una obra que despedía un fuerte olor a rancio; era vieja y trasnochada, nada que tuviera que ver con las corrientes modernistas y realistas que imperaban en el mundo de teatro por aquel entonces. Tantos fueron los impedimentos que hasta el propio Rostand dudó de si no estaría perdiendo el tiempo y su dinero en una historia que era protagonizada por un personaje real del s. XVII que le vampirizaba la imaginación; un narizotas, bravucón, espadachín, intelectual y librepensador que luchaba por hacer huir, de una vez por todas, a las cobardes tinieblas del olvido.
Al fin, la noche del estreno envolvió París con su manto. Alea jacta est; y desde el instante mismo en el que se levantó el telón por primera vez, el público asistente se sintió embargado ante el derroche de color que desbordaba el escenario. Fue un éxito sin precedentes que sorprendió a Rostand quien, semanas más tarde, vería colgar de su pechera la Legión de Honor, concedida por un exultante presidente de la República en agradecimiento eterno por tan insigne y excelsa obra.
El asombro no se apartó del lado de Rostand durante largo tiempo. De la noche a la mañana, nunca mejor dicho, su nombre se escribía con letras de oro en los anales de la literatura gala y grandes de la escena se peleaban entre sí por ser recordados también por haber formado parte del elenco de alguna representación de “Cyrano de Bergerac”; pero, por desgracia, ya solo había ojos para este libreto de capa y espada y las obras posteriores del pobre literato, como ya hemos dicho, no llegaron a impresionar a nadie, por lo que creyó, no sin razón, que vivía oculto tras ese Cyrano que le hacía sombra con tan solo una parte de su anatomía.
En cuanto a la obra teatral “Cyrano de Bergerac” en sí, ésta se encuentra dividida en cinco actos a los que ya hemos hecho sutil mención al inicio de esta reseña, siendo que con el primero sentimos el vértigo de una rápida y fuerte subida en la que el propio Cyrano se sirve del gordo Montfleury, de un importuno y del vizconde de Valvert para presentarse a la platea y ganarse al público; mas el patio de butacas y los palcos se maravillarán también por la ambientación y por decenas de actores que recrean un teatro dentro de otro teatro. Y a cotas tan elevadas nos vamos, como si el rocío almacenado en botellas de cristal, unidas a nuestros cintos, fuese reclamado con avaricia por el sol para llevarnos hasta la luna, que cuando tocamos esa argentina calabaza no podemos hacer otra cosa que caer, mas lo hacemos por una lenta y suave pendiente de sentimientos agónicos, con un Cyrano que pone su verbo y pasión para que Christián se gane a Roxana. Por si nuestras simpatías no estaban ya rendidas al elocuente y ceñudo gascón, su agonía, prueba sublime de su amor por Roxana, es un sacrificio romántico en pos de que el ser amado alcance la felicidad: darlo todo para recibir nada. Esa amargura es la que irá arrastrando el libreto hasta llegar a un momento en concreto, catorce años después de la memorable noche en el teatro de la Borgoña. A pesar de la belleza y la diversión que aparecen por doquier, si se escucha con atención, Cyrano va muriendo mucho antes de que caiga la pesada y traicionera viga sobre su cabeza. Tan solo querremos percatarnos de ello cuando lo sientan en su butacón, delante de su querida Roxana, y “lea” en voz alta la última carta de Christián; cuando la hermosa dama, al fin, da cuenta de la amorosa ardid de su primo. La letra es de su amante en las sombras, bajo el balcón, aunque la sangre que se confunde con la tinta era de Christián.
Tuve la inmensa suerte de poder leer esta obra de teatro a través de una traducción al castellano del libreto íntegro, fechada en 1899, en la que se ha conservado incorrupta toda la riqueza verbal que estas añejas labores interpretativas obsequian sin tacañería alguna a los lectores y a aquellos que seguimos aprendiendo esto de escribir. Un goce capaz de despertar una sonrisa mientras las escenas van desfilando, verso a verso. ¿Qué más se puede decir?
Dar punto a esta reseña afirmando que la adaptación cinematográfica de 1990, la cual nos presentó un Cyrano a cargo de Jean-Paul Rappeneau y Jean-Claude Carriere, no es exactamente fiel al original, pero tal “desvinculación” tan solo responde a las agradables posibilidades que permite el medio de sacar a los personajes de las estrechos contornos físicos de un escenario, permitiéndoles una mayor libertad de movimientos y bruñir las “telas” de los decorados. ¿Qué es mejor, la obra de teatro o esta adaptación? Creo que conviven en paz, pues la versión con Depardieu llegando con media hora de adelanto es un espléndido y admirable homenaje a los desvelos de Rostand.
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