miércoles, enero 31, 2018

Relación de publicaciones de Enero de 2018


Colaboraciones con HRM
—Reseña a «El “Alcántara” en la retirada de Annual. La Laureada debida» de Antonio Bellido Andréu. http://www.hrmediciones.com/index.php/blog-rei/87-contemporanea/180-el-alcantara-en-la-retirada-de-annual-resena-de-j-yuste
—Reseña a «El maestro de armas», Xavier Dorison (guión) y Joël Parnotte (dibujo) http://www.hrmediciones.com/index.php/blog-rei/89-bibliografia/181-el-maestro-de-armas-resena-de-j-yuste
— Reseña a «El mercenario. Diario de un combatiente en la Guerra de España», de Nick Gillain (edición y notas de Eduardo Juárez Valero) http://www.hrmediciones.com/index.php/blog-rei/89-bibliografia/184-resena-el-mercenario-j-yuste
—Entrevista a Ángel Miranda, guionista del cómic histórico «Espadas del fin del mundo» http://www.hrmediciones.com/index.php/blog-rei/88-moderna/190-espadas-del-fin-del-mundo-entrevista-a-angel-miranda-j-yuste

Reflexiones a la luz de la bitácora
—«Despertar a un lunes diferente» (o «El rescate de un gatito callejero») http://navengantedelmardepapel.blogspot.com.es/2018/01/despertar-un-lunes-diferente.html

Reseñas
—Reseña a «Candilejas», el último film protagonizado por Charles Chaplin https://goo.gl/aaQQVQ
—Reseña a la colección de relatos de humor «Antrobus», Lawrence Durrell https://goo.gl/tZTDe2
—Reseña a la película nipona «Nuestra hermana pequeña» https://goo.gl/95WFFF
—Reseña al cómic «Batman: Después de Medianoche» https://goo.gl/hLHzUJ
—Reseña a la serie de televisión de ciencia-ficción «UFO» https://goo.gl/CgwqZS

Lectura de 31 de Enero de 2018 a las 1200 horas



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31 de Enero de 2018


martes, enero 30, 2018

Guardia de televisión: reseña a la única temporada de «UFO»

Título original: «UFO». 1971-1973. Reino Unido. Ciencia-ficción, acción. 26 episodios de 45 minutos cada uno. Dirección: varios. Guión: varios. Elenco: Ed Bishop, George Sewell, Michael Billington, Gabriel Drake, Dolores Mantez, Antonia Ellis

Una trama que nos traslada a un futurista (para finales de la década de 1960) año 1980, en el que los vuelos espaciales son rutinarios, existen explotaciones mineras en la Luna y vehículos eléctricos… En el que una amenaza procedente del otro extremo de la galaxia mantiene en vilo a la primera línea de defensa de la Tierra: una civilización alienígena que lucha por su propia supervivencia a costa nuestra

En un podcast cuyo nombre no logro recordar, en uno de tantos en los que participa una pléyade de colaboradores, reunidos a propósito y con la misión de diseccionar algún aspecto friki de marcada nostalgia ochentera, una voz de porte desanimado se elevó para compartir la opinión que otra, más joven, le había transmitido a respecto de la trilogía jackosiana de «El señor de los anillos», cuestionándola en el aspecto técnico de efectos especiales: su CGI es pobre. Como respuesta a tal aserto —equiparable a una cruda crítica hacia quien desprecia al inventor la rueda de piedra, milenios atrás, si se lo compara con algún ingeniero de la Pirelli—, otra voz, más quejumbrosa, exclamó: “Pues cuando vea que el bicho verde de los «Cazafantasmas» es un muñeco…”. Creo que debió quedarse sin aliento justo cuando de disponía a cerrar la frase; comprensible.

Las producciones de épica, fantasía y ciencia-ficción siempre han necesitado de efectos especiales para trasladar a la pantalla mundos que provienen de los sueños y que alimentan nuestras desbordantes fantasías. En la actualidad, el maravilloso abanico de posibilidades que abre la tecnología informática parece querer arrojar a la basura a las añejas obras por sus ya "penosos" efectos especiales; pero estos no son más que una herramienta visual, que no narrativa, por mucho que ciertas espadas las alcen como centro de toda película del género. Pocos no se han mofado de títulos que nos doblan la edad, para los que los departamentos de efectos se esforzaron al máximo con lo que tenían a mano, algo a lo que no concedemos el merecido reconocimiento.

Quizá las que más palos se hayan llevado son las producciones de ciencia-ficción, apegadas en demasía al momento de su realización y a las extravagancias propias de la época, tantas que provocan cierta vergüenza ajena por sus predicciones, ahora ridículas, de un futuro próximo del que aún no sabemos nada. Pero antes y después del año 1977, el de estreno de «La guerra de las galaxias», hubo títulos excelentes y otros no tanto, pero que no hemos de juzgar por los efectos especiales, en su día, revolucionarios, hoy un tanto ingenuos, sino por las historias que contaban.

Uno de estos a los que me refiero en la serie británica de televisión «UFO», con copyright de 1969 y que tan solo contó con una temporada (eso sí, grabada a lo largo de varios años). La trama nos traslada a un futurista (para finales de la década de 1960) año 1980, en el que los vuelos espaciales son rutinarios, existen explotaciones mineras en la Luna, vehículos eléctricos… Nada del otro mundo, aunque los guionistas no abusaron en su papel de futurólogos, sin llegar al agravio comparativo en cuanto a la tecnología que se hacía uso por entonces. Para alguien que presenciara de niño el primer vuelo de los hermanos Wright bien pudo hacer otro tanto, al otro lado del receptor, con el alunizaje del Apolo XI; ¿cómo no pensar entonces, con semejante progreso, en una Humanidad más avanzada? Lógico, pues hoy nos maravillamos con los drones y sus usos y utilidades de transporte de mercancías y pasajeros, cuando el concepto ya se barajaba en 1950, pero me estoy yendo por las ramas. Sin embargo, a 2018, ¿dónde están las bases lunares y todo lo demás? Bueno, habrá que esperar aún.

En «UFO», la Tierra está amenazada por una misteriosa civilización extraterrestre; como única línea de defensa (un tanto pobre, vista con perspectiva y objetividad) está la organización SHADO, con el comandante Straker a la cabeza, que tanto intercepta y destruye toda nave enemiga que se acerque al planeta como protege a sus habitantes de las aviesas intenciones de los alienígenas: abducir cuantos más humanos sea posible para extirparles los órganos y transplantarlos a sus cuerpos humanoides y prolongar así su vida de forma ininterrumpida. Quizá no haya explicado el argumento (interesante, algo morboso, pero dotado de una fuerza inmensa), de la mejor forma, con soltura y suficiente dramatismo para que entendáis el efecto que causó en mí, pues la idea de tal destino para la especie humana me produjo cierta desazón. 

Lo más chocante es que si las naves que nos visitan están claramente identificadas, la serie debería titularse de forma diferente y no «UFO»; y otras muchas cosas, pero para qué tirarnos de los pelos de la cabeza: sigue siendo todo un puntazo que la empresa pantalla o tapadera donde trabajan los protagonistas sean unos estudios cinematográficos.

Los diferentes y autoconclusivos capítulos de la única temporada nos llevarán a espacios reducidos, aun costosos, y a una historia que siempre gira en torno a la amenaza extraterrestre, pero adornada con detalles o elementos bastante conocidos, tales como la lealtad, la amistad, el compromiso, la desconfianza hacia lo extraño, el choque entre organismos burocráticos, etc.; todo ello bajo un concepto moderno para 1969, pues SHADO es una organización militar internacional, con dotaciones interraciales y mixtas (aunque, salvo las oficiales de la base lunar, el resto de féminas solo parecen justificar su sueldo tomando notas, llevando café o luciendo tipo; o que el comandante negro de la base es relegado por el menos bronceado coronel Foster), haciendo suya una visión futura más integrada e integradora socialmente hablando.

Salvo por dos episodios, como los que detallan el secuestro de Foster por los alienígenas y la creación de SHADO, pobres en guión y con un final abrupto, el resto posee un magnetismo difícil de calificar, importando bien poco que las tomas del despegue del Skyone y de los interceptores lunares sea, en realidad, solo una grabada desde distintos encuadres y con distintas luces, añadida en el montaje cuantas veces fuera necesario. Recordemos que los efectos especiales solo son lo que son.

Por su parte, los actores no es que sean de premio, pero algunos de ellos eran caras bien conocidas en producciones del género, como Ed Bishop, encarnando a Straker, o Michael Billington, que hace lo propio con Foster y que a poco estuvo de vestir el esmoquin de James Bond. Todos llevan las riendas de unas historias que entretienen, nublando nuestras actuales y tecnificadas reticencias y chascarrillos; la tensión fluye, pues estamos ante una producción que hunde sus raíces en el aspecto narrativo, dando su justa medida al aspecto técnico y decorativo. Risible sí que resultan las naves de los extraterrestres, que semejan una peonza invertida girando sin control (no nos lo podíamos callar).

La pena es la parquedad de capítulos, lo cual no ha impedido que forme parte de la cultura freak británica por su originalidad, como la peculiar vestimenta de las oficiales lunares (aunque solo le quedara bien la peluca morada a la actriz Antonia Ellis) o la idea del empleo de transbordadores reutilizables y unos interceptores que, a todas luces, han inspirado los X-Wing del universo «Star Wars». La pena es que, en su momento, no se contara con el suficiente apoyo como para permitir seguir disfrutando de esta serie que debió expandir no pocas retinas y mentes, aún con sus nada disimuladas maquetas y sus desproporciones longitudinales.

Lectura de 30 de Enero de 2018 a las 1200 horas



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martes, enero 23, 2018

Guardia de cómic: reseña a «Gotham después de Medianoche»

Series DC Cómics
Planeta de Agostini, Barcelona, 2009
288 páginas
ISBN: 978-84-674-8221-8
Es de Justicia reconocerle a Niles la redacción de un guión interesante desde el punto de vista del terror, a lo que es muy aficionado como demuestran sus anteriores títulos. Manipula a Batman y al lector, aunque los últimos capítulos, sobre todo el último, con un prescindible sermón por parte de Alfred, son engorrosos y engañosos, y el autor parece creer que es suficiente para dar punto final a la obra desvelar la identidad de quién se esconde tras la máscara de Medianoche

El sol se hunde en el horizonte y la ciudad de Gotham se sumerge, más si cabe, en el reino de las sombras. El crimen y el miedo atenazan a sus habitantes, tan solo separados del mal por la larga capa de un enmascarado obsesionado con la Justicia y la venganza. Y es durante las noches cuando no hay descanso que valga para ese hombre, mitad héroe, mitad monstruo que se hace llamar Batman.

Entre las estanterías de una trémula tienda, Batman da con el Espantapájaros; lo detiene y lo entrega a las autoridades, pero este villano nunca había actuado como un vulgar ladrón, ¿qué hacía tratando de llevarse un artefacto esotérico como una mano momificada? El justiciero se irá así encontrando con una larga serie de viejos conocidos que han cambiado su modus operandi, todo ello mientras los asesinatos se suceden en las calles, a manos del misterioso “Medianoche”, un siniestro ser que se dedica a arrancar y coleccionar los corazones de sus víctimas, en una cruzada contra los males de la sociedad a base de puro terror, enfrentándose no pocas veces con Batman y afectándolo psicológicamente.

El caballero oscuro se lanza a la persecución de Medianoche en una trama dantesca en la que el protagonista se dejará la piel como detective, buscando y analizando pistas, caminando en círculos para dar con la razón de este nuevo reino criminal que surge desde las cloacas de Gotham.

La obra en sí se presenta, desde el plano literario, con el suficiente carisma para formar parte del universo de Batman, aunque poco parece seguir el canon oficial. «Gotham después de Medianoche» surge de la imaginación de Steve Niles, un exagerado y arquetípico aficionado a los cómics que pasó de regentar establecimientos especializados, escribiendo en la soledad iluminada por una lámpara de flexo, creando guión tras guión, a escalar en diversas editoriales desde lo más hondo (la autoedición) hasta la cima de DC. 

Niles ingresó en la reducida logia del caballero oscuro con «Batman: condado de Gotham», junto al dibujante Scott Hampton, llevando al enmascarado muy lejos de los callejones sucios y peligrosos de la ciudad. Y volvió, en esta segunda ocasión, con una historia opresiva, con un Batman neurótico y más fácil de herir que de costumbre. El elemento perturbador, el villano Medianoche, juega con todos en su particular lucha contra el crimen, en una locura que va obteniendo réditos cada vez que el gran campanario emite doce lamentos metálicos que perturban la gélida y nocturna tranquilidad.

Es de Justicia reconocerle a Niles la redacción de un guión interesante desde el punto de vista del terror, a lo que es muy aficionado como demuestran sus anteriores títulos. Manipula a Batman y al lector, aunque los últimos capítulos, sobre todo el último, con un prescindible sermón por parte de Alfred, son engorrosos y engañosos, y parece creer el autor que es suficiente para dar punto final a la obra desvelar la identidad de quién se esconde tras la máscara de Medianoche. La sensación que tuve al cerrar el book fue la de tener entre las manos una historia con un fin precipitado, sin conclusión válida. Nos cierran la puerta en las narices, cuando el texto se ha plagado de villanos clásicos de la serie, pero como simple entretenimiento y pérdida de tiempo: señuelos de Medianoche. Bien, inteligente por un lado, pero, aunque sean marionetas, no pueden ser más patéticos (como sucede con el Espantapájaros y el Joker (este último solo para un conato de especial de Halloween un tanto fallido y destemplado)) y se llega al final sin un broche a la altura.

Pero esto que acabo de referir no es la cruz del cómic, sino lo que sigue. A los lápices está Kelley Jones, quien estuvo dibujando a Bruce Wayne y a su alter ego durante años para DC; incluso formó parte del equipo artístico que llevó a viñetas «The Sandman», la magna obra del guionista Neil Gaiman. En la introducción de «Gotham después de Medianoche», todo son aplausos, vítores y gritos de animadora sin bragas para Jones, pero su Batman nunca me ha parecido un trabajo, digamos, suficiente. Los rostros y cuerpos de los personajes son deformes, cuando el artista no se limita a esbozarlos con cuatro rayas mal hechas, con unos fondos pésimos. Y su Batman…, con esas poses de monstruo de serie B a punto de darte un susto a lo conde Drácula y esa capa que crece y decrece tan solo para llenar espacios donde el dibujante no sabía qué hacer para cubrir toda la viñeta… Incluso he llegado a comprobar que el justiciero, en ciertas ocasiones, posee hasta seis dedos en cada mano; supongo que un efecto secundario de hacer al caballero oscuro chutarse tantos esteroides.

Los trazos de Jones quizá fueron suficientes para el guionista, la editorial y los plazos de entrega, pero le falta el respeto a la trama y al lector, quien ha de ahogar bufidos que solo pueden traducirse como “menuda chapuza”. Pero no por ello estoy juzgando toda la bibliografía de Jones.

Resulta arriesgado recomendar «Gotham después de Medianoche», pues hay de todo, de lo bueno y lo malo, y hasta mejorable en una historia tan larga y oscura. Todo dependerá de vuestros bajos gustos y de lo quisquillosos que seáis desde un punto de vista técnico.

Lectura del 23 de Enero de 2018 a las 1200 horas



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martes, enero 16, 2018

Guardia de cine: reseña a «Nuestra hermana pequeña»

Título original: «Umimachi Diary». 2015. Japón. 2 horas y 8 minutos. Dirección: Hirokazu Koeeda. Guión: Hirokazu Koeeda basándose en el manda de Akimi Yoshida. Elenco: Haruka Ayase, Masami Nagasawa, Kaho, Suzu Hirose

Sin resquicio para que se cuele el dolor y la rabia, comienza este relato en el que las hermanas van abriéndose como flores ante la llegada de la primavera. Una píldora que consigue que la luz se abra paso entre la oscuridad de una enfermiza existencia

Toda expresión artística pretende provocar una reacción. Cada persona puede, gracias a su innata subjetividad, desarrollar una respuesta única a cada estímulo, ante una escena en concreto: desde el meloso apego al aborrecimiento más visceral. Mas, en el caso de esta película japonesa, creo bien que solo puede haber una única manifestación por parte del público ante la delicada filigrana que se va encajando entre las escenas y los planos; delicada como una acuarela que van pintando las ramas de un árbol familiar en unión con sus raíces: una paz indescriptible, incluso felicidad, al convivir con las hermanas Kôda y la adolescente Suzu, su hermana pequeña por parte de padre, en un microcosmos familiar que recuerda a «Mujercitas», aunque marcando ciertas distancias.

El mérito de este filme es el lograr que el espectador no sea un mero testigo al otro lado de la “ventana”, sino que le hace traspasar dicha barrera y a sentirse bienvenido a la mesa de la vieja casa familiar y compartir frugales comidas donde hay sitio para todo y todos; mientras los destellos de una nueva vida nos permiten conocer a cada uno de los protagonistas, vislumbrando la fragilidad de la vida y los lazos que unen a las personas, al menos, en una historia íntima tan pequeña y adorable como es ésta.

Todo da comienzo cuando las hermanas Kôda, Sachi (la mayor y más seria, pues fue quien se encargó de su familia cuando su progenitor las abandonó quince años atrás), Yoshino (la mediana, temperamental y caprichosa) y Chika (la pequeña, divertida e infantil), reciben la noticia del fallecimiento de su padre y deciden asistir a las honras fúnebres, donde conocerán a Suzu Asano, su hermana menor por rama paterna, quien ha quedado huérfana. Lejos de cristalizarse una hostilidad hacia la adolescente por ser el fruto del adulterio de su padre, las hermanas Kôda se encariñan al instante con la tímida Suzu, sobre todo cuando saben que fue ella y no la viuda (la tercera esposa) quien cuidó del padre durante las últimas semanas de vida. Gratitud por parte de las hijas que no odian a su padre y que reciben en su seno a Suzu para no dejarla a merced de su díscola madrastra.

Así, de este modo, sin resquicio para que se cuele el dolor y la rabia, comienza este relato en el que las hermanas van abriéndose como flores ante la llegada de la primavera. Sachi, enfermera, mantiene una relación sentimental con un hombre casado, repitiendo la historia de la mujer que le robó a su padre, algo que la mortifica y  por lo que paga penitencia haciéndose cargo de toda la casa y de Suzu, a quien trata como a una hija, pues se ve identificada en su hermana menor. Yoshino da un vuelco a su vida despreocupada como cajera de banco cuando recibe un ascenso y se da de bruces con la dolorosa realidad de un mundo cruel que se extiende al otro lado de la valla que cierra la propiedad Kôda. Chika quizá sea el personaje más liviano pues no sufre cambio a lo largo de la cinta, pero que, gracias a su sonrisa y su cariñoso comportamiento, sin ambiciones, se hace querer. Y, por último, está Suzu, la niña fuera de lugar que, por fin, encuentra un hogar junto a sus hermanastras, al conocer a su familia cercana y asomarse a una vida futura, aventurándose por los recovecos de la juventud de su padre.

La historia de las cuatro hermanas es como un tranquilizante muscular, una píldora que consigue que la luz se abra paso entre la oscuridad de la enfermiza existencia, en el transcurso de una vida que gira, con sus nacimientos y muertes, y que hay que disfrutar con la gente que te ama. Mientras la familia exista, habrá motivos para sonreír. 

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miércoles, enero 10, 2018

Dos años sin Bowie

Hoy mismo se cumplen dos años desde que David Bowie cruzara el umbral, yendo al encuentro de esas dimensiones cuyas puertas trató de encontrar en sus letras. Y se nota mucho su falta en este mundo, que gira hacia un futuro cada vez más incierto, con una humanidad más alienada, más sofocante. 

Se echa en falta, de alguna manera, su presencia, pero aún contamos con su mano tendida, la de un amigo al otro lado del reproductor; nos queda su aliento, aquel que ha quedado a resguardo en sus discos.

Y no hace dos, pero sí un año y unas semanas que publiqué la primera edición de «Major Bowie» y unos meses que hice otro tanto con su segunda, revisada y aumentada (aunque en Amazon España sigan con la primigenia). Una obra corta pero exhaustiva que llevé a término como homenaje a Bowie por tantas y tantas horas al otro lado de los altavoces, dirigiéndose a mí; unas miles de palabras dedicadas a estudiar su figura y su magna obra desde el prisma de la ciencia-ficción, ese género literario que ha marcado la vida de tantos.

La última vez que he consultado el contador de ventas, justo para escribir esta reseña, se han vendido un total de 88 ejemplares en formato papel que, para ser una autopublicación y sin apoyo salvo el de la plataforma Createspace, no es moco de pavo. Agradeceros, a todos los que os haber replegado ante la tentación de saber qué se esconde tras las tapas de «Major Bowie» a golpe de click, daros mis eternas gracias y compartir mi satisfacción al saber que habréis entendido buena parte de sus mensajes ocultos, aunque aún nos quede mucho por saber de este hombre.

Como dije en el prólogo de la segunda edición, quién sabe si habrá futuras reediciones…



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10 de Enero de 2018


martes, enero 09, 2018

Guardia de literatura: reseña a «Antrobus», de Lawrence Durrell

TUSQUETS. Barcelona
Serie Colección Andanzas
Primera edición: 2017
ISBN: 978-84-9066-430-8
232 páginas
Antrobus es un viejo diplodocos del Foreign Office que, si tener otra cosa que hacer, nos relata las más surrealistas experiencias y desventuras de las que fue protagonista y testigo; personaje que emplea Lawrence Durrell para dar una clase de estilo con sus relatos, demostrando ostensiblemente que el humor puede germinar incluso en los momentos y ocasiones menos fértiles para ello

Soy débil de espíritu. Mi cuenta de vicios es tal que podría pintar todos los palos de la baraja y jugar con ella a la brisca hasta que los dedos se me marchitasen. Pero tampoco hay porqué alarmarse por mi alma, pues la mayoría son tan insípidos que ni entrarían en las listas de muchos de vosotros. Si me cruzo por la calle con una chica de bello rostro enmarcado por una larga melena castaña o rubia recortada con flequillo, seguida de un escote generoso y unas piernas largas, sufro un latigazo cervical debiendo gritar por una dosis de Novotil en vena con urgencia; y si me ponen delante de las napias una portada de libro tan curiosa como la del presente, pues me sucede otro tanto de lo mismo.

De «Antrobus» me atrajo la pintura impresa en su rostro de cartoné, y eso que los de Tusquets no se prodigan al respecto. ¿Qué se le puede pasar por la cabeza a un ingenuo lector ante semejante escena encerrada en márgenes de brillante negro? Dos tipos sentados en un automóvil, elegantemente vestidos con libreas y con chisteras encasquetadas hasta las orejas; uno de ellos exhibe una equina y arrobadora sonrisa de idiota y el otro cumple con una mirada de reojo que confirma la anterior conjetura, nada precipitada. Ante un retrato de tal porte hay que averiguar de qué va ese librito, marchando al asalto de su cuartilla de contraportada (¡que no hagan prisioneros!) en la que se nos facilitan unas explicaciones inexactas, escritas por alguien que las ha debido de escuchar con algún tapón de cera como compañía, pues Antrobus no es un calamitoso miembro del Foreign Office que va provocando el pavor allá donde repose las posaderas, sino un testigo de primera línea de los fondos de la diplomacia británica de bambalinas; un hombre que nos relatará no pocas desventuras entre los años 1930 y los primeros del Telón de Acero, recargándolas con granadas hipérboles. Las historias son tan exageradas que han de ser, a todas luces, ciertas y parte de la experiencia personal del autor como miembro del servicio diplomático.

Antrobus, con su británica flema de diplodocos diplomático, mimetizado con su butaca favorita en el club, con una copa de Jerez al alcance de la mano, desmigaja vivencias tras rogarnos discreción al respecto. Asentimos con el mismo ritmo con el que rociamos el gaznate junto a Antrobus y así obtendremos su bendición y sabremos de un tren serbio de pesadilla, de un partido de fútbol entre las delegaciones inglesa e italiana que acabó en batalla campal, de la tía del jefe de misión que era seguidora de las enseñanzas de Bernard Shaw, del oficial de caballería traumatizado por haberse comido, sin querer, un filete de caballo, del swami hindú que robó en varias embajadas, del lacayo que tuvo que servir una cena con un guantelete medieval soldado a la mano, del esqueleto de la tía Miriam, de los japoneses que batieron un récord de velocidad mientras bailaban un vals, del periódico británico de los Balcanes trufado de divertidísimas erratas, de borracheras en las bodegas o del vigía serbio que confundió una plataforma a la deriva por el río Suva, con diplomáticos y señoras abordo, todos luciendo galas, con un intento de invasión por parte de tropas de élite de Checoslovaquia. Estos y otros relatos nos descerrajarán una buena dosis de plomo humorístico, pero nos parecerán poquísimos cuando, demasiado pronto, lleguemos a la última página, a modo de ocaso invernal. Y es que «Antrobus», sin hacer un especial esfuerzo, se lee en dos tranquilas sentadas.

La prosa de Lawrence Durrell es virtuosa a la hora de hacernos cosquillas, haciendo nutrido fuego de ametralladora con sus chistes e hipérboles. Nos traslada con facilidad al club donde, pues no tiene otra cosa mejor que hacer, Antrobus se sincera. Entre copichuelas y cuanto se nos antoje, desfilará una corte en la que destacan el inefable y bromista Dovebasket y su compinche De Mandeville, así como el jefe de misión Polk-Mowbray, asegurándose la risotada. Antrobus es el típico colega que ha hecho acopio de expresividad y ocurrencias para aderezar las anécdotas, para provocar hilaridad aún cuando, en realidad, el asunto fuera muy serio.

Durrell da una clase de estilo, demostrando ostensiblemente que el humor puede germinar incluso en los momentos y ocasiones menos fértiles para ello.

Lectura de 9 de Enero de 2018 a las 1200 horas



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lunes, enero 08, 2018

Despertar a un lunes diferente

Los planes rebosan en mi cabeza durante las horas previas al lunes. Si el viernes anterior me he acordado de traer la agenda conmigo, en el margen superior derecho de la página concreta, con bolígrafo de tinta color rojo, hiero la celulosa con un sinfín de llamadas: sube tal artículo que escribiste acerca de X, haz esto, adelanta aquello… Sin olvidar la ingente cantidad de deberes laborales que siguen al margen y que esperan pronta solución. El saber que llevo las alforjas llenas para el lunes venidero es lo que me ayuda a abrir los ojos a ese día, génesis artificial de la semana, y a hacerlo con decisión y no con pereza. Sin embargo, cuanto más planes voy apiñando, más débiles son los cimientos de mi castillo de ideas y pretensiones, pues el viento sorpresivo, un Eolo siempre con urgencias, lo derriba todo sin contemplaciones ni miramientos: ese olvidadizo aliento suele ser el de mi comandante, al otro lado del hilo telefónico.

Cuando llego a mi puesto y pulso la tecla de encendido del ordenador, muchas de mis tareas resultan imposibles, por lo que trato por todos los medios de dar con una meta que me facilite aprovechar los largos minutos que necesita el sistema operativo para “entrar en calor”. Lo ideal y a lo que me suelo obligar a látigo es sentarme a la mesa y, cuaderno al frente y bolígrafo en la diestra, arrancarme pensamientos, ideas y escenas; vaciar con cucharilla de café el océano durmiente de mi cabeza. No es fácil y otras encomiendas me atraen como cantos de provocativas sirenas, aunque sea pasar el paño húmedo por las estanterías y mesa y deshacer esa perenne capa de polvo gris en un mundo gris. En ocasiones, con una simpleza aterradora, prefiero sentarme y esperar en blanco.

Cuando la “magia” sucede y escribo, o cuando no sucede nada, el teléfono cobra vida y mi comandante le da una patada a mi agenda. Aún habiendo tenido tiempo de sobra para comunicarlo en los días precedentes, como el viernes mismo, siempre recuerda tal o cual gestión a la que ha de darse curso con urgencia; un cambio de ruta que te agría el gesto a la fuerza. Es entonces, como ya apunté, cuando el castillo tiembla y se desmorona, quedando todo relegado en un zafarrancho a deshora.

El pasado 20 de noviembre podría haber sido un lunes cualquier, a la espera del salto de mata del aparato telefónico. Me encontraba de camino al trabajo, con la agenda bien arañada de rojo. Sospechaba que algo sucedería y temía que fuera lo de siempre, pero me equivocaba. A pocos metros del lugar al que me dirijo cada día para agotar las ocho horas de recibo y las que sean necesarias, unos maullidos insistentes y de desesperada cadencia in crescendo llamaban la atención de los viandantes; procedían de debajo de un vehículo estacionado en la calle.

La última vez que me vi en una de estas, el animal estaba bajo el capó, así que, como mucho, solo se pudo dejar una nota al usuario del vehículo pero, aún así, me fui del lugar con mal cuerpo.

Ese lunes 20 de noviembre la cosa resultó diferente: el animalito estaba a la vista, pero al otro lado de la rueda trasera izquierda. No sé qué me poseyó, pero, haciéndome insensible al frío, me desembaracé de mi chaqueta sin pensarlo dos veces y no me importó cubrirme las manos de grasa y mugre para guiar al gatito hacia su libertad, suspirando de alivio al comprobar que no estaba enganchado a nada y, aún con esfuerzo, logré asirlo y extraerle sin daño para él, pues me dejó, fruto del miedo, una buena impronta en forma de finas y pequeñas rayas rojas en el dorso de la mano.

Sacarlo de la trampa y elevarlo en el aire me produjo una sensación de satisfacción maravillosa y difícil de describir. Mi gesto era poco menos que triunfal y fue acompañado por manifestaciones de alegría de los pocos curiosos que se habían arremolinado a mi alrededor sin importunarme; individuos que, para mí, solo existieron cuando rescaté al animal; ni notaba el rugoso suelo en el que hincaba la rodilla.

Agradezco de todo corazón que los responsables de la clínica dental, que hay frente al lugar donde el vehículo estaba estacionado, me permitieran acceder a sus dependencias para desprenderme de la gruesa película de grasa que me llegaba hasta más allá del antebrazo, y que me prestaran una toalla para llevar al pequeño gato hasta mi cercano puesto.

Una vez en el despacho nos costó lo nuestro tranquilizar al simpático bichejo, pues se rebelaba a quedar confinado en la alta caja en la que lo depositamos por el momento. Su carácter se suavizó cuando volví del supermercado con una tarrina de comida para felinos. Aunque no dejó de maullar un solo segundo, cuando el buche lo tuvo satisfecho, se calmó y pronto se hizo inseparable de mis pasos y entonaba un ronroneo constante con cada caricia que te cubría los dedos de nuevo a grasa de automóvil.

Me sentía feliz, con una sonrisa perpetua, a pesar de mi desesperada lucha con el teléfono colgado del pabellón auditivo por contactar con las protectoras, pues no podíamos quedarnos con el gatito que, erróneamente, creíamos que era hembra. Hacía de las suyas por mi despacho, se subía al pie de mi silla y ahí esperaba por mimos y juegos. Su presencia era confortante.

Y en un descanso al teléfono, mi jefe me dejó boquiabierto al reprenderme: ¿qué hacía yo buscando problemas al salvar gatos callejeros?

Lo dejé pasar, pues tampoco me sorprendió su reacción.

Tras muchas vueltas, tanto que hasta nuestro becario, aún con su alergia galopante (mucho más intensa que la mía), abogada por quedarnos con el gato como mascota del despacho, por fin contacté con la protectora y vinieron a por nuestro amiguito. Se me rompió el corazón entonces, pues sabía que el animal confiaba en mí y lo llevaba de cabeza dentro de un transportín, junto con un completo desconocido. No había otra.

Las horas posteriores pasaron en silencio, sin sus maullidos. Nuestro becario realizó varias gestiones para que el gatito fuera adoptado cuanto antes, dándonos la noticia, al día siguiente, no solo de que era macho y no hembra, sino que ya había sido entregado a una familia cuando un colega suyo contactó con la protectora para llevárselo a casa.

Aún siento añoranza por esas cortas horas en su compañía, con su nervioso cuerpecillo moviéndose por todas las esquinas, sus ronroneos y su bello porte blanquiazulado y esos ojos celestes. Desconozco si guardará recuerdo de mí, de alguno de nosotros, de mis dedos sobre su lomo, mis caricias… Pero conseguí salvar una vida y eso es lo que cuenta en mi haber. Mereció la pena abrir los ojos a ese lunes.



Lectura de 8 de Enero de 2018 a las 1200 horas



  • Barómetro: 750,5 (Variable). Despejado
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martes, enero 02, 2018

Guardia de cine: reseña a «Candilejas»

Título original: «Limelight». 1951. 2 horas y 17 minutos. Drama musical. B/N. Dirección: Charles Chaplin. Guión: Charles Chaplin. Elenco: Charles Chaplin, Claire Bloom, Nigel Bruce, Buster Keaton

Melancolía entre bambalinas; una historia dotada de una profundidad y humanidad desconocidas, de lirismo y espectáculo, digna de Chaplin

Un cuento protagonizado por una bailarina enferma y un payaso desahuciado en el Londres de los meses previos a la Gran Guerra. El retrato fiel de la vida que se celebra en cada escenario, con todo lo que ello acarrea; un espejismo contenido en una cinta que recorre la juventud y vejez de Charles Chaplin; una historia de belleza trágica donde se canta al miedo al fracaso, a la ancianidad y al abandono; unas rimas descarnadas acerca del pavor ante el éxito, de la juventud y el amor. Chaplin nos habla a corazón abierto y exterioriza su relación tempestuosa con el mundo del espectáculo, la pantomima, de querencia y aborrecimiento. 

Calvero es un guiño autobiográfico donde se dan cabida todas las pasiones y amarguras del artista entregado, que conoce lo más alto y lo más bajo al otro lado de la realidad, esa que desconoce el público. Allí está su Charlot con escenas prestadas del cine mudo, el alcoholismo del padre de Chaplin, la luz y la sombra de un hombre como payaso y como padre. Sí, padre, pues Calvero, viejo y acabado, será el personaje a través del que florece Thereza, la encantadora y dulce bailarina que no puede bailar. ¿Acaso no es la escena inicial, cuando Calvero salva a Thereza de morir asfixiada, una especie de nacimiento, de alumbramiento traumático? Incluso el guión da cabida para que Calvero enseñe a Thereza a caminar, como un amante progenitor, que empuja a su hija hasta la meta, aunque tenga que causarle daño, pues no encuentra otro modo de que se valga por sí misma. ¿Quién lucha y por qué? Da igual: lo importante es que Thereza vuelva a bailar; “el espectáculo debe continuar” como bien expresa el instante final, el fúnebre acto, con un Calvero que acaba de recuperar la chispa que la vejez y los nuevos tiempos le habían robado con dureza y crueldad.

Podemos acercarnos a esta película, a estas poco más de dos horas de cinta, con reticencias, sabiendo lo poco que tiene de innovación y lo mucho del Chaplin de los años ’30; pero no debemos oponer resistencia ante la avalancha emocional que nos arrollará con el paso de las escenas, pues solo debemos prestar oídos y ojos y disfrutar de la melancolía de una historia entre bambalinas, de la vida que es como en cualquier otro lugar, pero dotada de una profundidad y humanidad desconocidas, de lirismo y espectáculo; en fin, digna de Chaplin.

Lectura de 2 de Enero de 2018 a las 1200 horas



  • Barómetro: 759 (Variable). Lloviendo
  • Termómetro: 13º
  • Higrómetro: 54%