martes, junio 28, 2016

Guardia de cine: reseña a «Ocho apellidos vascos»

España, 2014. Color. Humor(¿?). 98 min. Dirección a cargo de Emilio Martínez Lázaro. Guión de Borja Cobeaga, Diego San José. Reparto:Dani Rovira, Clara Lago, Carmen Machi, Karra Elejalde, Alfonso Sánchez, Alberto López, Aitor Mazo, Lander Otaola 

No tengo pensado extenderme más de la cuenta con esta reseña en cuestión; todos tenemos cosas que hacer de más provecho. Aún así, no me atrevería, además, a apostar a que ésta va a ser la más breve de entre todas las que podéis encontrar en esta Guardia de Cine del Navegante del Mar de Papel, pues podría equivocarme y no me he molestado en confirmarlo, si quiera; pero ahí van unas pocas palabras sobre un producto excesivamente cacareado a nivel nacional, que ha llegado incluso a vomitar una serie de televisión más agradable de ver (aunque tampoco sea ésta última santo de mi devoción).

Y, para variar, mis palabras llegan a este río de elocuencia o de majadería con cierto retraso (el que da la llegada a cuentagotas de DVDs a las novedades de la biblioteca pública). En frío. No me gusta balar al unísono con ningún rebaño de ovejitas felices.

Como vasco que soy, siempre he seguido, con mayor o menor interés, la trayectoria de “Vaya semanita” ("Euskadi Movie" o como se llame ahora, pues ha sufrido muchos cambios de nomenclatura sin saber yo la razón de ello), y sabiendo de su calidad humorística, bien podría ser que en la gran pantalla pudieran hacer algo digno. Pero ya se sabe: es más fácil hacer una buena película de un mal libro que de uno bueno; y respecto a programas de TV otro tanto, pues la película es gris y a mí, repito, como vasco, no me ha hecho ni puta gracia. Así, con todas las letras y diéresis, si las hubiera: lenta, mediocre, estúpida, insulsa, zafia, vergonzosa y con la misma chispa de un mechero roto (y no sigo porque mi cerebro no da para epítetos más profundos y elaborados (dejemos descansar al diccionario)).

Esta y no otra es mi opinión respecto a una película cuyo éxito a mí se me escapa por completo y eso que no soy un hipster de nariz atrampada con una pinza que se derrite ante cualquier cinta iraní o kazaja. No, por Dios.

En resumen: una lamentable pérdida de tiempo.

Lectura de 28 de Junio de 2016 a las 1200 horas



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miércoles, junio 22, 2016

martes, junio 21, 2016

Guardia de ensayo: reseña a «Guía de un astronauta para vivir en la Tierra», Coronel Chris Hadfield

An astronaut's guide to life on Earth
Traducción de Joan Soler Chic
Ediciones B SA. 2014. Barcelona
Primera edición: Octubre de 2014
294 páginas
8 páginas de fotografías
Alguien como Chris Hadfield podría ser uno más entre el medio millar (oficialmente hablando) de personas que han viajado al espacio exterior, distando mucho de distinguirse entre los arquetípicos héroes de la carrera espacial. Por supuesto, proezas como la del primer paseo extravehicular (EVA) o la de llegar a la Luna no están entre sus logros. Podría incluso decirse, restándole toda importancia, que forma parte de esa gran masa informe y anónima de gente que acciona la maquinaria cuyo funcionamiento damos por hecho el resto de los mortales e ignorantes pasajeros de este Globo; alguien que pulsa unos botones y mueve unas palancas de las que nada sabemos ni queremos saber. Pero Chris Hadfield, astronauta canadiense, tiene mucho que decir (tanto como para escribir un libro) y su currículo lo demuestra: es un experto piloto de pruebas de aviones a reacción y en robótica; ha cumplido tres misiones en órbita alrededor de nuestro planeta; ha sido decenas de veces CAPCOM; participó en la instalación de una de las piezas robóticas más importantes para la construcción y mantenimiento de la Estación Espacial Internacional (ISS): el Canadarm2; fue el primer comandante de su nacionalidad en la Estación (misión 34/35), batiéndose, bajo su mando, el récord de experimentos desarrollados en órbita; y, sobre todo, nadie que haya estado en nómina de las agencias CSA, NASA o ROSCOSMOS ha hecho tanto por la investigación espacial y la divulgación entre la ciudadanía acerca de la importancia de la exploración como él, gracias sobre todo a sus vídeos en Youtube, donde explicaba y demostraba cómo acciones habituales en la Tierra se tornaban complejas y maravillosas en gravedad cero (esto se lo tenemos que agradecer también a su hijo Evan y a que grabara el primer videoclip musical fuera del planeta).

Chris decidió convertirse en astronauta a los nueve años, cuando se coló, junto a uno de sus hermanos mayores, en la casa de los vecinos un 21 de Julio de 1969. A través de un televisor, aquel niño canadiense fue testigo de cómo Neil Armstrong descendía la escalera del módulo hasta la superficie lunar. 

Quería ser astronauta en un país sin agencia espacial. Era una quimera, pero en 1995 formó parte de una de las tripulaciones de los transbordadores estadounidenses, instalando un muelle de acoplamiento en la estación Mir. Había pasado mucho tiempo desde que, durante el trascurso de una noche de verano mágica, decidiera su destino y diera los primeros pasos en una carrera que se ha dilatado a lo largo de veintiún años como astronauta y otros muchos antes como piloto de las Reales Fuerzas aéreas del Canadá; un sueño en el que ha arrastrado, muchas veces a regañadientes (como si hubiera que sacrificarlo todo por papá), a su familia y que le ha dotado de una visión única acerca de nuestro mundo; la misma que le ha animado para, con un lenguaje sencillo y sin acritud (aunque, cierto es que a veces resulta ser un tanto reiterativo el bueno del coronel (ya me parezco a uno de sus tres hijos)), a escribir una autobiografía amena y divertida que, simplificando mucho la tarea de definir o catalogar el libro que va a centrar la presente reseña, no es uno más entre los cientos o miles de títulos dedicados a la autoayuda, a los recursos humanos, al liderazgo, al coaching y a la potenciación de las capacidades de los individuos en situaciones delicadas, tanto en solitario como en grupo.

Hadfield huye de todo convencionalismo y de toda regla sobre el papel. Nos habla desde su experiencia única en el entorno más hostil para el ser humano, que no es otro que es el espacio exterior (y también durante el camino para llegar hasta allí). Una virtud demostrada en su persona y en el libro es la de querer enseñar sin pretender recibir nada a cambio de nosotros; ni siquiera celebridad. Está escrito por el mero capricho de compartir ciertos avatares y enseñanzas; es una guía basada en el aprendizaje personal y en la pasión por lograr un sueño, extrapolable a todos y cada uno de los habitantes de esta minúscula mota de polvo azul perdida en el cosmos. Muchos pueden considerarse como consejos fáciles o de pura lógica, de esos que pululan por textos menores y rimbombantes de autoayuda, que lograríamos identificar y entender con solo pensar un poco, pero por los que, para mayor gloria de nuestra innata molicie, nos gusta pagar para que otros piensen por nosotros, aunque sea plagiando trabajos anteriores. Sin embargo, Chris Hadfield —tras décadas de estudio y de formar parte de la élite, superando toda la clase de exámenes profesionales y vitales, capeando con su matrimonio e hijos, aprendiendo idiomas y salvando problemas médicos—, abre su mente y da a conocer al detalle todo lo que le rodeaba. 

Resulta curioso que no sea un libro de búsqueda del éxito profesional que abogue por la idealización de la meta, sino todo lo contrario: de considerar muy seriamente el fracaso, analizar las vías que llevan a ese punto muerto y encontrar la solución; además de preocuparse por no dejar nada al azar y de ser humilde (como dice, ser un cero (vamos, no ir de “sobrao”)), potenciando el feedback (es un claro defensor de un sistema de favores o incluso kármico, que en nada ha de afectar a la competitividad individual: solidaridad y camaradería). 

A fin de cuentas, hemos de prepararnos para el objetivo, pero sin subyugarnos a que no haya otra posibilidad que el éxito rotundo; aprender y divertirse de paso.

Hadfield defiende la regla de estar preparado para todo, tanto para lo bueno como para lo malo; lo probable y lo improbable; y para ilustrar esta última idea se sirve de la curiosa anécdota de cuando temió que, por jugarretas plausibles del destino y la búsqueda de apoyos para las agencias espaciales, pudiera acabar en un escenario junto a Elton John interpretando a la guitarra la pieza «Rocketman».

Podemos considerar la filosofía de Hadfield como la del «Be Water, My Friend», pero teniendo todo planeado de antemano, hasta la última pequeñez, no dejando nada a la improvisación (sabiendo el valor de lo que se hace y cómo se hace); una lección impartida por un maestro (de verdad, no un déspota de pizarra) que ha flotado sobre la Tierra.

Hadfield, a su vez, trata de no tener secretos para con los lectores; incluso desgrana momentos clave de su propia vida privada, con su cónyuge y sus tres hijos; también de cuando era niño. Incluso sabemos cómo le pidió matrimonio a Helene, uno de los pilares de su carrera y éxito. Helene es una mujer impresionante, la esposa del astronauta, quien hubo de cargar con la familia, mudanza tras mudanza, cambiando continuamente de trabajo, importando poco si era de agente de seguros o de cocinera; afrontando crisis de estrés y hasta los simulacros de contingencia o de muerte; y todo ello, la mayor parte del tiempo, sola y sin su marido. El aspecto del golpe psicológico en la familia ocupa no pocas páginas, en las que el propio autor llega a lamentar el haber llegado a convertirse en un extraño para sus propios hijos y todo por alcanzar ese sueño que se mantuvo incorrupto desde 1969.

Esta fusión entre libro de realización personal y anecdotario obliga a que el autor se mueva hacia delante y hacia atrás en el tiempo. Podría resultar necesaria una biodramina, pero lo curioso de su técnica de escritura es que, aún así, todo parece estar perfectamente enlazado gracias a la naturalidad de la narración.

La última parte del libro está dedicada casi por completo a la última misión espacial de Hadfield, en la que volaría por primera y última vez en una Soyuz y sería el comandante de la ISS. Es otro punto a favor para este libro: una visión novedosa y detallista, una visita guiada que permite observar los más nimios detalles durante un periodo comprendido entre las semanas previas al lanzamiento y las que siguen al regreso a la Tierra. Muy poco se escapa del procesador de textos en el que Chris Hadfield vuelca sus recuerdos, que van mucho más allá de los meramente técnicos y permite una cosmovisión (nunca mejor dicho) de la Vida, con mayúsculas, de un astronauta. No todo es estudio y seriedad, pero tampoco divertimento y rasguear cuerdas de guitarra; pudiendo, además, conocerse la larga lista de efectos que la ingravidez produce sobre el cuerpo humano y cuyo remedio se trata de alcanzar en la ISS.

Principio y final. Un círculo perfecto cuando se llega a la última página, que cierra un periodo vital, pero que da la bienvenida a otro. En definitiva, es una guía que se lee sola y que se disfruta; con la que podemos aprender de boca de un profesor generoso, pues Hadfield es un maestro de verdad.

Lectura de 21 de Junio de 2016 a las 1200 horas



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21 de Junio de 2016



lunes, junio 20, 2016

Suma y sigue: «Donde aúllan las colinas»

Hay colecciones de todo tipo: lógicas, venerables, carentes de sentido, meramente infantiles, con un ánimo puramente especulativo o de inocente entretenimiento.

Y hay muchas que se comienzan sin que tengamos la noción, por mínima que sea, de estar en poder de una de tal o cual tipo. En este aspecto, y en lo que se refiere a mi persona, hablo de las que se centran en libros (novelas, ensayos, etc.) debidamente firmados y dedicados por sus respectivos autores. Hace ya un tiempo que traté del tema, exponiendo una concisa relación de títulos acompañados de instantáneas de los trazos inmortalizados en una hoja más allá de la portada.

Llegados, entonces, a este punto: sí. He de sumar un nuevo “compañero” a la lista, pero también he de hacer mención especial al mismo, a través de la presente entrada, pues es la primera vez en la que tengo dos libros del mismo autor con su autógrafo y dedicatoria: Francisco Narla.

La pasada semana tuve la oportunidad de desembarazarme de los aviesos lazos del trabajo y bajar, literalmente, a los fondos de Cronopios para asistir a la presentación en Pontevedra de la última novela de Narla que reza con el título «Donde aúllan las colinas», una historia corta si la comparamos con las anteriores (Assur, Ronin), pero que, en palabras del escritor, ha costado más moldearla desde un punto de vista narrativo y de investigación, pues se centra en un animal y no en una persona: un lobo.

Por supuesto, cuando llegue el momento, os ofrecerá una recensión de la novela al estilo que me caracteriza; una obra que se nutre del acerbo cultural galaico centrado en la figura temida y venerada del lobo, partiendo de una historia relatada al propio Narla al albur de una taza de orujo, y que, con la imaginación de Narla, nos traslada al s. I a. de C.

Por ahora, me contento que el lobo se lleve bien con mi punto de lectura favorito.



Lectura de 20 de Junio de 2016 a las 1200 horas



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miércoles, junio 15, 2016

Breve semblanza a la figura y calle de Paio Gómez Charino de Pontevedra

Dando comienzo ante la fachada del Teatro Principal —donde en su día se levantaba la primitiva iglesia bajo advocación de San Bartolomé—, y fin en la plaza de las Cinco Rúas, sin que le llegue a acariciar la sombra del crucero frente la vivienda de don Ramón María Valle-Inclán, se extiende una larga y estrecha calle, punto neurálgico de la zona de marcha en la capital del Lérez, que se refiere al quinto almirante de Castilla y adelantado de Galicia don Payo Gómez Charino o Chariño (1218/1220-1295), quien es, a su vez, centro de una agria disputa intelectual entre eruditos e historiadores que se remonta a hace dos siglos, sin que parezca que haya o vaya a haber acuerdo a la vista.

Si la figura de un Colón gallego es esquiva, la de este señor, que José Valverde Filgueira denomina acertadamente como almirante trovador, es particularmente problemática. Buena parte de la polémica, casi histérica, se la debemos a su sepulcro, sito junto al altar de la iglesia de San Francisco de Pontevedra, el cual rebosa de detalles y erratas, tanto en piedra como en hueso. Para empezar, se yerra en la fecha de su defunción, retrasándola hasta 1304*1, habiendo fenecido en 1295; se le refiere como hombre aparentemente importante en la reconquista de Sevilla («fue señor de Rianjo y ganó Sevilla siendo de moros»*2), algo sobre lo que más adelante trataremos y discutiremos; las galas de su efigie de piedra aportan un aire más de cortesano que de almirante u hombre de armas; y, para darle una vuelta a la tortilla, la tumba fue profanada y los restos hallados en su interior en Julio de 1870, no se sabe a ciencia cierta por qué (pues no he dado con fuente que explique tal aseveración), no corresponden con los de Gómez Charino. 

Por haber, hay hasta choques dialécticos demasiados broncos con respecto a su origen y existencia, pues hay quien asegura que Charino es una deformación de Cariño, que debía ser una especie de sobrenombre, o quien ha querido entroncar a este personaje con la reina Rekiberga o Resimberga Chirino, mujer del rey godo Chindasvinto Balthes (¿536?-653 D. de C.). Mas, cierto «historiador ilustre, extraño enemigo póstumo del viejo trovador, escribe tan injusto como apasionado, “que ni Chariño asistió a la conquista de Sevilla, ni fue Almirante de Castilla, ni señor de Rianjo, ni hay palabra de verdad en el epitafio compuesto mucho tiempo después que el ensalzado pasa a mejor vida”*3».

Lo cierto es que Gómez Charino es mencionado en las crónicas de Alfonso X el Sabio, Sancho IV el Bravo y Fernando IV el Emplazado: en la primera de ellas aparece de pasada, como hermano de la castellana de la fortaleza de Zamora quien, en 1282, cedió la plaza ante el infante don Juan de Castilla el de Tarifa, cuando éste amenazó de muerte a uno de los hijos de la dama*4, secuestrado en los campos que rodeaban la población.

En la segunda es referido como favorito de don Sancho IV y cortesano intrigante en la sombra contra el rebelde don Juan Núñez el Gordo, quien infligió una deshonrosa derrota a sus enemigos en 1292. Charino, como capitán de las mesnadas reales, salvó el pellejo en aquella, pero no pudo hacer nada para suavizar el fracaso y la pérdida de diecisiete insignias y pendones.

Por último, en las crónicas de Fernando IV, en el primer capítulo, se preocuparon de recoger su muerte a manos de su deudo Ruy Pérez de Tenorio, quién le asestaría una cuchillada en el pecho en Ciudad Rodrigo, en el año de 1295.

Hay quien ve en las descripciones contenidas en estos anales la verdadera figura de Gómez Charino, la que fue trasladada fielmente a piedra en su sepulcro: un cortesano y no guerrero de tomo y lomo*5; mas todos los entendidos coinciden en que debió ser un hombre ducho en el arte de la palabra y, como la inmensa mayoría de los nobles de aquella época anterior al reinado de Isabel I de Castilla, muy mudable de sentimientos y lealtades para con la Corona. Resulta, al respecto, digno de mención que Payo Gómez Charino abandonó a la reina viuda de Sancho IV, María de Molina, y a su heredero, quien se coronaría como Fernando IV, para unirse a los pendones que acumulaba el príncipe Juan, el mismo que había forzado ruinmente la entrega de Zamora en 1282.

De todos modos, Gómez Charino fue un hombre capaz de labrarse fama y leyenda, ambas igualmente dudosas, en las tierras de Pontevedra y se le llegó a honrar hasta con una popular obra dramática intitulada Payo Gómez Charino, escrita en 1867 por Emilio Álvarez Jiménez, catedrático de retórica en el Instituto de Pontevedra.

Grabado contenido en Semanario pintoresco español, de 14
de Agosto de 1853.
El hecho de armas más notable y controvertible del mítico Gómez Charino se supone que fue su participación en la toma de Sevilla. De sus textos como trovador, del espíritu de algunas de sus veintiocho cántigas*6, se extraen ciertas notas de personajes y eventos del momento que lo vinculan con la ciudad del Betis. No parece, por ese lado, que se pueda negar la mayor de que Payo Gómez Charino sí participó de las guerras contra la Sevilla Almohade al servicio de Fernando III el Santo*7; sin embargo, muchos de sus más recalcitrantes defensores se desgañitan hasta quedarse afónicos, haciéndole titular o responsable no solo de la flota gallega*8 que se unió a las velas vizcaínas del almirante de Castilla, el burgalés don Ramón Bonifaz*9, sino que, a semejanza de un Ulises gallego, lo señalan como artífice y ejecutante de la estratagema que permitió romper el puente de cadenas frente a Triana y permitir así la irrupción de las tropas cristianas en la ciudad el 3 de Mayo de 1248*10. Incluso hay quien pone su aduladora ensoñación en marcha y suspira los daños que sufrió el héroe durante el asalto*11.

Otros estudiosos, más humildes, se contentan con admitir que fue posible que Charino participara de la acción como hombre de confianza a las órdenes de Bonifaz.

Cierto es que la meritada acción bélica fue ejecutada por dos navíos*12 gallegos de los Sotomayor*13 (en el primero se encontraba supuestamente nuestro héroe pontevedrés y en el segundo Bonifaz), pero de ahí a que Payo Gómez Charino fuera la pieza clave de la victoria o, mejor dicho, de la cabeza de playa supone poner una mano en el fuego de forma negligente*14

Nosotros ni ponemos ni quitamos; pero hemos de reconocer que si hubiera llevado a cabo semejante hazaña habría recibido, por concesión real, una parte del botín de guerra, algo que no llegó a suceder*15. A la cruzada encabezada por Fernando III acudieron gran número de nobles gallegos, entre los que destacaban el arzobispo de Compostela, y cuyos nombres sí son tomados en cuenta a la hora del reparto (“repartimiento”) de tierras conquistadas: don Pelayo Pérez Correa, insigne maestre de Santiago; don Lorenzo Suárez Gallinato, cuyas hazañas fueron inmortalizadas en el texto de Conde Lucanor; don Rodrigo Gómez de Traba, señor de Trastámara, el principal magnate de Galicia en su tiempo; don Andrés Fernández de Castro, pertiguero de Santiago; don Munio Fernández, merino mayor del reino; don Garci Pérez de Ambia, señor de Temes y Chantada; don Fernán Rodríguez de Castro; don Domingo Ruiz de Rivadavia, y otros muchos, entre los que podemos encontrar parientes directos de Payo Gómez Charino como son los Tenorio o el mismo don Juan García de Villamayor.

Es en el Libro de diferentes cuentas de la Casa Real de Castilla (escrito en 1293-1294) donde se hace mención a un Payo Gómez, a quien se le entrega una hacienda en Sanlúcar de Barrameda, en las tierras del llamado Arzobispado de Sevilla. Pero resulta ser una gracia otorgada demasiado tarde como para relacionarla con los heroicos hechos sevillanos, por lo que nos inclinamos más por la teoría de que es una concesión que coincide con la restauración de la confianza real en la persona de Charino, pocos meses antes del fallecimiento de Sancho IV.

Según parece, retrotrayéndonos a los tiempos de la reconquista de Sevilla, el joven Payo, tras diferentes aventuras y desventuras, aumentó sus conocimiento bélicos y de navegación enrolándose en la flota castellana que se fue concentrando en el Guadalquivir para preparar un asalto al norte de África, conocida como Cruzada de Ultramar, proyecto éste que se fue dilatando en el tiempo y pasando de manos, de las de Fernando III a las de su hijo, Alfonso X, quien tuvo a bien, en 1284*16, nombrar a Payo quinto Almirante mayor de Castilla*17 y, probablemente a la par, señor de Rianxo, un pueblecito sito en la ría de Arosa y que fue cabeza de jurisdicción y eclesiástica, con 58-60 años. 

El cargo de almirante de la mar era un privilegio del que Charino gozaría entre el 10 de Agosto de 1284 y el 8 de Septiembre de 1286, corto periodo sobre el que debemos prestar atención pues, hace unas semanas, tratamos en este blog de la conocida Travesía de la Galera y, estudiando la figura de Gómez Charino, hemos descubierto, al menos es lo que parece, que fue este hombre quien encargó la construcción de la mencionada embarcación de remos aún cuando no tenía potestad para ello. El objeto de tal “capricho” era el de hacer un nuevo desplante al arzobispo fray Rodrigo González, pero el ex provincial de los dominicos tenía más favor regio que Charino, por lo que don Sancho IV mandó que la galera se quedara en puerto, pudriéndose.

En 1286, el rey decidió cumplir con su peregrinaje hasta Santiago de Compostela, llevando consigo a Charino. Estando la Corte instalada en Pontevedra entre los días 18 y 26 del mes de agosto del referido año, Charino presionó al bravo monarca para obtener beneficios a favor de la región pontevedresa, pero, en la ciudad jacobea, Charino se vería privado del cargo de almirante*18. Cuesta saber si la destitución responde a cambios políticos en la Corte, impelidos por Lope Díaz de Haro, señor de Vizcaya; como castigo por sus burlas en verso a quien no debía; o por una derrota naval desterrada de las crónicas del reino. Pero todo parece apuntar al embarazoso asunto de la galera.

En su vertiente lírica o poética, explotando con desencogimiento el género de maldecir a partir de 1286, tras abandonar la Corte y asentarse en Galicia, Charino vive amargado por su cese como almirante y hasta se dedica a atacar a Sancho IV por su gusto desmedido a la buena mesa y su ligereza como soberano, comparándolo con el mar.

Payo volverá a recibir el favor real cuando don Juan Alfonso de Alburquerque, deudo de la reina y adelantado mayor de Galicia, comienza a desestabilizar la región noroeste, a donde partirá Sancho IV en 1291 para sofocar la rebelión que acaba de estallar. Alburquerque acabaría con sus huesos en presidio y su cargo real fue entregado a Charino. El viejo trovador se las vería muy felices, pero la repentina muerte del monarca*19 dejó a Castilla sumida en la anarquía y con tres aspirantes ilegítimos que se coronaron como reyes. Charino tomó partido por el infante don Juan el de Tarifa, quien lo mantuvo en el cargo de adelantado y nombró alcaide de Zamora el 3 de agosto de 1295 como premio a su lealtad.

Es durante estos días cuando Charino encontrará la muerte a traición, a manos de un deudo suyo, Ruy Pérez Tenorio, quien le atravesó el corazón de una cuchillada. El hecho, por lo visto, se cometió a la vista de los infantes don Juan y don Enrique en la dehesa de Ciudad Rodrigo, siendo el asesino apresado y muerto.

Los motivos del crimen se centrarían en la bandería de Charino y no falta quien considere a la mano homicida como justiciera, pues no es menos cierto que a Charino le faltó tiempo para abandonar al legítimo heredero de su buen rey Sancho.

Terminamos esta semblanza relacionando a los famosos descendientes de Charino, quienes fueron sus hijos Alvar Páez, almirante durante el reinado de Fernando IV (1301-1303); Suero Gómez, cortesano de Sancho IV; Ruy Páez y Juana Mariño Chariño*20.


Lectura de 15 de Junio de 2016 a las 1200 horas



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15 de Junio de 2016







martes, junio 14, 2016

Guardia de Literatura: reseña a «El murciélago», de Jo Nesbø

Número de páginas: 384
Editorial: Reservoir Books
ISBN 9788416195008
En todo apartado rincón de nuestro planeta en el que buena parte  de su economía se fundamente en el turismo, siempre es un verdadero trauma que un extranjero aparezca muerto en extrañas circunstancias. Mucho más si es una bella mujer, violada y después asesinada. Así que cuando el cuerpo de Inger Holten, ciudadana noruega es descubierto en un acantilado de Sidney, las autoridades necesitan darle carpetazo al asunto lo más rápido posible, aún con la “ayuda” de algún miembro de la policía del país de procedencia de la víctima.

Así es como se podría resumir, a grandes rasgos, el comienzo la primera novela de Jo Nesbø en la que aparece su ya archiconocido personaje: el inspector Harry Hole, un hombre alcohólico y frustrado, que muchos creen que está ahí para “pasar el rato” y de “vacaciones”.

La novela en sí adolece de ser un recorrido demasiado llano, en el que se nos antoja estar delante del televisor visionando un telefilm de sobremesa. Cierto que la nota que aporta el que sea muy televisivo es muy positiva para el lector, que ve cómo la lectura está sembrada de descansos que le animan a seguir unas páginas más; y la trama en sí o, más bien, la narración no parece ser nada atractiva hasta que dos personajes, uno secundario y otro principal, acaban desmembrados y colgados de un cable respectivamente. Desde ese punto es como si Nesbø se hubiera metido una raya directa en el cerebro y la novela ganara todos los enteros perdidos de golpe: los personajes y sus pensamientos son más contundentes. Quizá el regreso de Hole a la botella sea ese revulsivo que le hacía falta a una trama policíaca que no parece demasiado sólida y que va dando saltitos de rana, sobre todo en aquellos puntos en los que Nesbø se topó con un elemento cuya naturaleza técnica no controlaba.

Cierto es que en la lectura de «El Murciélago» debemos atender a la mitología aborigen australiana. El animal que le da título representa a la muerte y la historia de la serpiente Bubbur, cuyos personajes dan título a las partes en las que se divide la obra, avisa a los más espabilados del lugar de qué va a suceder.

Por supuesto, una novela policíaca, con asesinato de por medio, siempre nos instiga a cavilar acerca de quién es el asesino y en «El Murciélago» no cuesta nada saberlo, pues la persona que conoce quién es el malo arrastra a Hole hasta su presencia a propósito, para que él solito caiga en la cuenta. Pero también nos encontramos con una situación de abandono por parte del jardinero-escritor: el principal sospechoso queda en nada, ciertos individuos solo aparecen como meros adornos y otros, que casi no pintan nada, pasan a ser indispensables.

Es una novela con dos caras, siendo la mejor la segunda mitad.

Lectura de 14 de Junio de 2016 a las 1200 horas



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14 de Junio de 2016





miércoles, junio 08, 2016

Una patente de robo como premio a una traición

Sumergirse en las hemerotecas suele ser más que un pasatiempo para los cazadores de anécdotas, esa extraña orden esotérica y silenciosa de individuos que acomodan un ojo para escudriñar las profundidades del pozo del Pasado, allí, donde el papel amarillento se transforma en un elemento físico al que aprehenderse a vidas olvidadas.

Ayer mismo, por cosas estas de la Providencia, que clickea donde le viene en real gana, fui a parar al número 14, de fecha 15 de Julio de 1904, de la revista ilustrada «Museo Criminal», una especie de «El Caso» de comienzos de siglo; y, en su página 4, hallé una historia que bien merece su espacio en este blog (a pesar de que no parezca proceder de un terreno abonado al mar), que, por desgracia, no he sido capaz de contrastarla, sobre todo por mi nulo dominio del danés para dar con la Real Cédula que sirve como pago para un elemento bastante interesante.

Paso, con la venia, a trascribir literalmente el artículo que, por cortito, es una joya en sí:

«Un ladrón con Real licencia

»El rey Christian V, de Dinamarca, hacía la guerra en sus propios estados, para reconquistar las ciudades que habían caído en poder de Carlos XII, rey de Suecia.

»Cierta noche, durante el sitio de Altonova, condújose a presencia del rey un desertor sueco que le comunicó que un convoy enemigo disponíase a avituallar la ciudad a favor de las tinieblas. Christian aprovechó el aviso, apoderándose del convoy.

»—¿Qué recompensa deseas? —le preguntó al delator, un mozo de aire truhanesco.

»—A fe mía, señor, que no deseo más que una gracia; pero no me atrevo a pedírosla. Todo lo que darme pudierais de oro y pedrería, me parecería miserable, porque esto me es fácil adquirirlo. Soy ladrón por naturaleza, y, por lo tanto, muy hábil. El robo es para mí tan instintivo como el vuelo para los pájaros. Robo sin querer; el vicio me domina, es más fuerte que yo. La prueba es que desde que he entrado en el campamento de V. M. he robado algunas piezas de oro, y que el gran honor que me habéis hecho teniéndome a vuestro lado, no me ha distraído de mi funesta manía, puesto que os he desembarazado de una de vuestras sortijas del anular.

»El rey de Dinamarca miró el dedo designado. La sortija había, efectivamente, desaparecido.

»Aquel rasgo de cinismo hizo gracia al rey.

»—Bueno, ¿qué es lo que deseas? —le preguntó.

»—Una cosa muy sencilla. La única cosa que yo no puedo robar; el único regalo que podéis hacerme y yo aceptar de V. M., es…

»El ladrón dudaba.

»—¡Acaba! —dijo el rey.

»—Es… ¡el derecho a robar! —exclamó al fin el cleptómano.

»Y lo que fue más singular aún que la audacia de esta petición, fue que Christian V la satisfizo, inventando el favor concedido y poniéndolo a la altura del rango sagrado de los oficios cortesanos. Concedió a aquel bribón una Real licencia otorgada en toda regla, una verdadera patente para el robo, extendida en debida forma, declarándole ladrón privilegiado cerca de la Corte de Dinamarca. Esta Real patente se conserva en la biblioteca real de Copenhague, a título de curiosidad solamente.

»A Dios gracias, el extraño privilegio no tenía carácter de hereditario».

Lectura de 8 de Junio de 2016 a las 1200 horas



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martes, junio 07, 2016

Guardia de cine: reseña a «Ex Machina»

Título original: «Ex Machina». 2014. 103 min. Color. Nacionalidad: RU. Dirección a cargo de Alex Garland. Guión a cargo de Alex Garland. Elenco: Domhnal Gleeson, Alicia Vikander, Oscar Isaac

Si me viera, por la cuestión que fuera, en la necesidad de sintetizaros una reseña para esta película y lo tuviera que hacer valiéndome tan solo de un adjetivo, lo tendría bien claro: inquietante. Esa sería mi respuesta.

Podría merecerse otros muchos, quizá más apropiados a los teclados de críticos con más entendimiento y mejor y más fundada opinión, pero ése, y no otro, es con el que yo me quedo.

Si tuviera que, además, perder el tiempo distrayéndome con ese juego de fantasía de lo que pudo ser y no fue, si mi interés superficial e inocente por la programación informática no se hubiera quedado anquilosada en tal posición o punto neutro e inamovible, y mi capacidad y concentración matemáticas fueran algo menos complejas que un revoltijo de imposible solución, quizá (y solo quizá) podría haber formado parte de esa legión de incansables curris de Fraggle Rock que mantienen incólumes los bastiones de los motores de búsqueda de información tan vitales para nuestra insulsa vida, tanto para ayudarnos en nuestro veloz (y, por ende, menos dedicado al detalle) día a día, como para exhibir nuestros perfiles psicológicos de la forma más alegre e inconsciente posible, pues no solo nos abrimos la cabeza con un mazo cuando publicamos nuestras opiniones y gustos, sino también cuando las buscamos. 

Si me dejara la piel a cambio de dinero en una empresa de Internet, manteniendo activo el motor de búsqueda más popular del mundo, rodeado por miles de compañeros y de comodidades que me acabaran encadenando a mi puesto de trabajo, al contrario que el primer personaje que conoceremos cuando arranca «Ex Machina», yo recelaría del premio gordo que acabaría de ganar, mediante sorteo entre los empleados de la compañía y por el que todos a mi alrededor suspiran y me felicitan con cierto deje de envidia mal disimulada en sus voces y en sus sonrisas a medio construir: pasar una semana entera junto al genio de la programación para el que curraría, con mi jefe supremo, en su mansión hipertecnológica que, a base de acero y hormigón, hiende la tierra entre unos frondosos, agrestes y bellos parajes que, posiblemente, nunca más volvería a admirar nada semejante durante el resto de mi vida en la ciudad.

Recelaría aún más sobre el buen giro de mi destino si lo primero que me encontrara por jefe fuera a un alcohólico que no para de hacer ejercicio y que me pone, a la altura de los ojos, un contrato de confidencialidad acerca de todo lo que vaya a ver y a experimentar entre los acristalados muros de la casa de diseño futurista que encierra uno de los mayores avances del Ser Humano en su larga carrera, desde que comiera el fruto del árbol prohibido, por convertirse en Dios; pues la razón que explica tanto secretismo es la de probar si es real lo que se me presente delante: si la gineoide Ava posee una inteligencia artificial que cumpla el test de Alan Turing, una conciencia en todos los aspectos; un ser artificial de cuya concepción y desarrollo tan solo sabremos que su supuesta inteligencia procede del motor de búsqueda de Internet más popular del mundo cuyo propietario es su propio creador (algo que chirría un poco, pues no se antoja creíble que un cerebro informático, que dependa de una base de motor de búsqueda, pueda generar una conciencia sin más, sin un aprendizaje, sin estímulos adecuados, pues el acceso al conocimiento no tiene porqué colegirse con entendimiento e inteligencia).

Encogidos por el terrible peso de la inquietud y el desasosiego que puede generar esta cinta, muy visual, de detalle y escrita con complejos diálogos de trasfondo, aún podemos hacer acopio de los suficientes arrestos para enfrentarnos a la tarea de desnudarla por completo. Si lo conseguimos no se nos presentará otra cosa que un argumento nada novedoso, siendo que el personaje de Caleb no es más que un Rick Deckard que asciende hasta los cielos tecnológicos de una Tyrell Corporation bastante particular para examinar a una Rachel con la extraña figura de Ava; una replicante más consciente y que acaba poseyendo las cualidades de manipulación de Pris y la violencia de Roy Batty contra el amo que no le permite vivir. Siete días con siete sesiones del test de Turing en los que el thriller psicológico entre hombre y máquina se desarrolla por cauces que sorprenden a los más incautos, pero que no dejan, por ello, de ser naturales en el desarrollo intelectual y volitivo normal, con su lado positivo y negativo, y con una reinterpretación de lo que, al fin, consiguió el Ser Humano hace milenios con el desarrollo de su mente: la libertad para sobrevivir a un nivel por encima de la barrera de la animalidad. Por ello, no nos hemos de abandonar a la cándida reacción de asegurar contra viento y marea que el final nos ha cogido desprevenidos, pues nos estaremos engañando y faltaremos incluso a nuestra propia inteligencia, siendo éste un filme que se construye como un aviso a navegantes (mensaje reiterativo en la cinematografía de ciencia-ficción) sobre qué podría suceder y cómo habría de enfrentarse a la obra suprema del Ser Humano, que no sería otra que una réplica a su imagen y semejanza, engendrada con el barro de nuestra tecnología y que no tiene porqué ser temerosa de su Dios creador.

Lectura de 7 de Junio de 2016 a las 1200 horas



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lunes, junio 06, 2016

Relato corto: «Aquel último sábado»

Introducción a este relato que vais a leer en breve

Hace unas semanas, en el Foro Abretelibro, se celebró un concurso de temática libre entre sus usuarios, con motivo de la entrada de la estación de la Primavera (la cual, muy tímida esta ocasión, aún no se deja ver, para alegría mía y de mi alergia). Tuve a bien, por estas vueltas que da la vida, presentarme al mismo sin tener la más mínima de las intenciones por ganar, sino todo lo contrario: las de compartir.

Como sabéis que últimamente le estoy dando al asunto del relato y he de confesar que me sirvo de algunos de mis sueños recurrentes para dar pie a las historias: accedo o me “materializo” junto a o dentro de extrañas estructuras, casi siempre tres, pero en cada pasaje onírico adquieren un diferente aspecto (una casa victoriana, un museo, una gruta, una iglesia). Este último “viaje”, que sirve para crear el particular ambiente en el que se desarrolla con lentitud el relato, es uno de los más recientes y de los que he tomado la oportuna nota. Quería saber qué había soñado; qué era ese edificio comido por la vegetación; esa casa extraña y quien se sentaba junto al río con un cubo lleno de hielo y cervezas. Sin embargo, ese lugar estaba dentro de otro y surgió Stillson. Me encantan las ucronías y Ray Bradbury, y también la década de 1960. Al estudiar la carrera espacial de la NASA por hobby y conocer que en 1966 ya estaba configurado un programa de conquista de Marte (sí, 1966, antes de llegar a la Luna, y que tendría que haberse materializado en 1986, pero que el éxito de los Apolo lo relegó al olvido), tenía lo que quería.

Sé que muchos observaréis que el texto parece más bien un capítulo introductorio a una novela. No era mi intención a la hora de escribirlo, pero, al final, ha sido así. Mientras transcribía en primera persona los recuerdos de Mickey (de apellido Sullivan, por si os lo preguntáis), se fue formando la idea de escribir muchos más relatos relacionados con mi propia ucronía; las líneas se han ido agolpando y las he ido anotando con paciencia: historias con personajes que se van a ir entrecruzando, siempre relacionados con Marte y el abandono de la Tierra, pero que ya “sucedió” en la década de 1960. Me parece que el escenario es atractivo, no digamos ya si mezclamos al brebaje la Guerra Fría o varios puntos Jombar (el éxito del bombardero estratosférico nazi que acaba en EEUU, el avance de la carrera espacial que permite llegar a la Luna en 1955, y mucho más); tanto que la recopilación ya tiene título y hasta portada, aunque. Tan “solo” me falta el contenido.

Aparte de este pequeño relato introductorio, he escrito otro que he titulado “Rarezas Cósmicas” y que ronda las 15.000 palabras. Obviamente, me he pasado de la raya en este último.

Supongo que también os preguntaréis en qué posición quedé en el ranking de participantes anónimos hasta que se dieron a conocer las puntuaciones. Pues no he ganado, pero tampoco me he quedado entre los últimos. Como os he dicho, no tenía intención alguna de presentarme a un “Planeta”, aunque bien es cierto que ha habido gran cantidad de gente (a los comentarios en el foro me remito) que no ha entendido muy bien el espíritu del relato, sobre todo por parte de aquellos apegados a las infames novelas actuales divididas en capítulos de página y media y que se leen como si se vieran un telefilm de sobremesa.

No sé si me dejo algo en el tintero, probablemente sí, pero creo que me he explicado lo suficiente, dando las razones que han precedido al alumbramiento de este relato y las consecuencias que le han sucedido que, ahora sí, os invito a leer.

*****

Relato «Aquel último sábado»

A lo largo de la tarde del primer sábado de otoño regresó la tan ansiada lluvia tras un verano seco en exceso. El smog, en suspensión durante semanas sobre la localidad de Stillson, debido la ausencia de precipitaciones, tiñó por sorpresa de rojo sangre la tierra y las calles, los toldos de las tiendas y las cabezas de los que no tenían un paraguas a mano bajo el que resguardarse.

Yo estaba allí para ser testigo de ese fenómeno tan extraño; sin embargo, me dije que debía empezar a acostumbrarme a ese color, pues iba a ser la tónica predominante en mi futura vida.

El mundo dejó de girar por un instante imposible de calcular. Los coches se fueron deteniendo en el arcén; los viejos bajo el porche de Dean’s dejaron de leer el periódico; dos mujeres frente a la gasolinera se abrazaron, pero no temblaron de terror; incluso un maldito mocoso, que berreaba como una gaviota en celo, cerró la boca. Tan solo se escuchaba la lluvia caer; un sonido como el del aceite hirviendo en una sartén.

Lo único que me permitía saber que seguíamos todos vivos, que no nos habíamos transformado en estatuas de mármol,  fueron los vaporosos y delicados vestidos blancos  y de tirantes que pendían de los hombros de tres chicas que cruzaron la calzada a saltitos, con los pies de puntillas, con miedo a pisar, con sus zapatos de cenicienta, los charcos terrosos que fueron cubriendo el abombado asfalto hasta convertir la carretera en una piscina. 

Aquellas tres chicas reían sin importarles que la lluvia roja ensuciara irremediablemente sus vestidos y empaparan sus bronceadas piernas.

Yo era incapaz de apartar la vista de aquel fascinante pasatiempo. No sin embargo, es uno de los pocos recuerdos, de antes de abandonar aquel pueblo olvidado de la mano de Dios, que logran enmarcar una estúpida y amplia sonrisa de nostalgia en mi arrugada cara.

Por entonces yo tenía veintitrés años y la certeza de considerarme dueño de mi destino. Me creía inmortal. Ahí es nada. Y sabía que pronto me largaría de Stillson, un agujero que pretendió ser una postal idílica y que detuvo su crecimiento a varias decenas de kilómetros de la gran urbe de Stillake; el lugar perfecto para aquellos que no necesitaban el cerebro para sobrevivir y llevar a casa un jornal. Me largaría el miércoles siguiente en un transporte; quedaban menos de cinco días. Cuatro y unas horas.

Cuando me pilló el fenómeno tormentoso, desprevenido, en medio de la calle principal y sin paraguas, volvía del trabajo en la fábrica de motores de Lloyd’s, mi primer y último trabajo en Stillson. Con lo que gané en Lloyd’s logré los caudales necesarios para dar el siguiente paso, para darle la espalda definitivamente a mi mala suerte.

Encontré protección frente a la lluvia roja tras el amplio cristal del escaparate de la tienda de ultramarinos de Petersen. Entré y me quedé contemplando la escena que se desarrollaba en el exterior.

La chica que estaba tras el mostrador me observaba con sus ojos artificiales, de un índigo imposible de ver en un ser humano; dos escalofriantes luceros clavados en un bello rostro de piel de melocotón (aunque, en realidad, era de látex), escogido al azar entre la amplia variedad de modelos rubias de casting que poblaban el interesante folleto de ofertas de la empresa Ginecorp, más asequibles que las versiones de Romy Schneider o de Julie Christie que eran el último grito para aquellos que contrataban los servicios de la potente Gineoptics en la Gran Ciudad.

En aquella época me habría apostado parte de mi salario con mis compañeros de trabajo a que el viejo roñoso de Petersen se había ahorrado un buen pellizco en cuanto a la partida del rostro de su pequeña gineoide, pero que se había dejado arruinar dotándola de órganos sexuales hipersensibles… El muy depravado.

Aquella chica me observaba a mí y no al espectáculo que se representaba en la calle. Ladeaba la cabeza, ora hacia el hombro izquierdo, ora hacia el derecho, tratando de procesar quién o qué era yo: un cliente despistado o una amenaza, una de dos. Con cada movimiento de su cuello, la coleta que recogía su brillante cabello sintético espantaba hasta a la mosca más enconada.

La chica bien podía recelar de mí. Stillson era un pueblo anclado, en todos los aspectos, en un punto no determinado de la década de los ’40, la misma que me vio nacer; y ver un chaval como yo era un fenómeno más extraño aún que el de la lluvia roja: un individuo que caminaba arrastrando los pies, enfundados en unas zapatillas ajadas y casi sin suela, vistiendo unos vaqueros raídos a juego con una camiseta de manga corta de Buffalo Springfield, y cerrando el conjunto con unas greñas y barba que me valieron más de un comentario despectivo por parte de algún que otro viejo. 

—Chico, ¿te han abandonado aquí los del Circo? ¿Qué les habrás hecho?

Era un bicho raro en una localidad en la que en su única sala de cine no hacían otra cosa que proyectar la película «Dumbo» de la Disney, como si los niños y los adultos de Stillson nunca se cansaran de esa historia. Por ello, quizá sí o quizá no, en la fábrica les hacía especialmente gracia que quisiera que me llamaran Mickey y no Michael; y acabé siendo Mickey el no-ratón, gracias a la ocurrencia de alguno de los más ingeniosos de la cadena de montaje.

Espoleado por una ola de vergüenza y un estremecimiento al saberme espiado por una máquina que pensaba más rápido que yo, pero que sus pensamientos no eran más que frases pregrabadas en una finísima cinta magnética, mostré los dientes, nervioso. La chica reaccionó devolviéndome una amplia y perfecta sonrisa de anuncio, pero no apartó su inquisitiva mirada de mí hasta el instante en el que entró en la tienda un obrero enfundado en un mono azul y negro dos tallas más grande de la que le correspondería y que pertenecía a la Clanckers, la fábrica de procesadores contigua a aquella en la que yo me dejaba la piel. El tipo entró chorreando gotas rojizas y preguntó, mientras se rascaba el trasero con fruición (total, le hablaba a una máquina y no había allí otro humano aparte de mí) cuánto costaba un paquete de veinticuatro analgésicos suaves.

Lo más remarcable del suceso de la lluvia roja fue que, tras el paso del frente tormentoso, el firmamento volvió a mostrarse añil de día y perlado de estrellas de noche. Mas el otoño no desanimó al sol, que seguía pegando con fuerza, encorvando mi sombra sobre el asfalto y haciendo mofa de mi cuerpo encogido y de mi espalda cubierta de sudor. Me picaba y escocía a rabiar la piel sudada, allí justo donde no alcanzaba con la mano. Era como si alguien me hubiera pegado un escopetazo con un cartucho cargado de sal.

Cuando cesó de llover, los vehículos parados en el arcén reanudaron su marcha sin que sus ocupantes se preocuparan por el aspecto del cielo ni por el de las fachadas de planta baja y primera que constituían el común de todos los edificios de Stillson.

El color rojo parecía formar parte del paisaje habitual de aquel pueblo.

Salí de la tienda de Petersen, sin haber comprado nada, tras el obrero de Clanckers, que caminaba a buen ritmo a la par que leía el prospecto de los analgésicos que terminó llevándose consigo. El reloj del campanario marcó la hora. Es raro que no recuerde exactamente si daba en punto o a y media; pero, al escuchar el tañido metálico, el tipo corrió, como una bolsa de plástico empujada por el viento, hasta la parada del autobús, donde logró llegar antes de que el último transporte cerrara sus puertas y partiera hacia las afueras. El de Clanckers exhaló un hondo suspiro de alivio al echar las monedas en la máquina registradora.

Yo, al contrario que todos en Stillson, iba y volvía andando del trabajo todos los días. Otra rareza de Mickey el no-ratón.

Pateándome la larga calle principal (y única) de Stillson, llegué a la barbería de los Neones Apagados (así rezaba en la fachada, no me lo he inventado yo) y giré a la izquierda, internándome en la parte oculta del pueblo, es decir, en los campos y bosques que se cernían sobre éste. Una placa parcialmente oxidada indicaba que estaba en el Camino del Molino, mas hacía mucho tiempo que había dejado de existir un molino para moler grano gracias a la fuerza hidráulica del río Stillmer. En su lugar, una alta estructura rompía la monotonía del skyline de Stillson; su forma hacía creer al recién llegado que se trataba de un depósito de agua sostenido sobre anchos pilares cubiertos de enredaderas, pero, a medida que se recorría el camino y se acercaba uno al río, caía en la cuenta de que se trataba de un extraño edificio compuesto por varias plantas de altura, abandonado y con cuencas vacías por ventanas, a través de las cuales se podía atisbar grafitis cubiertos por la Naturaleza. Sus tres primeras plantas estaban clausuradas con muros de ladrillo y lo primero que te dejaba sin palabras era el hedor de podredumbre que desprendía, al que podías llegar a acostumbrarte si llevabas la suficiente carga de alcohol etílico en las venas.

Nadie me quiso decir qué era ese edificio abandonado, ni siquiera Stan, el único compañero de trabajo en Lloyd’s al que me digné en llamar amigo, quien vivía a la sombra de la estructura y a quien iba a visitar aquella tarde, continuando la tradición que habíamos iniciado durante los últimos días de Agosto.

Stan me esperaba. El que hubiera una silla plegable de playa al lado de su butacón, sobre la rampa de la parte posterior que daba al río, era buena prueba de ello; más cuando aquella iba a ser la última ocasión en la que nos veríamos.

Desde hacía semanas Stan disponía la silla a su lado, todo un gesto por parte de mi amigo, para que yo no tuviera que andar peleándome con los cacharros que amontonaba y metía a presión en el trastero exterior de su casa, que era un largo rectángulo de hormigón armado en cuyos extremos, en vez de paredes, había unas inmensas cristaleras y las dos únicas puertas, también de cristal, practicadas en la vivienda, donde medraba el verdín.

La rampa era una lengua de cemento resquebrajado que salía de debajo de la vivienda y se introducía en un recodo del río Stillmer, al abrigo de un bosque viejo que era incapaz de desprenderse de esa pátina de triste abandono que parecía cubrirlo todo durante aquellos días. De pie sobre la rampa, uno podía contemplar el lecho del río, cubierto con escombros de obra y cómo, de una gruesa rama de roble, unida a ella por una soga, pendía un neumático de camión que aún esperaba con paciencia a que un niño, sin importarle el nombre y la edad, volviera a columpiarse en él.

A cambio de mi silla bien dispuesta, Stan solo me obligaba a cargar con el cubo lleno de hielo y botellines de cerveza, desde la cocina hasta la rampa. En honor a la verdad, era el único peaje que tenía que pagar por disfrutar de aquellas tardes en su casa, junto al río y a la fresca.

Tras acarrear el dichoso cubo hasta los pies de mi anfitrión, repantigado en su butacón y con todo su ser a miles de kilómetros de distancia, me acomodé como mejor pude y agarré dos botellines por el cuello, ofreciéndole uno a Stan, que volvió de su viaje astral gracias al certero codazo que le propiné en las costillas. Cogió la birra sin decir ni un «hola, Mickey» y le arrancó la chapa con las muelas. Yo fui más comprensivo con mi dentadura y empleé el abrebotellines que pendía del asa del cubo.

—¿Ya tienes todos los bártulos preparados para marcharte, chaval? —me preguntó Stan sin mover un solo músculo de su cuerpo, al igual que la pitonisa de la feria que acababa de marcharse de Stillson unos días atrás, dejando el prado de Tanner lleno de basura; el mismo Circo que «me había dejado abandonado», según aquel despreciable viejo. 

La voz de Stan sonaba neutra; quería dominar unos sentimientos que hasta entonces me eran desconocidos en él.

—Sí. —Mi respuesta sonó ronca, como un gruñido animal. Me había pasado más de seis horas sin abrir la boca y sin haber dirigido la palabra a nadie en el trabajo. Me limité a cumplir órdenes sin cuestionarlas y a saludar a mis compañeros y al guarda de seguridad alzando el mentón; nada más. En una fábrica como Lloyd’s cuanto menos se hablara más alta sería la nómina al final de la semana. Me aclaré la garganta y traté de adelantarme a cualquier otra pregunta que a Stan se le pudiera ocurrir—: Tengo las maletas preparadas en el hostal, el billete para el transporte de Aeroflot de la semana que viene, los permisos, el pasaporte… Tan solo he de esperar a que, en la fábrica, el amigo Mendel me entregue el finiquito y el talón. Eso será el lunes y saldré volando al miércoles. A donde voy, hace falta dinero para empezar.

Stan asintió con la cabeza, como diciendo «¿y dónde no?» Seguía con la cabeza fija en un punto oscuro del bosque que crecía en la otra ribera. El río estaba tintado de un tono parduzco que me resultaba demasiado familiar, cuando un rayo de sol sobrepasó el obstáculo de hormigón que representaba el edificio abandonado al que dábamos deliberadamente la espalda, e impactó de lleno sobre la ondulante corriente de agua: destellos multicolores rebotaron desde las suaves superficies de los azulejos rotos, arrojados allí de cualquiera manera y como el río fuera un vertedero. También distinguí un par de latas de aceite, de una de las cuales salió un incauto pececillo a inspeccionar su territorio. Una pareja de ánades reales, macho y hembra, barajaron la orilla opuesta, picoteando aquí y allá hasta que se hartaron y desaparecieron entre la espesura.

—Te echaré de menos, Mickey.

Aquel arranque de cariño por parte de Stan me dejó descolocado. Era la primera vez que alguien me decía algo semejante en toda mi vida.

Stan acercó su botellín al mío para brindar, pero yo, instintivamente, aparté mi cerveza. No quería ser víctima de la típica jugarreta de mi anfitrión, que gustaba de dar un hábil golpe en la boca del botellín del pardillo más cercano, provocando la simpática reacción de que el líquido burbujeante saliera impulsado hacia el exterior, desparramándose sobre los pantalones del paleto en cuestión, a la altura de la pretina.

A Stan pareció molestarle mi reacción, pero desalojó todos mis temores en cuanto mostró una larga hilera de dientes amarillentos. Debió de leerme la mente o la cara, lo mismo da, y acercó con suavidad el vidrio ahumado de su botellín y brindamos juntos.

—Por un gran viaje lejos del patético Stillson.

No me atreví a reír la chanza de Stan. Estaba algo borracho a horas demasiado tempranas.

—Adiós a Stillson, el pueblo de la lluvia roja; adiós otoño, hola primavera lejana —canturreó Stan, imitando a un locutor de radio que recitara las líneas programadas de una campaña publicitaria de fomento del turismo para un agujero en el que había poco que ver—. ¿Será la primera vez que vueles, Mickey? —me preguntó tras agotar toda la gracia de su chiste en el vacío del silencio.

Tuve que volver a aclararme la garganta y respondí afirmativamente.

—No hay que tener miedo a volar, Mickey —afirmó Stan, adoptando un aire paternal que no le pegaba nada—. Es lo más extraño y, a la par, lo más natural en el Hombre. —Stan se retrepó en su viejo butacón, apoyó la cabeza en una de las orejas del mueble y recordó en voz alta—: Yo fui ametrallador de cola en un Fortaleza volante durante la guerra. Quince misiones sin un solo rasguño, volando sobre territorio enemigo. A la decimosexta, unos cazas nazis dejaron al bombardero, el Eye Candy, con más agujeros que un maldito colador y caímos. Créeme: volar sobre territorio enemigo es jodido, pero pisarlo es otra cosa bien diferente. —Stan negó con la cabeza sin que yo entendiera su gesto y le dio otro trago a la birra—. Aquellos tres días fueron terribles, chaval, pero salvamos el pellejo… Los que llegamos a tierra vivos, claro. Allí, en Alemania, tuve por primera vez la certeza de haber matado a un semejante. Detrás de una ametralladora doble, a cola, puedes derribar aviones, como cualquier otro, pero no sabes si has matado al piloto del caza. Hay momentos en los que quieres arrancarte a puñetazos esa pregunta de la cabeza; pero, pisando charcos embarrados en Alemania… En fin. Toma, para ti —dijo ofreciéndome una Cruz de Hierro que se sacó de la manga como un buen mago—. Es mi amuleto de la suerte, pero creo que te hará más falta que a mí. La portaba el hombre al que maté para seguir vivo. Quién sabe qué me habría sucedido si me hubiera dejado arrestar por él…

Todas mis preguntas sobre sus experiencias de combate quedaron enterradas ante la sorpresa de tener en la palma de mi mano una Cruz de Hierro de verdad.

—¿Un amuleto de la suerte? —logré articular a pesar de mi emoción, rayana a la infantil durante la mañana del día de Navidad.

—Sí, una Cruz de Hierro convertida en amuleto. Pertenecía al oficial que maté. Se la arranqué de la pechera —confesó con cierto gesto de repugnancia que le partió la frente en cientos de arrugas—, y eso que siempre me dio un respeto terrible el coger objetos que pertenecían a personas muertas.

—Quizá una Luger fuera mejor amuleto—bromeé como un estúpido, superado por el arranque de sinceridad de Stan, que casi nunca decía nada que no tuviera que ver con el último partido del equipo local de béisbol.

—La misma que no tengo y por la que no tendré una jubilación dorada —siguió Stan con la broma, rascándose la coronilla afeitada y vaciando el botellín de un trago—. No eres tonto, chaval.

Stan dejó, al fin, de tener ese aire paternal y volvió a ser el tipo de siempre. Me sentí pequeño a su lado, pues mi padre nunca volvió de esa guerra y mi madre no lo soportó.

El sol, que había logrado dar algo de color a aquel recodo del río, aun cerca ya del ocaso, quedó oculto tras la cortina de humo oscuro y plomizo que emanaba de las toberas de un trasbordador de Aeroflot, un feo pájaro compuesto íntegramente por metal y tecnología soviética que rompía las cadenas de la gravedad y la barrera del sonido, justo a nuestras espaldas, tras despegar del espaciopuerto de Stillake. En su bodega viajaban unos trescientos pasajeros con destino inmediato a la estación espacial Mir-Washington para formar parte del siguiente viaje colonial a Marte.

Aquella sería mi próxima escala. Yo formaría parte del pasaje del vuelo 930 al planeta rojo.

—Ten mucho cuidado allá arriba, Mickey.

Seis palabras que salieron de los labios de Stan y que es lo que recuerdo con mayor nitidez de mis últimos días en la Tierra, durante aquel año de 1966.