A ver qué os parece esto.
Cada noche, hacia una hora aproximada, apago el reproductor de DVD-USB y el televisor. Compruebo puertas y luces, y me encamino hacia mi dormitorio. Dejo una botellita de cristal, con agua hasta la mitad, sobre un posavasos estratégicamente situado en la mesilla y me meto en el cuarto de baño. Siempre me fijo en los dígitos fríos y verdosos del reloj-radio-despertador que hace guardia fiel y eterna en la habitación, con la salvedad de que dejó de servir de despertador cuando se estropeó la función de programación de la hora de alarma. Ayer hice lo propio. Marcaban las 0017 horas. Sabía que, para cuando volviera a consultar el reloj, éste mostraría las 0022 horas. Cinco minutos exactos. Los mismos que se suceden cada noche.
Entre el acto de apagar el televisor y el de introducirme bajo las sábanas, comienzo a desvanecerme. Soy presa de un dulce sopor. Por ello, mi visita nocturna al aseo tras dejar la botella con agua, en concreto al inodoro para orinar, la realizo siempre con la intención de no hacer mis necesidades de pie. No es plato de gusto desvelarse limpiando el bordillo de porcelana o el alicatado del suelo en busca de rebeldes regueros de orina mal dirigidos. Meo, le doy a la cisterna y me lavo las manos. Regreso a mi dormitorio y ya son las 0022 horas. Cinco minutos. Un periodo de tiempo excesivo para el conjunto de acciones casi inconscientes que realizo, aunque incluya el desembarazarme de la ropa que me cubre, que no es más que un chaleco de trabajo descolorido, un polo viejo y un pantalón de chándal de moda hace más de veinte años, que caen en la silla de cualquier manera, así como un par de calcetines, que salen volando.
Penetro después en el salvaje frescor de la cama, al que combato tiritando como un azogado, hasta que el calor corporal, retenido por la gruesa manta, gana la batalla en otra noche de no excesivo frío.
A pesar de mi adormecimiento previo, nunca pierdo el control entre las dos comprobaciones al reloj. Y ahí están esos malditos cinco minutos entre los que sucede algo que no debería suponer más de dos. Algo que se extiende a mi alrededor, como si hubiera tres formas de contar el Tiempo: las normas del Universo, mi cerebro y mi cuerpo. Incluso para trascribir estos pensamientos en el procesador de textos. No hace tanto que superaba las 250 pulsaciones por minuto, pero esta semana he sufrido una desagradable revelación: hice varias pruebas con un programa de mecanografía y resulta que a duras penas mantengo un ritmo de 72 pulsaciones por minuto con una efectividad inferior al 80%.
Me voy ralentizando. Por eso tardo tanto en escribir, en hacer todo. Es una respuesta a lo que me ocurre; una respuesta indeseada.
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